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RECOMIENDO...


Todas son muy buenas obras, el orden nada tiene que ver con mi predilección. Sin excepción y a mi juicio son altamente recomendables. Poco que ver con lo que se publica habitualmente. Felicitaciones a los autores.

 


 Entrevista al autor.

Un amigo distante, desde México, hermoso país que nunca visitaré, rediós, y por vía de una bitácora me llamó maestro. No era la primera vez que me colgaban una palabra tan grande, pero mi ego dilatado se acoplaba bien a todo lo excesivo, al lustre de ser siempre más. La soberbia imponía el lacre del merecimiento. Una muchacha me llamo también Príncipe de la Soberbia. Me gustó.
Uno es siempre apreciado en mayor media fuera de casa, por mucho que suene a tópico.
Miro con ansia las bareta del armero y me planteo cargar una y salir a la calle a matar conejos. Matarlos como a conejos.
Palabras amables y sinceras de allende el océano. Me caen de puta madre los mexicanos.

“A mi estimado maestro Egosum, cuyo significado en mi diccionario atribuye a la suma de todos los Egos, pues es un hombre que ha adquirido gran cultura y esplendor del mundo antiguo, un ser nocturno a quien me honra llamarle hermano, pues como el cuervo es lúgubre, pero esto no significa que este hombre no conozca la felicidad.
Puedo ver claramente a mi hermano en una cercanía distante, en un océano de palabras, en un lugar en el que la utopía puede existir solamente en la esencia del poeta.
Ayer releímos la carta enviada desde Valencia hacia la Diva aquella, enviada un día oscuro de abril… Releíamos La conciencia de la bestia. Desgraciadamente tus conocimientos son tan grandes que no pudimos descifrar tal tipografía enriquecida por las palabras que la suma de todos los egos puede plasmar en una mera hoja de bond.
El amanecer se aproxima hermano, criaturas de la noche, así que citando a un gran hombre, digo el saludo acostumbrado: Buena luna y Carpe noctem.
Que tus antepasados te guíen.

Ryuben De Garok.”

Hay personajes más que interesantes en el mundo de los blogs.
Egosum es una contracción de Ego y sum, no hace falta ser Einstein para adivinarlo, Ego sum qui sum, el hijo del trueno, Cristo, como dijo el más grande una vez.
Ryuben D´ Garok, Plano de las Sombras, Pandemonium.
La Petit Mort (Elizabeth), Alejandro Elías y Mono, Alex también, buen grupo, buena gente. Internet abre múltiples y fructíferas posibilidades y, a veces, entre clic y clic, entre mail y mail, entre post y post, se cuela el afecto.
-Eres cojonudo, te quiero madres.
Dos buenas herramientas, cuatro cargadores, cuatro granadas, un corsé explosivo... Que comience la fiesta.


El perspicuo Aquiles Grand de Murat se relame los labios voluptuosos, ante el plato de Arrós ambs fesols i naps, un arroz fuerte y generoso, que lleva cerdo, entre otros componentes, ese animal socorrido del cual todo se aprovecha. Es nuestra cena, un manjar que lleva casi cuatro horas de elaboración, un plato antes de pobres y que se ha convertido en una exquisitez gastronómica y, por lo tanto, muy cara.
Mientras lo preparaba no pude quitarme la cabeza la historia improbable del sabio Rudugast, suspendido en su torreón, envuelto en la cuadratura del círculo, invisible a los ojos exteriores. He penado en el símbolo de la nimiedad de la existencia en un cosmos que va solo, regido por principios incognoscibles. Logos. También he pensado en una manifestación de lo sagrado. Hierofanía. Multiplicando sus expresiones varias a través de los pueblos de la tierra. Eliade. Terminar su libro, una obra importante, una historia de las religiones.
Los grandes placeres se levantan sobre elementos sencillos. El todo siempre es superior a la mera suma de sus partes. No apartarse un ápice de la tradición: tomate, aceite de oliva, alubias blancas (pequeñas, valencianas, nada de garrafón), nabo, arroz de la tierra. Del cerdo impagable, muchas de sus partes: manitas, costilla, careta, tocino, abundantemente. Al final, el arroz no es propiamente caldoso, el caldo es denso, nunca hacer arroces secos, esos productos que erróneamente se denominan paellas, cuando muchos nada tienen que ver con la auténtica.
Mientras comemos, Aquiles dice que soy un hombre afortunado, que he triunfado en la vida, lo cual me desconcierta.
Vives la noche, nunca has soportado la presión de un jefe, añade, y tienes tiempo para leer y pensar diariamente. Te puedes permitir salir a comer semanalmente fuera de casa y cuando no es así, siempre te queda el magnífico recurso de ser un buen cocinero. Tienes lo suficiente para terminar la vida sin trabajar, leyendo, escribiendo, hablando con los amigos y, a tu gusto, también oficiando ante el altar de Eros. Obviaste buena parte de tu tiempo y este mismo tiempo lo cambiaste a tu interés. Eres el personaje de Wells encarnado y no te ha hecho falta un complicado artilugio para este fin, aunque no vayas al pasado ni al futuro, bastante tienes con la imaginación. Pero el hecho es que vives en el mundo y aparte de él, que dictas, en buena medida, tu tiempo, que no sufres ni te aburres demasiado. Puedes ponerle nombre a esa condición, si piensas en el filósofo alemán.
El olor del arroz excita a Melchor, el alano que dormitaba a sus pies, pero como su dueño no le da a probar, vuelve a su pesado sueño inmediatamente. Siempre hay que comer antes que un perro semejante, mantener la jerarquía. En ello te puede ir la vida.
Aquiles se pierde en las estanterías que tiene a su derecha: Poe, Lovecraft, Machen, Perucho, Pedraza… Vuelvo a ellos, en momentos que siempre son impagables.
Nunca he visto ojos tan tristes como esos, los suyos, que me miran ahora. Parece dubitativo, pero al fin se decide contarme uno de sus amargos secretos. No tiene a nadie más en quien confiar, en cuyo hombro apoyarse para aliviar las penas. No quiso explicar detalles, pero a los veinte años intentó matar a su padre, al que había odiado desde niño. Tiene los ojos empañados y le doy unas palmadas en la espalda, intentando darle ánimo.
No eres el único caso, le digo, una inane consuelo para una gran fractura espiritual. Nos separamos entonces, y nunca más supe de él. Debe haber muerto y aún bajo tierra continuaba odiándole, hasta la otra noche que soñé con él. Desde entonces la culpa me mata.
Fue después de leer un texto de Borges, que habla de Caín y Abel... En el sueño, mi padre y yo nos encontramos en un lugar imposible. El no sabía que estaba muerto, me abrazó y me besó. Me miró después a los ojos y vi en ellos un destello incierto. No sé si estaba el descubrimiento de su muerte o el reconocimiento de mi culpa.
Mejor lo expresó Borges y, en su caso, también hubo un beso en el lecho de un muerto, el de Oliverio Girando, un ósculo que parecía saldar, balsámico y efímero, una vieja cuenta, un fútil antagonismo.
En la parábola borgesiana, Caín y Abel se encuentran después de la muerte de éste. Caín le pidió a Abel que lo perdonara y Abel le contestó: “¿Tú me has matado o yo te he matado? Ya no recuerdo, aquí estamos juntos como antes”. “Ahora sé en verdad que me has perdonado”, dijo Caín, “porque olvidar es perdonar. Yo trataré también de olvidar”. Abel dijo despacio: “Así es. Mientras dura el remordimiento dura la culpa”.
Ah, amigo Aquiles, une sin temor tus deposiciones a las mías.









El padre del monstruo

Gilles de Rais, mariscal de Francia, señor de castillos y haciendas, fue compañero de armas de Juana de Arco y también el mariscal más joven de su patria, y así mismo se le condenó por torturar, violar y asesinar a gran número de niños. En el proceso que se celebró en su contra, el tribunal ordenó cubrir la imagen de Cristo ante los horrores de su relación de los hechos (que incluía múltiples torturas, vejámenes sexuales además de vampirismo). Murió en la horca.
Perrault, en sus cuentos infantiles, tomó su figura como modelo del ogro come niños, ser destacado en la parentela de los monstruos y, como el hombre que lo inspirara, no muy lejano de los vampiros.











Actualidad


Los políticos hablan pero no hacen nada.
Los votantes votan sin saber a quién.
Los médicos no curan.
Los medios de comunicación, engañando, desinforman.
Los jóvenes, consumiendo, no se desarrollan.
Los amantes no se quieren.
Los valores mueren, las marcas predominan.
Los vampiros siguen mordiendo.



  

El Doctor Amor y las mujeres
Salvador Alario Bataller

Obra original del 2.004

Valencia, 2.011



7

-A ella la conocí en la facultad, por mediación de un amigo. Me agradó su porte esbelto, su larga cabellera rubia, sus rasgos finos, de elfa, el que no tuviera partes abundantes, sino cincelada por aquella cálida puerilidad. También su voz era suave, su cadencia lenta, la mirada tímida, un tanto velada. Poco tardé en descubrir que me agradaba, que me atraía mucho, pero que era débil y que se agarraría a mí, como una pesada rémora. Me jugué el desenlace a cara o cruz, sí tal como lo oyes, y salió cara: dejaría que las cosas sucediesen y, de ser posible, no le cerraría el camino a la posibilidad de tener un futuro juntos. Hay un tiempo en la vida del hombre en el cual, en asuntos sexuales, no se puede ser razonable.
    >>Ya entonces la ciudad, el país estaba emputecido, se habían perdido muchos valores y la gente hacía de su vida un lupanar; pero ella no, poseía algunas normas convencionales y yo estaba bastante pegado a la tradición; por ello, por la compatibilidad básica, podría hacerse un mañana. Cuando confió lo suficientemente en mí, mostró ese lado comunicativo y cordial que su inseguridad aherrojaba: hablaba mucho, se comunicaba abiertamente, me confiaba muchas cosas (siempre temiendo yo que su accesibilidad no fuese otra cosa que puro histrionismo, ganas de agradar), hasta que se enamoró; después habló menos, se guardó más para sí, sus emociones ocuparon el lugar que antes tuvo el razonamiento. Resulta una consecuencia que aparece en aquellas personas que temen enamorarse y sufrir por su causa: o bien no dejan que prosperen sus sentimientos y se apartan de la pareja bruscamente cuando sienten que el afecto los atrapa o nunca se implican con personas de las cuales temen depender en exceso, escogiendo parejas que saben que nunca las abandonarán, porque las ven inferiores y más frágiles. A la postre, con más o menos lastres, de mejor o peor manera, buscaba lo que todos perseguimos en este berenjenal, seguridad, pero cuando existen miedos intensos paralizando la razón, el resultado suele ser desastroso; tenía que monopolizar cada átomo de mi cuerpo, cada segundo de mi tiempo, cada vórtice de mis fantasías, aunque no tuviese motivos para sentirse insegura. Intenté vivir y dejar vivir, pero esa prerrogativa el otro también ha de concedértela. La lógica no puede imponerse en estos casos: el amor no da la solución, con quererse no es suficiente, porque hay muchos casos que reinciden en los mismos errores, sabiendo que se equivocan, pero por su perfil psicológico no tienen otra alternativa más fructífera para vivir las relaciones sentimentales.
Había hablado pocas veces de este asunto, así que me decidí a hacerlo, aunque en verdad no me apetecía. Lo veía necesario para el caso, sin embargo. Una historia semejante no debe abortar sus aspectos amargos. No son pocas las ocasiones en que uno, sabiendo lo que debe hacer y lo que no, cae constantemente en la torpeza y el error, dejándose llevar por el mal proceder o por la incuria. Nos prometemos enmendar, pero nunca llegamos a hacerlo, hasta que, en un momento determinado, nos vemos absolutamente paralizados, sin posibilidad de hacer aquello tantas veces propuesto. Estoy hablando exactamente de lo que Poe llamó Demonio de la Perversidad, que tan aciagas experiencias le brindó a él y a muchos más. De esta guisa, hice acopio de determinación y empecé a hablar, pero apenas las palabras me salieron de la boca y viendo por donde iba el discurso, ella escapó de mi lado sollozando, encerrándose en la alcoba. Había previsto esa contingencia, la más amarga y la de peor pronóstico, porque me indicaba que difícilmente podríamos solucionar el problema en un futuro y que éste, precisamente por ello, era más negro que la noche.
    >>Ella tenía un conflicto entre lo que era y lo que quería ser: era un ser inseguro, débil, falto de aspiraciones y carente de elevación, que siempre tenía que colgarse de alguien hasta asfixiarle (esto lo ratifiqué definitivamente con el tiempo) y, por otra parte, deseaba ser una persona tolerante, liberal, racional, permisiva y resoluta, como si eso resultase fácil de conseguir, porque no pocas veces constituye el trabajo de largos años y la resultante de la superación de grandes miedos. Actuaba como tal, hablaba como tal, pero en el fondo no lo sentía. Técnicamente a ese fenómeno se le llama disonancia cognoscitiva. Eso, sencillamente, uno que dice una cosa, y siente y piensa otra. No estamos ante un hipócrita, sino ante un ser feble y en casos más extremos ante un neurótico. Por eso, debajo de su aquiescencia y sonrisa aparentes, hervían silencios sangrantes, resentimientos devastadores, frustraciones descomunales, odios inmensos que estallaron en el momento final, cuando se suicidó en aquella opereta patética de desquite y odio.
    >>No es que yo fuese un vividor, un crápula, una persona agraviante, que la hiciese sufrir con mi comportamiento; aunque me taches de soberbio, afirmaré con rotundidad que objetivamente era una pareja casi perfecta, lo que sucedía estribaba en que ella no toleraba lo que yo representaba, un hombre libre, autosuficiente, estudioso y admirado, admirado y respetado por otras gentes que no eran ella, en un escenario que escapaba de los muros estrechos de la cárcel conyugal y existencial que deseaba para mí. En mi mundo solamente quería existir ella, pero nunca me confesó ese anhelo ni me lo dijo claramente, puesto que temía perderme, ofenderme con ese ultraje, con ese abuso, con esa dominación. Me mantenía a su lado a causa de su ubérrima sexualidad y porque me hacía la vida fácil, a despecho de que ella se la complicase con sus frustraciones y aprensiones, con su ira contendida, con sus expectativas desmedidas y catastrofistas de pérdida y abandono. Creo que nunca sopesó seriamente la posibilidad de una infidelidad, lo que más temía sin embargo era la probabilidad de que la abandonase. Estoy convencido de que hubiese tolerado la traición, de haber podido mantenerme a su lado… Ahora, con repulsión, he llegado a la conclusión de que viví con una trastornada, una trastornada hermosísima. La tibieza de su carne me podía, el fantasma de su abyección me nublaba la razón, sus modos tiernos y dependientes me hacían sentir como en mi casa. Soy un varón que pertenece a un tiempo.
    >>Cuando hablaba, me prodigaba invariablemente un corifeo de aplausos, una mirada diamantina, el rubor inequívoco de admiración sobre su epidermis nívea. ¡Tan hermosa y tan débil a la vez!... Después desprecié su adacción, su vulnerabilidad. Cuando un amor muere retenemos los despojos del otro ensangrentados, permanece en nuestros recuerdos como un esqueleto despellejado y lo matamos nuevamente, una y otra vez, acuchillando, atacando, denigrando constantemente esas evocaciones. Nuestra memoria se afana en buscar los elementos más dolientes, los más desafortunados, con los que revestir al muerto con los ropajes más reprochables y denigratorios. El perverso en vida es automáticamente convertido en el Diablo tras su muerte. Tal vez se trate de mala conciencia, pero también siento odio; antes lo experimenté hasta el límite del paroxismo, esa malquerencia reprimida que siempre nos conmocionó y nunca ninguno de los dos expresamos. En el fondo, ella quería liberarse y yo también, de modo perentorio, pero nos faltaron las palabras para expresarlo y la fuerza para hacerlo. Tal vez a nuestra unión le sobrasen orgasmos y le faltase alma, un espíritu compartido, un principio común, una meta unánime. Como el conde de Lautramont, yo buscaba un alma similar a la mía, y ella a la suya sin duda, aunque ni ella ni yo éramos los portadores de la equivalencia para ese encuentro.
>>En realidad, creo que me pidió ayuda de muchas maneras, postulante asidua de una atención que nunca tuvo (eso sí según la manera que esperaba), dado que, invariablemente, para su mayor angustia, siempre le di la espalda. No siento culpa, su salvación hubiera significado mi muerte: ella deseaba un sumiso, un esclavo, un manso, un gilipollas en suma, y yo nunca iba a llevar a cabo tal sacrificio. Hubiera tenido que renunciar a mi vida para que ella fuera feliz: fue un abuso de su parte, una traición. Se pegó a mí por su incapacidad frente al mundo, por lo que pienso que con cualquier otro hombre hubiera tenido el mismo desenlace, posiblemente de manera más prematura, porque pocos hubiesen tenido mi consideración y mi paciencia… ¿Cruel?
    -No sé, no tengo suficientes datos para opinar. Además, lo que yo piense será un juicio personal que no tiene que coincidir con el tuyo. Me he propuesto tomar los datos de tu historia sin llevar a cabo ninguna valoración moral. Quiero solamente exponer los hechos, desde tu punto de vista, tal como me los cuentas.
    -Ciertamente, eso es –añadí satisfecho por la actitud del periodista-. He de contarte un fragmento de nuestra vida en común, para que puedas sopesar con mayor argumentación los acontecimientos que vivimos. Un día encontré, detrás de unos libros en una de las estanterías de esta casa, un cuaderno de dibujos. Eran suyos, tenía aptitudes para el dibujo y había coqueteado alguna vez con la posibilidad de hacer Bellas Artes. En él solamente había dibujos macabros y sangrientos, cadáveres, seres decapitados, despellejados, ahorcados, sujetos devastados y deformes por enfermedades colosales, esquelas de periódicos de personas jóvenes, muertas la mayoría en accidentes de tráfico -¿suicidas?, una plétora posiblemente- imágenes de mutilaciones y teratologías, el aspecto más sórdido de la vida, reflejos indiscutibles de los turbiones de su alma perturbada, de las consternaciones de su ánimo ante lo que ella creía una pérdida definitiva.  
    -Es asombroso -asintió el estudiante, visiblemente afectado.
    -Sí, deja que te cuente un caso clínico que traté no hace muchos años –repuse-. Se trataba de una pareja joven, depresivo él, aparentemente comprensiva y dispuesta ella. Cuando él comenzó a mejorar, ella empezó a abismarse; venía a la consulta llorosa, apenada, desecha; al final, entre lágrimas amargas, me confesó que, siempre que él levantaba cabeza, ella sentía que su vida no tenía sentido, que ya no la necesitaba, que la abandonaría. Su ordenador escupía ante sus ojos imágenes de gente asesinada, de mujeres ensangrentadas, imágenes de muerte y violencia que ella veía como una alusión a su propia hecatombe. Sus sentimientos de inferioridad se alimentaban sobre la vida de aquel hombre, al que amaba a su manera, aunque patológicamente, y sin el cual no le encontraba razón a la vida por que su depresión alimentaba la razón de su existencia. Si él no la necesitaba, no deseaba existir porque no se sentía valer para nada, como desde niña, y un ser inútil no podía se amado, sino despreciado y abandonado. También la mujer que yo creía amar -como cualquier suicida que no desee este hecho para llamar la atención, sino por la desesperanza, por ser incapaz de apechugar con una vida que se le ha vuelto intolerable- escondía su propensión bajo una apariencia de normalidad, incluso de felicidad, el proscenio de ese acto calamitoso, que se produjo cuando tuvo el suficiente convencimiento de pérdida para experimentar una total desafección por la vida. Es como una fuerza de vectores: la esperanza de la recuperación vale ocho, la desesperanza seis y (aumentemos progresivamente) cuando ésta llega a nueve, la resultante es “¡pum!”, se pegó el tiro. ¡Puta!.


8

-Arrastraba siempre la quejumbre sobre su vida pasada. Hablaba siempre de que sus padres la hicieron infeliz y que ésta era la esencia del ser humano y que solamente la muerte termina con la misma. Añadía que solamente conmigo había columbrado los momentos de dicha y experimentado los sentimientos suficientes para seguir viviendo hasta que, en su mente, me convertí en aquello que había anhelado siempre, pero que en realidad era un canto de sirena, un sueño de amor eterno, con todo lo que ello implica de bonanza, incondicionabilidad, e irrealidad. Nunca llegó a entender que la vida era, en muchas cosas, diádica, que no hay noche sin día, hombre sin mujer, agua sin tierra, infelicidad sin felicidad.
    Miré al muchacho, que me miraba con aire de profunda concentración y proseguí:
    -Hubo un tiempo en que todo me repelió hondamente, la familia, los amigos, el valle, el ser humano en general, como categoría, incluso aquellos que me querían bien, lo que resultaba injusto de mi parte. En ese tiempo me parapeté en mis libros y en mi trabajo, en cuatro gatos que tenía a mi vera como amigos, hasta que el ánimo fue cambiando y la animosidad se convirtió casi en indiferencia. Pero la distancia entre algunos retazos del pasado y mi persona resultaron insalvables para siempre. Después de denostarlo todo, de manifestar malcontento hasta el aburrimiento, encontré un nuevo camino en la vida, fui a la mía, volviendo a respirar aire puro. He de reconocer que en este intermedio, ella me reconcilió en parte con la humanidad y me brindó un esbozo de felicidad, pero con los años descubrí que llevaba en sí el mismo mal del mundo del cual había huido desde que tuve uso de razón, frente al cual intenté constantemente inmunizarme, la normalidad que es seminalmente un estado patogénico, porque se asienta sobre los miedos y las insuficiencias del individuo, pegándolo a la masa para encontrar un anómalo referente, una seguridad quebradiza, el ser como los demás o, lo que es lo mismo, el pasar inadvertido. Quien piensa así no es un hombre cabal, sino un mamarracho. El hombre libre e inteligente es insociable en su naturaleza, lo cual es lo mismo que decir que posee escasos y depurados vínculos afectivos, los tan traídos y llevados pariguales o equivalentes, de los cuales hablaremos bastante en estas charlas.
    >>En tal contexto, ella entró en mi vida… Ella y yo, menuda calamidad: Nuestro amor era intrínsecamente conflictivo porque nos amábamos y nos odiábamos a un tiempo, nos atraíamos y nos repelíamos positivamente, pero ninguno pudo romper la coyunda durante un largo tiempo, por motivos diversos, algunos de los cuales ya he comentado. En ese tiempo se fue cargando el polvorín. Por todo ello, la unión no podía calificarse más que de patológica. Dijo Nietzsche que el verdadero amor es  aquel que no se necesita; en efecto, cuando uno está libre de necesidades sexuales, económicas y afectivas que puedan arrojarlo a la vera del otro, solamente entonces puede amar limpiamente, por el placer de entregar, sin deseos de compensar ninguna inseguridad o deficiencia. Ella me necesitaba mucho más que yo y por motivos más urgentes e importantes.
    >>La literatura fue mi escapatoria y supuso su final. A medida que yo ganaba notoriedad, ella se fue desmoronando. Nada que hice, dije o aconsejé para que saliese de la sima, fue tenido en cuenta. Se dejó caer, sin coger la mano que yo le tendía. Así, pues, llegó un momento donde me desinteresé completamente por ella y por su dolor.
    >>Ella nunca estaba presente en múltiples facetas de mi vida, la pública principalmente: se mantenía apartada, con su quebranto, distante, semiescondida detrás de una cortina o en la última fila de una sala de conferencias. Cada vez estaba más lívida, más apagada, como la viva imagen de la prefiguración de la consunción y la muerte. Quemaba o destrozaba los periódicos que hablaban de mi persona. En verdad, también se estuvo escondiendo permanentemente de mí, pues nunca me habló directa y claramente sobre ella misma, porque le aterrorizaba el rechazo.
    >>Mis palabras ante un auditorio que no estuviera representada únicamente por su persona, fueron su fin, la arrastraron a la cárcava de forma patética. Se sintió mortalmente afectada por mi fama. Ser el centro de mi vida o no ser nada: ese era su dilema, su trastorno, su cicuta. No le quedaba, entonces, más salida que la autólisis. El suicido fue una decisión suya, una responsabilidad solo suya. Mi felicidad, mi vida, sin que yo lo quisiera, representaron su aniquilamiento. Quizás la única sensación de triunfo que tuvo, la única importante en su vida, fue dejarme con la culpa (la posibilidad de la misma ciertamente). Intuí eso en un extraño brillo en sus pupilas, unos segundos antes de apagarse, poco antes de que sus sesos volasen por la habitación tras el disparo. El hecho es que ella fue la que perdió y yo no cargué con la culpabilidad.
    >>A veces pasa lo mismo con las fechas que con los nombres. Un ilustre argentino dijo que la edad real de uno no comienza con el día y la hora que refleja el acta de su nacimiento (la era común), sino cuando acontece algo que cambia la vida de manera significativa (tiempo subjetivo o trascendente). Creo que mi verdadera vida comenzó cuando ella murió… Tal vez nuestro nombre también esté equivocado. ¿Cómo se llamaba? Su nombre pedestre era muy rimbombante, con apellidos sonoros e impactantes. Sin embargo, hasta que el dolor le apelmazó la gana de vivir y la llevó al otro lado, yo la concebí, la viví, la supe, le di el nombre de algo puro, fluido, omnímodo, porque, a decir verdad, al principio me ilusioné mucho con ella. La llamaba, simplemente, Aire.

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-¿Te importa mucho lo que piense la gente? –le pregunté.
    -Depende que quién sea y lo qué se diga –contestó el muchacho después de una corta vacilación.
    -Eso dejará de importarte cuando seas un ser único y tengas tu mundo propio –añadí, volviendo a mirar a través del ventanal-. Pero conseguir esa meta es obra de toda una vida y muchos no lo consiguen. Es normal que ahora pienses así.
    >>A determinada altura de mi vida, dejó de importarme lo que los demás pensaran de mí. Basta con ser diferente para que los gusanos se apiñen para devorarte. Los necios se conjuran contra los inteligentes, contra los independientes, los activos, los emprendedores, los fuertes. He de agregar que mi comportamiento objetivamente nunca lesionó ningún principio moral, nunca debió ser ofensivo para nadie, pero basta con que no seas del rebaño para que la chusma intente destruirte. Me crié con los principios de una moral determinada y de una buena educación, pero no comí del dornajo común. Eso explica el rechazo. En este país, quizás en todos, siempre se ha odiado la diferencia. Me sentía a gusto con mi vida, con mi forma de ser. Actuaba por mí, no cara a la galería, sin condicionarme en absoluto la devaluación social. Muchos pensaron que era un tipo raro, solitario, poco sociable. En un país de beodos, si me tomé dos copas y cogí tres curdas, se dijo que era borracho; si no me casé legalmente se afirmó que era maricón, y si hice alguna excentricidad en público, se aseveró que estaba loco… Resulta interesante, pero estos mismos calificativos peyorativos son los que imponen las amantes o esposas despechadas al hombre que las abandonó. Quizás la sociedad, el grupo social, también tenga un alma femenina, porque se apiñan, se hacen fuertes, uniendo las debilidades de los miembros, que rechazan y tratan de eliminar al que se aparta de sus normas, al distinto.
    >>Por otra parte, cambiando de tema, muy pronto supe que el éxito de una obra depende muy poco de su calidad literaria, por eso pronto me resigné a escribir para mí y para mis amigos. Dicen también que la suerte existe pero que uno debe buscarla: en eso mi camino consistió en nunca dejar de escribir y así acabé publicando unos cuantos cuentos en compilaciones temáticas y en revistas literarias, hasta que un editor piadoso se interesó por una de mis novelas y se arriesgó con ello. Poco después de aparecer la obra, un escritor consagrado, además de notable ciertamente, hizo de uno de mis libros una crítica excelente. Eso fue determinante de todo lo demás, de que el mundo literario se interesase por mis escritos y que yo comenzase a conseguir predicamento. Si dicho escritor hubiese estado viviendo en China, su crítica no hubiera existido y mi obra se hubiera quedado furtiva y polvorienta en el cajón de un viejo escritorio. Posiblemente nunca hubiera publicado nada que tuviese resonancia, más allá de los escritos estrictamente profesionales. Pero los libros profesionales no dan dinero, ni fama. Esta implicaba la atención de los demás, lo que le produjo a Aire una gran conmoción.
    >>Cuando me oyó hablar en público por primera vez, la soga se le descolgó alrededor del cuello. Hasta ese momento no se había tomado en serio lo de mi carrera literaria, pero entonces la certidumbre la aplastó. En el fondo ella detestaba a las personas que se consagraban al arte o a la ciencia, porque resultan labores tan acaparadoras que apartan a uno de los demás, aumentando el ensimismamiento y el extrañamiento inherentes a un pensador. Cuando una vez le dije que los libros valían más que la personas e incluso que su mismo autor, no pudo ocultar un rictus de dolor, de perplejidad absoluta y desde entonces una sombra de instaló en su rostro y fue royéndole el alma como una metástasis. Yo, en su opinión, tenía que poseer algo en común con la humanidad, cuanto menos con lo que ella entendía por humanidad, la masa, la normalidad. Envidiaba de seguro mis condiciones, aquellas que me permitieron conseguir un mundo propio, sin necesitar a nadie (neuróticamente). Una amiga mía definió bien lo que sería un amante perfecto, un continuo-discontinuo, alguien que siempre está a tu lado sin necesidad del agobio de su presencia permanente, dos que se aman sin las cadenas de la convivencia, que son antes buenos amigos (con matices, no pocos) y cuya relación se cimienta sobre el compromiso de la sinceridad y de la fidelidad. Pueden vivir uno en cada casa, pero permanecer unidos por vínculos sólidos. En realidad, conozco a muy pocas personas que puedan amar en esas condiciones y, para ello, Aire era la menos apta.
    >>Un ser único con su mundo propio: alguien que no quiere parecerse a nadie sino a sí mismo ni vivir en un mundo diferente al que creo luchando con sus circunstancias, porque el mundo exterior le parece –y lo es, no tengo duda alguna- horrible. Este es el asunto cardinal y ella nunca pudo entenderlo, aunque lo intentó. Sus esquemas mentales, excesivamente flacos, le impidieron comprenderlo. El aceptarlo era otra cosa y aún así nunca hubiera podido hacerlo. Constituiría algo similar a un cambio de religión en un creyente convencido.
    >>Por su lado, ella tenía todos los condicionantes para ser desgraciada: una plétora de miedos neuróticos no le permitieron realizarse ni disfrutar de los dones de la vida, poseyendo un fondo depresivo que cargaba de negatividad el concepto de sí misma, del mundo y del futuro, venero todo ello de una creciente desesperanza que reclamaría la muerte como meta final vital. Un polvorín permanentemente a punto de estallar. Un ser deprimido, en fin, en un mundo deprimente, el cual no pudo soportar. En su caso, el suicidio constituía la única solución, la mejor escapatoria.

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-Ofendes a una mujer cuando no la dejas que se convierta en el centro de tu vida. Me estoy refiriendo a una mujer convencional, que son la inmensa mayoría (como también lo son la mayor parte de los hombres). Lo que con el tiempo demandan, cuando se les pasa la edad del guaperas y de la tontería, es buen trato y estabilidad económica, es decir, seguridad, buscando alguien además que sepas valorar el hogar, lo doméstico, como ellas, en suma, alguien débil y simple, manejable por lo tanto. Por otro lado, sus permanentes conflictos, las llevan a admirar lo superior, de lo cual pueden enamorarse, por lo cual unánimemente desean a un hombre admirable, es decir, viril, inteligente, con algunas características secundarias como simpatía y capacidad de comunicación. Aman lo que admiran pero no pueden vivir con un hombre de esas características, porque no lo pueden dominar y suele tener intereses superiores a ellas. Siempre exigen demasiado, sin caer en la cuenta de que tales demandas no pueden ser satisfechas. Junto a un verdadero hombre una mujer auténtica jamás podrá ser feliz porque pertenecen a dos mundos diferentes y, a menudo, incrementan su dolor pensando y creyendo que los demás y especialmente que las otras mujeres son felices. Aire, a la par, se angustiaba aún más creyendo que yo era feliz, sobre todo más feliz que ella. A partir de ahí deducía automáticamente que era egoísta y, por lo tanto, malo, perverso, todo lo cual, las más de las veces de forma velada, me reprochaba continuamente (miradas esquivas, ojos tristes y aguanosos, suspiros de descontento, ecos perennes de su frustración),
    >>Cuando se vivió sola dejó ver la criatura pusilánime inepta que en realidad era, un ser nocivo, perjudicial, que quería ser grande cuando en verdad era pequeño, muy pequeño, diminuto. Necesitaba permanentemente la aprobación que, por sus características mentales, nunca sentía recibir, lo cual la llevaba a sentirse insegura, inferior y fracasada y, dentro de sus fracasos, el sentimental resultaba intolerable. El fracaso profesional podía pasar porque siempre se podía colgar del hombro de alguien, en este caso del mío, pero frente al desamor o al sentimiento de un amor no correspondido, se veía continuamente al borde del abismo, cuya reverberación siempre le devolvía su nombre, ultrajado. Era demasiado insegura para salvarse a sí misma y, a la vez, excesivamente orgullosa, tóxica, y resentida para dejarse ayudar.
    >>Después de unos meses de cenas, copas, salidas, teatros, cines, francachelas, baile y demás atenciones galantes, tiempo en el cual se la veía feliz y casi exultante (no he conocido ninguna mujer cuyas principales aspiraciones en la vida, aparte de los hijos, no fueran cenar fuera de casa, bailar y viajar), llegó un tiempo que su eclipse dejó ver toda su abyección, el grado de su bajeza. No hay nada que me produzca más repugnancia que un enfermo que no quiera curarse, que se acomode a su patología por los beneficios de la misma, como la atención, los cuidados y la protección de los allegados, de quienes viven con ella y que la quieren. Apenas aprecié los signos de su declive, de su deterioro mental, se lo dije, aconsejándola que visitase a un especialista, pero su respuesta fue hacerse la sorda, seguir con su rutina, hundirse más en la decadencia, aparentando que nada sucedía, que todo estaba bien, manifestando inclusive una alegría impostada que aumentaba mi repulsión. No obstante, yo sabía que una fibra íntima y fundamental se le había conmocionado con mi consejo, quizás roto. Poco tardaron en parecer los agobios, los mareos, la disnea, aquel frío del que se quejaba aún en los veranos más tórridos. Al poco, se la vio permanentemente ansiosa, agitada, anticipando ya catástrofes, sin atender a mis constantes consejos, incluso a mis súplicas. “Yo estoy bien, lo que pasa es que te complace criticarme, tratarme como una loca”, me decía invariablemente, “El que estás mal eres tú, siempre tan soberbio, tan pagado de ti mismo, tan solitario, tan distante. No has madurado, no puedes vivir como una persona normal, en una relación de pareja estable. Me has decepcionado porque todo ha sido un engaño de tu parte. Me siento estafada”, insistía. Ya sabes mi opinión el respecto, aquello de la soledad, la selectividad, la soledad compartida con unos pocos, igual que ella, pero desde luego no iba a inmiscuirme en una discusión sin solución, en un dialogo de sordos; así que fui a la mía y me ocupé sobre todo de mí mismo. Fue en ese momento cuando comencé a aceptar que la detestaba y que, en poco tiempo, se iba a convertir en una carga. Pasábamos semanas sin cruzar dos palabras seguidas, ni mucho menos mantener una conversación interesante. Paralelamente el sexo se hizo más frío, más esporádico, hasta que no lo hubo en absoluto. “Tu no me quieres como yo a ti”, lloriqueaba, “si me quisieras tratarías de hacerme feliz, comprenderías lo solo y equivocado que estás”. La felicidad, así, consistía en callar y hacer todo lo que ella quisiera; callé, sí, pero hice lo que yo quise, me dediqué más contumazmente a la literatura, jurándome que nadie me iba a torcer el destino.
    >>Al comienzo de esta situación experimenté mucha rabia, puesto que la realidad estribaba en que ella se había pegado la gran vida a mi costa y solamente me había dado un coño y un sentimentalismo melifluo, cargante y neurasténico. Había ido a los mejores restaurantes, a los estrenos de cine y teatro más interesantes, habíamos viajado por toda Europa, tenía las joyas de una regente, un ropero impresionante, se levantaba todos los días pasadas las doce y se pasaba las horas haraganeando, porgue una mujer le hacía las tareas duras de la casa. Todo eso lo logró a mi vera y no me importó hasta que no tuve de ella más que ingratitud y altivez. Entonces le cercené los dispendios, aunque seguía viviendo como una reina, pero se acabaron las joyas, las cenas magníficas, los espectáculos interesantes. Ella, con un mohín displicente, contemplaba sus pérdidas como un animal herido y abandonado, hirviendo en el volcán de su frustración y de su impotencia. Yo me determiné en mi decisión primigenia: me dedicaría a mis asuntos, hasta que aguantase. Las cosas se romperían por sí mismas y, al final, volvería a estar solo con mi mundo, y ya nunca más lo compartiría con nadie.

        
13

-Acababa de hacer añicos una taza de café contra la pared y después se había hecho un ovillo sobre el sofá lloriqueando.
Tranquilízate –le dije y me encerré en el despacho. Desde allí oí que se encendía el televisor y el rumor me sugirió un programa basura de esos en que la chusma va a descubrir en público su basura personal.
Pasó apenas una hora cuando ella entró modosita, abriendo muy despacio la puerta, entre pucheros. Se sentó en mi regazo, me dijo perdóname y me dio un beso mojado en la boca, que no pude rechazar.
    -Ya te he dicho lo que pienso sobre el asunto, pero hoy quiero hacerlo tranquilamente y que me escuches –dije.
    Ella me miró con ojos grandes, como quien teme que le digan algo amenazador. En un principio, solíamos enzarzarnos en discusiones, encaminadas a ver quién convencía a quién; en realidad esa plúmbea confrontación resultaba unilateral, no se pueden conciliar puntos de vista extremos, universos de discurso disímiles jamás casan: un ateo y un creyente rinden una lucha estéril y demencial si el asunto es refutar la creencia o validar la apostasía. De igual manera, nuestras formas de entender los sentimientos resultaban enteramente inmiscibles. En consecuencia, atajé por lo directo, sin resolver enzarzarme en las discusiones peregrinas del pasado. Acerté al pensar que el cansancio también había hecho mella en ella y que ya no presentaría batalla. Un agotamiento medular estaba agostando nuestro mundo.
    -Nada más diré aparte de esto: no tengo intención de cambiar lo más mínimo. –murmuré, penetrando en sus ojos.
    Noté que su cuerpo se tensaba bajo mis manos, después de una breve sacudida y que se apartaba un poco, y que su respiración se volvía espesa, difícil.
    -Amor implica compartir y cambiar –dijo aún, a lo que no respondí.  
    Al fin calló y, como de costumbre, pareció replegarse en su sombra, disminuir en su mismo centro. Se quedó todavía mirándome fijamente durante unos segundos, aquel gesto que tanto me molestaba.
    Nos golpeó un silencio desolado.
    Permaneció muy quieta, con el rostro vacío de expresión, tan pálida como siempre y, dándome un beso sin calor, se levantó.
    -Buenas noches –dijo y se encaminó con pasitos lentos hacia la puerta- No sé, no sé… –añadió muy bajito, mientras salía del despacho, cerrando la puerta a sus espaldas.
    Nada, no había solución; dolido, pensé que ella era de Venus y yo de Marte.


16

-Aquí, entre estas cuatro paredes tapizadas de holandesa fina, encontramos un refugio en el que alejarnos de un mundo desquiciado y de su gente vacua y emputecida. Entonces me escuchaba, porque nunca habló mucho –eso es un error, porque en vez de un dialogo estás hablando contigo mismo, con un reflejo de tu propias ideas-, había buen sexo, buenas comidas y esa paz dulce y dilatada que existe en los días conquistados a la tortura y al tiempo.
    -La tortura y el tiempo, eso es de lord Byron.
    -Sí. Con eso te quiero decir que a veces los contrastes son duros pero uno reúne todas sus fuerzas para adaptarse a la nueva situación, pero si la catástrofe se va fraguando poco a poco, -un día le ves las orejas al lobo y otro el morro, después el lomo erizado, finalmente los colmillos como escarpas-, puede resultar mucho más demoledor. A mí no llegó a afectarme demasiado, no porque me lo esperase –en verdad no quise verlo-, sino porque había dejado de amarla y, en realidad, deseaba que desapareciese por la puerta, no mediante la bala de un revólver.
    -Es realmente sorprendente.
    -No tanto como piensas, porque a veces llevas largos años conviviendo con una persona y, en momentos definitivos, concluyes que apenas la conocías. Los humanos, en base a miedo e inseguridad y a una excesiva posesividad, solemos esconder rasgos aviesos y palabras claras. De esta suerte, sin hilvanar una discusión, sin levantar una sospecha, llegó un tiempo en que se ausentaba, un día, una tarde, día y medio a la sumo. Cuando volvía, yo hacía la vida de siempre, sin ningún reproche, sin la esperada pregunta. Sé que eso la perturbaba más que el enfrentamiento o una manifestación de celos o autoritarismo, pero yo ya había llegado a la conclusión de que no iba a forzar ningún desenlace, no iba a imponer nada, esperando que las cosas por sí mismas llegasen a su fin. En alguna ocasión llegué a pensar que después de las cortas ausencias llegaría otra que sería definitiva.
    >>No le iba detrás, pero tampoco la ignoraba completamente; trataba de hacer la vida de siempre y, como de costumbre, le hablaba de lo que escribía, de la conversación mantenida con algún amigo, de lo hecho durante un viaje, pero se cerró por completo, dejándome con la palabra en la boca cada vez que intentaba comunicarme con ella. Así que, en definitiva, desistí.
    >>A esas alturas, se pasaba casi todo el día metida en su habitación, viendo la tele y fumando como un carretero o simplemente sumida en la melancolía. A veces la oía llorar al otro lado de la puerta, pero ésta permanecía cerrada por dentro. Cada dos o tres días bajaba a comprar alimentos, sólo para ella, y tabaco, alguna botella de güisqui o una película. No leía ya nada, porque en la estantería de literatura no se veía ningún hueco, el que solía dejar cuando antes cogía una obra que yo le aconsejaba o que simplemente le apetecía leer. No es que fuera una lectora voraz, pero sí que se leía un libro al mes, además del periódico. Yo dormía en otra habitación, como podrás suponer.
    -Dicen que cuando una cama se rompe, la pareja va a pique.
    -Cierto, así de sencillo; es verdad, en la mayoría de los casos, por lo menos. Y ese hecho también es indicativo del motivo principal que nos une a las parejas, la misma cama, el deseo sexual. Lo demás es mera añadidura, querer maquillar una mera cuestión fisiológica. Efectivamente hay más cosas, no todas las personas valen para compartir, pero el inicio es así de prosaico o de natural, califícalo como quieras.
    -Después, ¿qué sucedió?
    -Más de lo mismo, aunque pasaron un par de meses en los que tuve que viajar bastante. Solía volver los fines de semana y a veces la encontraba en casa y en otras no. Uno de estos días se pegó el tiro.
    -¡Qué barbaridad!
    -Sí, pero no tuve ninguna pesadilla, ningún remordimiento de conciencia, más allá de una tristeza lógica ante la muerte de alguien que ha estado a tu lado. Ese tipo de final, en una persona a la que se ha querido, siempre afecta. Posteriormente, me acudían a la cabeza pensamientos irritantes. Me decía que había sido una mujer vil, cegada por su perversa pasión de dominación, que al no poder realizar por debilidad y porque yo no cedía, se hundió en la ciénaga de la tristeza, de la apatía, de las lamentaciones, acercándose subsiguientemente cada día un poco más a la contingencia del suicidio. El desenlace fue tan rápido que casi no me di cuenta, aunque, pensándolo después, hubiese sido capaz de preverlo. Hablar con ella, ya ves, que no sirvió de nada; su última motivación en la vida fue oponérseme, esa agresividad infatuada producto de su frustración, hasta el último acto en el patético escenario de su existencia. Junto a ello, estaba el hecho de que el amor se había acabado y yo no podía seguir adelante, pero ella finiquitó nuestro mundo compartido por la vía más reprensible, dramática y miserable.
    >>Había construido una vida prometedora en una casa que hice hermosa luchando contra el monstruo de una vida fea y descabellada y ella, maleva, con su acto execrable había intentado afear mi claustro y mi existencia, que tanto me había costado erigir y que inocentemente compartí con su persona. La ilusión, el encuentro, el placer de los primeros tiempos se había metamorfoseado en una ciénaga pestilente.
    >>Aquella noche había regresado de Barcelona, donde estuve cuatro días por asuntos literarios. Había llegado a las nueve y como sabía que en realidad nadie me esperaba en casa, aunque hubiese un cuerpo presente, fui a cenar solo a un restaurante elegante que tenía a mano, cerca de la estación de trenes. Así que me dejé caer por casa pasadas las diez, largamente. El piso estaba a oscuras a excepción de aquella franja de luz escuálida que escapaba por la base de la puerta de su dormitorio. El rumor indefinible del televisor llegó a mis oídos. Me la imagine sucia y desgreñada, tirada en la cama, apoyada la espalda sobre los cojines, fumando innumerables pitillos, con ojos húmedos, la prieta boca susurrando improperios, el infierno de su coleto abrasándose con mil odios peregrinos.
    >>Fui a mi dormitorio y colgué la americana en el armario. Cuando deshacía el nudo de la corbata oí abrirse su puerta y después percibí sus pasos leves en el salón. Les siguió el clic de un interruptor. Salí y me la encontré de pie en el centro del comedor, la cara lívida, los ojos como centellas extraviadas, el cañón del revólver metido en la boca. Dos segundos después todo había terminado.
    >>No pude hacer nada. Tuve, por un momento, la sensación de presenciar una escena extraña y lejana, como quien contempla una película. El estampido del arma, su carcasa atomizada en mil fragmentos que se esparcieron como una erupción macabra, cayendo blandamente por el comedor, sobre el tresillo, sobre la alfombra y la mesa, apenas me impresionó. Me encontraba trabado por cien emociones distintas, donde el estupor quizás no fuera la más intensa. Después, no pude hacer nada, más allá de realizar dos llamadas, una para la policía y otra para el ganso de su hermano Ariel.

…etc.


Segunda Parte
LA HISTORIA DE LA CASA ROSADA


1
La vida no es controlable, ni mucho menos previsible. Buena muestra de ello fue que una mañana, un hombre como yo, determinado a vivir en una solitud casi de claustro, recibió una notificación de un notario, un tal don Rafael Tatay i Ferreres, que me citaba para al día siguiente en su despacho, ubicado en el centro de la ciudad.
    De esta suerte, sumido en la curiosidad y en el desconcierto, pasado un día, a las cinco de la tarde, me encontraba sentado en el atestado despacho de don Rafael el cual, para mi absoluta perplejidad, basándose en todo clase de evidencias, me demostró que yo tenía un hermano mayor, del que nunca supe nada, el cual, tras su muerte, me había legado una fortuna considerable y una casa, pero no una casa cualquiera, sino una casa de putas.
    Según me dijo el notario, el prostíbulo se levantaba en un cerro a unos veinte kilómetros al Este de la capital, cerca de unas localidades populosas dedicadas principalmente a la industria del mueble. Según el extracto de movimientos de capital y las fotografías de la casa, constituía un negocio importante y una bella heredad. Según quedaba constancia, mi hermano mayor, de nombre Macedonio, había sido el fruto de una relación juvenil de mi progenitor, cuando estaba haciendo el servicio militar en Manises. Como me informó don Rafael, se trataba de un hombre huraño, excéntrico y solitario, que había encontrado su lugar en el mundo en el más viejo negocio conocido.
    Sorprendido por aquel acontecimiento, he de confesar que, en un principio, también sentí rechazo. En el fondo, me consideraba un hombre conservador, en la medida en que el honor, la integridad y la honestidad formaban el corazón de la urdimbre fundamental de mis principios y valores morales. Por honor, entiéndase la justa valoración del hombre y su condición (lo cual implicaba atributos como el respeto, los valores clásicos y la tenencia personal de determinados atributos encomiables); la integridad la definía llanamente como la capacidad de decirse siempre la verdad a uno mismo y, de similar definición, la honestidad se refería a la verdad hacia los demás. Con todo ese bagaje y muchas más limitaciones con las que me estragó mi historia personal, mi primer pensamiento fue el de vender el negocio o cerrar la casa, pero viendo el volumen de la facturación, decidí pensármelo dos veces.
    En realidad, como cualquier ser humano, tengo el derecho de manifestarme en contra de lo que no me gusta y a favor de lo que me agrada y, en materia sexual, en efecto, me da igual una cosa que la otra, porque el sexo consiste en algo privado… En cuanto al sexo como negocio, bueno, lo considero algo común en la vida, porque las parejas y los matrimonios consisten en una convención para integrar el núcleo social y pocas veces las mueve el sentimiento. Siempre se da algo a cambio de algo y el placer sexual ha sido desde antiguo una moneda de cambio con la cual se ha conseguido el primer eslabón de la estabilidad y la seguridad que el hogar propicia. En cuando al prostíbulo, me di un tiempo antes de tomar cualquier decisión, debía juzgar sobre el mismo terreno.
    Cuando conocí al lugar y a su gente, aún no había tomado tal determinación, pero no tardé mucho tiempo. A través de perseverantes jornadas en las cuales se me trató como un maharajá, se intentó que desestimara la opción de vender el club. Pero yo ya había decidido que seguiría con el negocio, por lo menos durante un tiempo. De hecho, me resultaría ventajoso como escritor el dedicarme a estudiar y observar cuanto sucedía entre sus cuatro paredes y, en la medida de lo posible, no me privaría de una guinda. La inicial impresión desfavorable que tuve de la encargada y del administrador, como con el general de las chicas, se trocó pronto en una relación relajada y cordial, en dejarme llevar por la molicie (en lo que me concernía, claro) de aquella estirpe de vida. Pero pasaron bastantes cosas más, tiempos de dudas y de reflexión, antes de llegar a esta situación.
    El día en que decidí presentarme allí, estuve rondando la casa un tiempo, antes de llamar el timbre. Era magnífica, un antiguo palacete, perfectamente cuidado, restaurado en parte, en un paraje idílico, entre las montañas, muy cerca de los pueblos industriosos de los cuales surgía su principal clientela de entre semana. Durante los fines de semana (lo cual supe ciertamente con posterioridad), se agregaba a los habituales una turba de desaforados urbanitas grises de diversa catadura y extracción que acudían allí a dar pábulo a su sexualidad insatisfecha… Al fin, llamé.
    Me abrió una chica muy joven, casi una niña, la muchachita más bella que he visto en toda mi vida, más bien menuda, pero perfectamente formada. Sus carnes apenas adolescentes mal insinuaban las formas de la feminidad, pero en sus ojos negros y brillantes, en el óvalo de su cara, en su boca sensual, se adivinaba una inclinación que los viejos zorros captamos por instinto. Llevaba el pelo muy largo, de un castaño oscuro bellísimo y vestía un suéter blanco y una falda vaquera, casi mini, que dejaba ver las magníficas piernas. Detrás de ella apareció una hembra imponente, una cincuentona soberbia, una matrona esplendorosa, cuya zafiedad verbal desencantaba tétricamente el primer empuje carnal, la inicial atracción que un hombre sentía indefectiblemente ante su presencia; se llamaba Sandra y, como supe, era la encargada. Le dije mi nombre y asintió, sin duda porque estaba sobre aviso, y con un gesto grave me indicó que pasase. La nínfula marchó con sus carnes suaves y florecientes en dirección a las escaleras y en el remate se detuvo, siguiéndome con una mirada concentrada hasta que la mujer abrió una puerta alta de doble hoja, labrada delicadamente, de caoba, y me indicó que pasase a lo que era un despacho.
    Resultó ser una pieza magnífica, con muebles clásicos ingleses y altas estanterías que albergarían unos tres mil libros. Proliferaban en sus muros óleos y relojes, y alguna panoplia mostraba sus aceros sobre una sólida columna, cerca de una ventana de vidrieras ortogonales. Nunca pensé encontrar una habitación así en un lugar semejante.  Todo era exquisito, muy británico, y esa impresión me agradó mucho, como la calidez del hombre que me tendía la mano y me daba amablemente los buenos días. Se trataba de un sujeto añoso, quijotesco en su apariencia, de modales correctos y gran prudencia, como comprobé posteriormente hasta la saciedad, el cual se llamaba Román Calle Miramar y era el administrador del negocio y, como también tuve constancia, la mano derecha y hombre de confianza de mi desconocido hermano.
    Por él supe la historia de mi hermano y de la Casa Rosada, que luego te contaré con pormenor, pero aquella vez fue un contacto meramente comercial, pues puso la casa y su contenido a mi disposición, y me documentó ampliamente sobre los movimientos y cuentas del establecimiento. Después me acompañó a conocer el local, que tenía tres plantas. En la primera había un lujoso salón y un comedor decorado todo con el mayor gusto; en la segunda estaban las habitaciones de las chicas y donde se oficiaba ante el Altar de Eros y finalmente, en el espacioso ático, se ubicaban los dormitorios de la niña, de Sandra, el suyo propio y dos más que quedaban libres para posibles invitados o amigos, que nunca fueron ocupadas por nadie, pues el difundo no tenía amigos. Una de ellas, la principal, por ser más amplia, soleada y tener mejor orientación, la habían reservado para mí para cuanto desease visitar la casa o permanecer allí a mi gusto, pues yo era en definitiva el dueño. Al parecer, nadie contaba con la contingencia de que yo desease terminar con el negocio.
    Entonces me di cuenta de que la niña estaba en la habitación, observándome con sus ojos profundos. No la había oído entrar.  Sea como fuere,  sin que nadie le dijera nada nos estuvo siguiendo a todas partes, casi pegada a nuestras espaldas, mirándonos con una atención extraordinaria, al parecer muy pendiente de cuanto se decía, pero sin decir una palabra.
    -No se preocupe por ella caballero, es que es muy callada –dijo Román- Pero ya verá que es un cielo.
    -Y, ¿qué hace aquí?
    -Se ha anticipado a mi explicación. En realidad es mi sobrina. Vivía con su madre, mi hermana, en el pueblo vecino, pero el matrimonió falleció hace dos años en un accidente de tráfico. Desde entonces la tengo a mi cargo. Su hermano no ponía ninguna pega sobre el particular.
    -Yo tampoco –le dije y me encontré con una mirada de agradecimiento.
    -Le quedo muy obligado. A decir verdad, como usted comprenderá ella se encuentra totalmente al margen de la vida nocturna del establecimiento. Cuando comienza la cosa ya está acostada, aunque es muy lista y sabe lo que hay. Es muy estudiosa y dentro de dos años ya irá al instituto.
    -¿Cuántos tiene ahora, trece o catorce?
    -No, doce. Va un curso adelantada -respondió el anciano y después, con una mirada de soslayo con la que apenas disimuló su timidez, agregó-: Hemos leído todos sus libros, los tenemos en la biblioteca. Su hermano era un gran admirador suyo, y lamento que, por su carácter taciturno y apartado, no se decidiese a contactar con usted antes de su muerte. Loyita también los ha leído, pese a su juventud y un día me comentó que le gustaron mucho. Es una admiradora suya también, por eso nos sigue con tanta devoción.
    Así que ya sabía el nombre de la ninfeta, aunque opinaba que mi literatura, cargada de sexo y violencia, era poco adecuada para una chica tan joven. No obstante, no hice ningún comentario sobre el particular, si bien el encontrarme con lectores siempre supuso para mí un motivo agradable, una emoción de agradecimiento y satisfacción que nunca pude –ni deseé- arrumbar, por muy acostumbrado que estuviese últimamente a premios, ferias de libros y firmas de ejemplares. Había otra razón, pues, para que la Casa Rosada fuese contemplada por mí con buenos ojos.
    -Se los dedicaré mañana mismo y cuanto escriba lo añadiré a la biblioteca de la casa –dije.
    -Es un honor -manifestó el administrador abriendo la puerta de una ventana francesa que daba a un gran balcón de mármol.
    Desde allí se veía el valle y la cordillera y también, al fondo, la línea brumosa y gris de la gran ciudad. La vista era magnífica y así se lo dije a mi interlocutor.
    -Desde luego que sí, este es un lugar privilegiado –respondió el anciano, bajando la voz-. A decir verdad, la casa funciona como restaurante y local de copas, a título legal. Las chicas no figuran bajo ningún concepto como prostitutas, sino como ciudadanas de a pie que alquilan una habitación para ir con los clientes, amantes o maridos, cuanto les venga en gana. Este es el sistema que hay actualmente en el país con locales de esta naturaleza. De hecho el establecimiento es asimismo hotel y como tal figura en las guías de hostelería.
    Miró a su sobrina, que andaba distraída mirando los libros de una estantería.
    -Sí, es un buen sistema –repuse, mientras llamaba mi atención una pequeña sombra al fondo de la habitación que se acercó a nosotros, sentándose en una butaca junto a la chimenea, a unos tres metros de donde estábamos el hombre y yo.
    Loyita, apoyada sobre la pared me miraba con ojos de caramelo. Sentí que me provocaba cosas, que me turbaba. Tan solo dos minutos después, apenas pude disimular aquella excitación, la pasión que me rebasaba. Ese sentimiento inesperado no me angustió en aquellos momentos, pero sí pesaría como una losa en los meses por venir. Con el aliento oprimido en los pulmones me dirigí con Román a la salida, sin atreverme a mirarla, arrebatado por una conmoción que sabía me iba a resultar difícil sobrellevar.
    Después de aquella aparición seráfica no pude fijarme como hombre en ninguna de las jóvenes de la Casa Rosada, por espléndidas que fueran. Y para colmo de males, el hada capciosa de los sueños, me traía su forma virginal noche tras noche; pero la veía a ella sola, paseando como un ser mirífico bañado en luna en un bosque arcano, nada más. Poco tiempo después, un impulso mórbido me dominó, hasta el punto de que no perdía ocasión para observarla, para seguirla, para admirarla, para subir furtivo a su habitación y escudriñar sus cosas, sus pertenencias, suaves y pequeñas, los secretos de su intimidad y de su inocencia invioladas.
    Hay un asunto más –dijo Román deteniéndose y arrancándome de mi turbado ensimismamiento-. Su hermano me pidió que en caso de que usted viniese por aquí, le hiciese entrega de una carta.
    Después señaló con su mano la mesa, que quedaba enfrente del alto ventanal.
    -Está ahí, sobre el escritorio –añadió e hizo un gesto con los ojos a su sobrina, para que saliera, agregando-: Nosotros nos vamos, le dejamos solo, para que lea la epístola en completa soledad.  Si quiere algo más de mí, estoy en la habitación de al lado, en la oficina.
    -Gracias, así lo haré –dije.
    Al principio la impresión que tuve del anciano no fue buena, debido a que me pareció excesivamente engolado, pero después de aquella conversación había cambiado de opinión. Me parecía un caballero sensato y responsable y, además, sus modales eran excelentes. El futuro me ratificaría al respecto.
    La puerta se cerró a mis espaldas mientras me dirigía al escritorio, bastante interesado por aquella misiva de un hombre, por lo demás muerto, al que no conocía.
    Me senté, encendí un pitillo y sostuve la carta con una mano, un tanto indeciso y ansioso ante lo que pudiese contener. No es que anticipase nada negativo, sino que era la natural curiosidad ante un hecho tan poco común lo que me detuvo unos instantes, si bien es verdad que paralelamente sentía mucho interés por lo que pudieran decirme las palabras del muerto. Estaba lacrada, al modo antiguo, y debajo de un sello con las iniciales M, él había escrito, con caligrafía perfecta y legible “A quien corresponde”.
    Doblé el sello rompiéndolo y la hoja se abrió ante mí, partida simétricamente, como alas de mariposa. Fumé una calada y eché una ojeada global al papel. La caligrafía era simétrica y clara, cuidada, y para escribirla se había utilizado tinta color sepia. Vi, en la base de la lámpara de pantalla negra, el estuche de una Montblanc Meistertück, la gruesa, como la mía, y eso también me gustó. Estaba ante un clásico. Así que, cada vez más intrigado, comencé a leer. Macedonio me decía, después de los habituales datos de fecha y lugar:


Mi respetable y desconocido hermanastro:

No te conozco en persona, pero he leído toda tu obra literaria y a partir de ella –muy de mi agrado, por cierto- colijo que somos afines en muchos aspectos. Soy, por lo demás, consciente de que no existe una correlación amplia entre lo que uno es y lo que escribe, pero eso no obvia el que, en no pocas ocasiones, lo escrito refleje asuntos importantes de la vida y las ideas del autor.
    Román y el señor notario, don Rafael, algo te habrán dicho a estas alturas sobre mí y las circunstancias de mi vida, sobre mi historia apartada y sobre los trabajos que esta vida me deparó. No desearía ahondar en ello, pues creo que no resulta relevante, tal vez tampoco esta carta tenga ninguna importancia y no represente otra cosa más allá del último lamento de un moribundo ante un mundo que es un estercolero, que nunca me agradó. No obstante, no sé el motivo exacto por el que escribo esto, más pueden haber varios detrás del hecho de hacerlo: la soledad, la quejumbre, el hastío y, en mayor medida posiblemente, el que conozcas las inquietudes esenciales de aquel que es media sangre tuya. Si lo que lees no te confunde –estoy seguro que no- y merece tu comprensión, porque en el fondo comulgamos en ello, me atrevería a pedirte que conserves la casa y a mis mujeres. Sé que nunca te desprenderías de un libro. Mi biblioteca está a salvo. Que el negocio siga, que la vida siga, no vendas la Casa Rosada.
    No he tenido una vida fácil, tampoco demasiado trabajosa, si descontamos el tener que arrastrar durante el tiempo que duró la insatisfacción vital y un antiguo sentimiento de soledad y abandono. También he amado y me han amado, y rara vez el odio me turbó. Tuve algunos amores, incluso uno invernal, cuando la vida se me consumía sin remisión. Yo también la amaba, pero me aparté de ella, necesitaba estar solo en mis últimos pasos. Tampoco eso podía reconciliarme con la vida. Nunca me he alzado de los abismos triunfante.
    Soy yo, un hombre, tu hermano, un extraño. Mi mente es clara, mi corazón agrio, mi cuerpo arena. Soy Macedonio. Un hombre prematuramente envejecido, encriptado en mazmorras de dolor, aunque viéndome, contemplando esa cordialidad habitual que alumbra mi exterior, pocos me creerían. Era solo un niño cuando supe que no tenía un padre, que mi madre sufría en la soledad del despecho. No obstante crecí entre estas cuatro paredes, estudié y me hice un hombre, con la cultura, con el honor, con la honestidad, con la dignidad... Yo llevaba todo eso en mi sangre antes de que los tiempos modernos, el cambio de siglo, acabase de destruir mi patria, de corromper a sus gentes, de matar los viejos ideales eternos.
    Mi madre era una buena mujer, pese a todo. Mi padre, nuestro padre, murió y no me importó. Mi madre era una mujer noble, de buen corazón, agobiada por las circunstancias de la vida, por la inherente vulgaridad de la misma. Era una mujer exquisita y cultivada. Murió ajada, asqueada de este basurero al que llaman sociedad, civilización. Es el mal que está en todo, porque cada hombre, cada mujer, tenemos un demonio del que defendernos y otro que nos espera afuera. Cuando mi madre murió, me aparté de la vida, huí de la sociedad y solamente encontré honor y dignidad y orden en la soledad, en el conocimiento. Ahora que se acerca el fin, estoy tranquilo, esa paz que me ha sido negada durante toda mi vida, a lo largo de esos años donde nunca he tenido solaz, ni tranquilidad, ni esperanza. El cáncer me ha robado la posibilidad de ser yo mismo el burlador del destino, pero no importa, lo importante es que el fin está cerca. La felicidad, nunca la he conocido, siempre ha estado lejos, en el último rincón del cosmos quizás, en el magma del légamo fétido de las promesas fementidas de palabreros y gobernantes, toda esa basura, ese mal, al que le di la espalda cuando mi madre murió. Murió mancillada por el mal, ese mal que nos acosa a todos, cuyo nombre es civilización, sociedad, hombre, ese demonio que también todos llevamos dentro.
Hay ahora una gran calma en torno a mí, ahora que el odio ha cedido, como un gas que se evapora, y la bendita muerte se me acerca, con una sonrisa amplia y luminosa en sus labios secos.
    Un escritor dijo que Dios existía, pero que no era Dios; otro aseveró que era el Diablo quien se sentaba en el Alto Solio, con la apariencia Suya. Lo que sé es que solamente un dios demente, sádico y horrendo pudo concebir la simétrica ubicuidad del mal.
Sé que eres un hombre de honor, digno, que vives a espaldas de eso pestilente que llaman sociedad, civilización, humanidad. Tu padre, nuestro padre, murió y no sé si te importó. Pero tengo un fuerte convencimiento de que cuando tu madre murió le dijiste, como yo, adiós a eso de afuera, tan patético, tan maligno, a todos ellos, -menos a pocos, tus pares, de entre los cuales no me cabe duda que eres el Primus- a esos malditos que promueven, justifican y aplican el dolor, la violencia, la muerte, la injusticia y la mentira. No podía ser de otro modo.
Ya me queda poco, y el aliento me llega todavía para pedirte, una vez más que mantengas la casa, las mujeres y todo lo que en ella hay y vive.

Adiós.


M.
    Me sentía profundamente emocionado cuando terminé de leer aquella carta hermosa y singular, el canto último del moribundo, del inconforme, del libre pensador, del crítico en la ciénaga de los hombres. Sus palabras me recordaron inmediatamente al cazador, al Kraven/Kravinov de DeMatteis y Zeck, con su tono patético, obsesivo, vero... Los ojos los sentía humedecidos, la garganta seca, el pecho fatigado, la respiración de azufre. No, dije para mí entonces, nunca vendería la Casa Rosada, ni cuanto en ella había o vivía.


LUCHA
Trilogía de Ecce Cualquiera

Libro Segundo
LOS ESTADOS INTESTINALES
Salvador Alario Bataller
2.009


Valencia
2.012
INTROITO

En esta segunda parte o Libro Segundo de la Trilogía de Ecce Cualquiera, el personaje, después de acumular una gran tensión a lo largo de su vida, decide, al igual que un especial antecesor, solucionar el conflicto de su yo con el mundo, por la vía directa, mediante la violencia. En Los estados intestinales (lucha), la contienda de su veritas contra mundum parece solucionarse por la vía más inadecuada, ya que la violencia no lleva a ninguna parte, a no ser la anulación del individuo o el daño al otro, lo cual es siempre execrable e incalificable, precisamente por hostil y dañino. Este acto genocida evidentemente se encuentra movido por esa parte de uno mismo desencadenada e inicua, la que busca la sangre por la sangre; precisamente es tan nefasta porque es inhumana, como la verdad es luminosa porque también lo es. En este caso no importa que ello sea políticamente correcto porque, en muchas ocvasiones, la corrección política es nido de males, puesto que lo político y sus engendros nunca pueden ser criterio de honestidad, de dignidad, es decir de honorabilidad, esa bonhomía que algunos hombres tienen y que de muchos la estructura misma del ser o la vida expele o repele; no siendo piedra de toque de los altos valores indicados, de más estaría decir que tampoco lo es de la verdad, que es siempre distinta, pero indefectiblemente una.
Al igual que en El sastre de Musil (1923), cuyo personaje intenta que le metan en la cárcel de distintas maneras, una de ellas explotar una bomba en el Parlamento, con distinto propósito nuestro hombre toma la decisión definitiva en el curso de una cena,  el tiempo inherente a la novela, que se desarrolla a lo largo de las dos horas y media que anteceden al día en que Cualquiera dará el paso definitivo. No es la cárcel lo que busca, sino resarcirse mediante un acto de justicia, para sí y para los malogrados del mundo, de una forma que nadie medianamente cuerdo aprobaría. Así, el final se aproxima en la medida que transcurre la cena del penúltimo día de su desgraciada existencia, aunque pueda que no…, si nos dejemos llevar por la existencia de una tercera  parte o Libro Tercero de la Trilogía, editada ya, Cuando cazaba pelos (resolución), en cuanto puede llevar a pensar que Cualquiera sigue in terris, si bien cualquiera bien pudiera representar una metáfora, una figura de referencia, como la imagen crística, que se sustancia el sacrificio por los demás: es el buen hombre o el gran hombre, o simplemente el humano apaleado por sus semejantes, por la vida, por las circunstancias, escriban ahora el destino si quieren. El de Cuando cazaba pelos puede ser este Cualquiera o cualquier otro, porque hay muchos en este mundo traidor, como dijo  Campoamor, y los seguirá habiendo, aunque el sol no brille y se oculte la vereda, bajo una luna muerta (¡el entrañable Gollum!). El título concierne a esos efectos tan marcadamente gastrointestinales que los malos tragos del día a día provocan y que conducen a  experiencias varias según el sujeto, pero que llevan siempre al mismo puerto, a la sima tenebrosa donde habita permanentemente la ira, la frustración, la renuncia y el dolor. Solamente se trata de lo que es, de una fabulación, que siempre lo es sobre la vida y a veces es más que ella, o menos, según el caso. De lo que no tengo la menor duda es de desear a este mundo y sus habitantes la mejor vida, en la concordia y la paz, aunque no nos amemos de veras, pero si podemos convivir, unir nuestras afinidades y domeñar o gestionar pacíficamente nuestras diferencias. La espada es siempre genocida, las palabras amorosas no siempre son amor. Eso, para todos a excepción de mis enemigos, os deseo la mejor vida posible y que el mundo mejore. Con los segundos que, al parecer, son bastantes (muchos desconocidos), siempre más de lo que uno quisiera, me gustaría tener una charla a solas. 

Otro Cualquiera,
13-1-2012


LOS ESTADOS INTESTINALES
RESOLUCIÓN

Libro Segundo de la Trilogía de Ecce Cualquiera
Salvador Alario Bataller
2009



Valencia, 2.012



"LUPUS EST HOMO HOMINI, non homo, quom qualis sit non novis" (1).


Plauto, Asinaria, línea 495.


(1) "El hombre no es un hombre sino un lobo para otro hombre, cuando aún no ha descubierto cómo es".



“Hoy es ayer. Eres los otros cuyo rostro es el polvo. Eres los muertos”.

Jorge Luís Borges




1.    ENTRANTES: RAYOS Y TRUENOS
2.    COMIDA: AMOR NO ES MÁS QUE AMOR
3.    POSTRES: TENGO UNA CAJA DE CARAMELOS PARA VOSOTROS, CABRONES
4.    CAFÉ, COPA Y PURO: DEPOSICIÓN FINAL



1
ENTRANTES:
RAYOS Y TRUENOS




Esta es mi última cena y no tengo ningún brindis que hacer, ni por nada ni por nadie. Cuando termine, mi vida podría tener tres finales, que a todos los mueve el odio y la venganza. Veamos.


1
Ese día, contraviniendo la costumbre de treinta años, me levanto a las ocho de la mañana, hora a la que antes me acostaba. Maldigo a este mundo y a todo lo que contiene, viviente y no viviente. Es el nueve de Octubre, fecha principal de la Comunidad, de la suya.
Desayuno bien, tomo un café fuerte, un café para hombres, bien cargado y me adhiero al pecho y espalda el material correspondiente que hará realidad el, hoy por hoy, mi deseo más importante, de suerte que cuando salgo peso cinco quilos más por…, por llevar uno de los explosivos más potentes que un hombre con los conocimientos suficientes puede elaborar en su propia casa. Pienso, con rotundidad, que  el escaso esfuerzo y la pérdida irrepetible valdrá grandemente la pena.
Entraré en el edificio gubernamental como ayudante de un amigo periodista (no lo es, él cree serlo), que como la mayoría de los de su diario, es irrelevante que sea de derechas o de izquierdas, es una mala persona y no sabe  de lo que habla o escribe, uno de esos trastos que mancillan el buen nombre de los demás y a los que los nudillos podrían poner rápidamente por el camino derecho, como otros muchos perfiles que predominan en este país echado a perder. Pero ya se conocen las leyes de una democracia, por lo demás débil y capciosa como la vuestra.
Media hora antes del evento tomamos otro café en un bar que se encuentra en la misma plaza que la alta construcción y le hablo de fútbol, de la ridícula derrota del Valencia frente al Español, de que acabaré pasando del futbol. El asiente y reniega como lo que es, un perro, además fanático no solo del juego.
Cuando salimos hay mucha gente y nos ponemos en la sección de prensa, al fin podemos entrar y la ubicación es perfecta. Estamos en medio del mogollón, cuando pulse el botón todo esto saltará por el aire. Lo hago, apenas me entero antes de irme a ver a la chata y supongo que mi cuerpo se atomizará en el aire contaminado de la ciudad. Dejé escrito que no se oficiara ningún oficio religioso, que de quedar algo se me quemase y tirasen mis restos en un albañal. Pero esa es una cuestión improbable.

2

Ese día, contraviniendo la costumbre de treinta años, me levanto a las ocho de la mañana, hora a la que antes me acostaba. Maldigo al mundo y al hombre, a lo sacro y a lo profano y a cuanto puedan imaginar. Es el nueve de Octubre, fecha principal de la Comunidad, de la suya.
Desayuno bien, tomo un café fuerte, un café para hombres, bien cargado y me adhiero al pecho y espalda el material correspondiente que hará realidad el, hoy por hoy, mi deseo más importante, de suerte que cuando salgo peso cinco quilos más debido a que acarreo…, bien uno de los explosivos más potentes que hay en el mercado. Pienso, con rotundidad, que mi autoinmolación valdrá grandemente la pena.
Entraré en el edificio gubernamental como ayudante de un amigo periodista (no lo es, él cree serlo), que como la mayoría de los de su diario, es irrelevante que sea de derechas o de izquierdas, es un mal nacido y no sabe de lo que habla o escribe, uno de esos perros que mancillan el buen nombre de los demás y a los que los nudillos podrían poner rápidamente por el camino derecho, como otros muchos perfiles que predominan en este país echado a perder. Pero ya se conocen las leyes de una democracia, por lo demás débil y capciosa como la suya.
Media hora antes del evento tomamos otro café en un bar que se encuentra en la misma plaza que la alta construcción y le hablo de fútbol, de la ridícula derrota del Valencia frente al Español, de que acabaré pasando del dichoso deporte. El asiente y reniega como lo que es, un engendro, además fanático no solo del juego.
Al entrar, unos policías notan algo sospechoso y rápidamente me detienen y tengo que pasarme muchos años en la trena.

3

Ese día, contraviniendo la costumbre de treinta años, me levanto a las ocho de la mañana, hora a la que antes me acostaba. Salgo a la calle entre blasfemias y palabras fuertes; los pocos viandantes se apartan raudos de mí alarmados. Es el nueve de Octubre, fecha principal de la Comunidad, de la suya.
Desayuno bien, tomo un café fuerte, un restretto como dicen los italianos, un curt i fort, corto y fuerte), los valencianos (aunque se supone que el café corto es indefectiblemente fuerte), sí,  bien cargado y me adhiero al pecho y espalda el material correspondiente que hará realidad el, hoy por hoy, deseo más importante que albergo, de suerte que cuando salgo peso cinco quilos más de lo habitual, a causa de…, bien, del lastre de  uno de los explosivos más potentes que uno puede fabricar en casa con los conocimientos adecuados. Pienso, con rotundidad, que el sacrificio valdrá grandemente la pena.
Entraré en el edificio gubernamental como ayudante de un amigo periodista (no lo es, él cree serlo), que como la mayoría de los de su diario, es irrelevante que sea de derechas o de izquierdas, es un hijo de mala madre y no sabe de lo que habla o escribe, uno de esos pendejos que mancillan el buen nombre de los demás y a los que los nudillos podrían poner rápidamente por el camino derecho, como otros muchos perfiles que predominan en este país echado a perder. Pero ya se conocen las leyes de una democracia, por lo demás débil y capciosa como la suya.
Media hora antes del evento tomamos otro café en un bar que se encuentra en la misma plaza que la alta construcción y le hablo de fútbol, de la ridícula derrota del Valencia frente al Español, de que acabaré pasando de todos los deportes. Él asiente y reniega como lo que es, un cerdo, además fanático no sólo del juego.
Un policía nota algo sospechoso y se nos acerca, quizás que mi corpachón no rima con mis piernas de alambre. Le amenazo con hacer estallar una bomba, pero el tipo, quizás por ser novato o demasiado valiente, me descerraja todo el cargador y quedo convertido en un hombre lleno de agujeros.

Independientemente de las reiteraciones anteriores, también podría ser que el día referido saliese a la calle y me cayese un ladrillo en la cabeza, dejándome tieso… O que todo esto no sea verdad, o que lo esté pensando meramente en un duermevela antes de dormir profundo y que, quizás, otro lo haga todo en un lugar distinto, o al lado de mi casa o en un planeta desconocido. Qué sé… Puede ser.
Cualquiera de estos finales y variaciones podría ser válido, o unos cuantos más; sea el que sea, mañana se determinará.
Mientras tanto sigo con la cena.
No voy a decir si lo que he escrito es el final probable o posibles cloendas de este libro o será algo muy desemejante, Se trata, sin duda, de una solución terrible, de una situación muy desafortunada, de una experiencia indeseable e intransferible. Tal vez haya un final parecido, idéntico o completamente desacorde.
En todo caso, al que le interese, tendrá que continuar con este pliego para averiguarlo, para cerciorarse de la materia de la que está hecha tanta truculencia y, en el caso particular, como una vida, la suya, resuelve el conflicto. Está en manos de Cualquiera, otra vez mi querido aunque odioso Qualsevol, el personaje de estos tres libros.  En cierto lugar dice:

“Como un Cristo flotante, me veía a mí mismo y me iba derritiendo bajo la forma de un gran excremento, y de mi disolución (el mundo ya había desaparecido entre una nube inmensa de moscas) nacía un bosque inmenso y frondoso, verdes praderas infinitas, altivas montañas de cumbres nevadas y, ante todo, destellaba la belleza de un valle cerrado, donde proliferaba una vegetación conocida y exuberante, y vivían animales magníficos, y sobre todo ello destacaba un vocerío alacre, las voces de gente que vivía como uno y la vida se merecen, y escuché una a una esas voces de alguien, pero no estaba la suya, ni la tuya, ni la mía.”

Bien lo dijo el argentino universal, que se sentía un Adán out of Paradise. Somos muchos en esa comunidad invisible. Y, sin embargo…

Y, sin embargo, es mucho haber amado,
haber sido feliz, haber tocado
al viviente jardín, siquiera un día.
 
Jorge Luís Borges


Este podría ser el final de la presente novela, pero tal vez no sea así, exactamente así o quizá sea distinto. Sin embargo, el círculo parece cerrarse, pero hay que seguir la curvatura para conocer todo el anillo que, como la vida, es curvo y, aunque parece cerrado, no lo está, porque de él emana lo que casi todos deberían saber… ¿O tal vez no?
En todo caso, si lo que han leído hasta aquí ha sido de su gusto, sigan leyendo. En caso contrario, da lo mismo.
Comenzamos unos, otros se van.



Estarás de acuerdo conmigo en que todo esto es una deposición, ¿no? Si piensas lo contrario es que eres un descerebrado, un hijo de puta o un niño bonito que te pegas la gran vida con el dinero de papá o con el sudor de los que, directa o indirectamente, explotas: entonces, si no puedo ponerte la mano encima (que es lo más probable), espero que te mueras de un cáncer, tras una larga y horrible convalecencia.
Aún un hombre privilegiado como yo y que no posee una sensibilidad especial por los demás, no dejo de observar que hay demasiado sufrimiento donde podrían desarrollarse unas existencias normales, aunque fuera sin pena ni gloria. Cuando muchos se empobrecen, cuando miles y miles mueren sin remisión, es porque otros engordan y alargan con la extenuación de los otros sus vidas infames. ¡Ah, si pudiera disponer de ellos uno a uno, a mi placer!
¿Cómo me llamo? Morgano, don Lanzarote Morgano y en esta ciudad degradada que es Valencia, otrora rica y esperanzada, he llenado muchos contenedores con fiambres de tu calaña.
Búscame y me encontrarás, suelo ir por la zona de Blasco Ibáñez y la Plaza del Cedro, Xuquer y Honduras, aunque también me agrada dejarme caer por los Jardines de Ayora o por el puerto.
La nostalgia me ha dejado, en su lugar se quedó el odio que siempre, como el tigre, anduvo escondido entre los cañaverales los de mi vivir sinuoso y entreverado. Hace unos días que no pienso en los míos, en la casa, en la tierra y en las montañas, en los carboles tan queridos y los animales que fueroj como mis hermanos, que formaron parte de la familia y fueron enterrados en nuestras tierras, como hacen la gente de bien. También ellos tienen alma, vida por si alguno no sabe el más exacto significado del término. Y decir vida es decir mucho. Hay que estudiarlo, como muchas cosas importantes de nuestro caminar en este lado. En el otro, tenrá lugar de modo automático, pero no por defecto. Los hombres sin creencias son inferiores a las bestias (no expreso este vocablo de forma peyorativa, sino en el valor lingüstico y referencial inherente, puesto que tienen todo mi respeto y soy consciente de que somos, en general, peores que las bestias y alimañas más temidas o abominadas). Aún así, siguen mandando naciones y destruyendo este espléndido planeta azúl.
Hasta hace bien poco repetía un sueño, que como todo sueño es expresión de un miedo o de un deseo. Incluso hace pocos años escribí un cuento Olor a Hierba. En él escribía:
La nuestra era una casa alegre, muy grande y antigua. Tenía un hermoso jardín, con un emparrado pletórico de campánulas naranja. Había también un jazminero centenario y geranios y claveles, y muchas rosas que mi madre amaba y cuidaba con esmero. Era tan delicada como una flor, esa delicadeza que a la vida le gusta pisotear. Ella pasaba mucho tiempo en el jardín y yo estaba con ella, trataba de estar a su lado siempre que podía. Tuve una buena infancia y tardé mucho tiempo en perder la inocencia. Ahora huelo a desintegración. 
Sentado frente al ventanal, le echo ganas al día. A mi derecha, en el televisor, un tonto oficial habla de política. Aprieto el botón del mando a distancia, fuera, ya estoy harto. Aquí no importa si llueve o hace sol, pero hay demasiado calor para este tiempo en las calles, se achican los otoños y también los inviernos, antes acerbos. Afuera no se ve a nadie, tampoco se ven pasar coches. La calígine arrastra una tranquilidad que espanta.
Pienso en ellos, en mis amigos, en los años compartidos, en los reparos que siempre quedan. El amor lo hace el trato, no la sangre, no me cabe duda. Si fuera poeta, les dedicaría unos versos, que sí leerían. Por el trajín infatigable de nuestras conversaciones, el lazo de los hábitos compartidos, los lugares comunes. Tengo dudas sobre mis años mejores, que sin duda volaron para siempre. No fueron tan buenos como en ocasiones creo. Queda siempre el olor a hierba (también a tierra), sin embargo.
Yo tenía una casa antigua, hermosísima y vivo en otra, en la capital, la cual tristemente quizás abandone algún día. Antes no había nada de eso. Había más humanidad, una mayor esperanza, más confianza en uno mismo y en el mundo. En esta ciudad (por lo demás un claro reflejo del país), la vida social e intelectual se ha convertido exactamente en lo contrario de lo que siempre he considerado justo. Antes se creía en el trabajo y en la inteligencia, no como ahora, que el pillaje y la demagogia campan como ratas en un vertedero. Hay un verdadero extermino moral e intelectual bajo el manto negro del empobrecimiento galopante, surgido de un mundo de puro mercado, asesino de la inteligencia y de la libertad. La hermosa ciudad en que viví después de dejar un pueblo que se resiste al olvido, se ha convertido en un basurero de impurezas, de brutalidad y de abyección. He pensado mil veces en suicidarme, pero no tengo el valor suficiente. La ciudad es malsana para mí (quizás los que son como yo no estén bien en ninguna parte, pero me resisto a creerlo), desde hace años no he podido sentirme en casa.
Una música suave me llega desde el piso de arriba. Lamento mis pobres conocimientos musicales. También percibo leve la música de otro tiempo y triste miro la calle desierta bajo el mediodía.
Malo, muy malo. Ya no hay viejos bajo el sol.
La luna se harta de contemplar tanto mamoneo, borracheras y puterío.
Este mundo es de pronto un reto insoportable, como reto insoportable es vivir en ciudad de México. Tendremos mucho por platicar más adelante, querido Amador, me dice mi amigo Luís en una carta que dejo abierta sobre la mesa. Algo muy parecido me escribieron mis amigos de Paris y de Dublín. Se quejan del mundo y de su ciudad. Algo hay que hace sonar el cascabel.
Mis amigos y yo formamos un mundo aparte, un grupo de individuos disparejos que, no obstante, mantenemos importantes puntos en común. Formamos como un islote en el magma de esta ciudad que se diluye, de este país que se minimiza. Nos queda, pues, vivir y morir. Mientras tanto hemos conseguido un lugar donde, en alguna medida, ser libres, libres para pensar y para leer.
Por mis amigos el mundo se hace reconocible, pierde su anonimato. Sus caras y su afecto conjuran las sombras de la sinrazón y de la soledad. Gracias a esa sangre extraña que fraterniza conmigo, puedo descifrar ese vocabulario insólito y casi siempre irreconocible. Solamente la amistad y el amor –y la amistad es una especie de amor- puede reconciliarnos con el mundo. También consigue que el camino por las llamas de la vida sea más llevadero.
Esos libros que me rodean, apilados hasta la penumbra alta de las estanterías, me hacen la vida amable. Este sillón orejero es el timón del barco de mi tránsito por el mar amargo de la existencia, sus tripulantes aquellos que he querido y me han amado, casi todos han muerto, como muertos están todos esos escritores cuyas obras sé con exactitud en qué anaquel están de cada una de las bibliotecas de esta casa. Pienso en el Ulises y levanto la vista, ahí está; imagino El malogrado y el lugar donde se encuentra vienes a mí inmediatamente; la Ilíada aguarda donde siempre, cerca, solo tres pasos y alargar la mano, en el cuatro anaquel de la estantería junto a la ventana.  Sobre la mesita donde tengo el tabaco y el mechero, a mi derecha, se apilan, en extraño maridaje, los Cuentos de Poe, el Diccionario de Filosofía de Ferrater Mora y Malditos, la biblioteca olvidada, de Iván Humanes y de alguien a quien conozco bien. Aquí, entre estas cuatro paredes, en el espacio sellado de mi vieja casa, tengo cuanto necesito.
Desde muy joven he sido un hombre contemplativo. Detesto enérgicamente la aventura vital (entiéndase en su sentido más honroso, nada digamos de las banalidades del día a día). Con mis amigos me río y hablo, existe compatibilidad. De vez en cuando salgo de casa para cenar con ellos o tomar unas copas. No es raro verme ensimismado, envuelto en mis cavilaciones. Soy un escuchador, un ecouteur, uno que escucha, habla poco y actúa menos. Ellos, mis amigos, me conocen, me quieren a su manera y me aceptan sin reservas. Si quiero les hablo, si no, pues no, así de simple. Es gente que se distingue, claro está, por su tolerancia y por su inteligencia (no siempre van unidas), aunque en ocasiones suelen parecer a los demás personas antipáticas y reservadas. En este país, desde los poderosos a la plebe, siempre se ha odiado a la diferencia y si es en lo grande, más todavía.
Mis días han sido todo menos monótonos, no me he abandonado al ocio. Hay que mantener permanentemente activas a las neuronas, con una conversación, con un libro, con un mal pensamiento o una fantasía sexual o genocida, con aquello que le excite a uno. Por dicha razón, el mundo no me ha empequeñecido. La realidad existe apenas fuera de mí. Soy el centro de un mundo.
Cuando me despierto cada mañana, sé que vuelvo de la muerte o de algo muy parecido. Amanezco destrozado, muy cansado, pero sin ningún desasosiego; sé que he estado en casa. Solo cuando pongo los pies en la pequeña alfombra que hay junto a cama y después de lavarme la cara en el cuarto de baño, vuelvo un tanto a eso que llaman la vida vigil y, con ello, tomo conciencia una vez más de que estoy en el cementerio.
A las cinco de la tarde salgo a la calle. Tengo una poderosa sensación de extrañamiento, de Jamais vû, ante esta avenida de la que sí recuerdo el nombre. Cada vez me resulta todo más insustancial, más lejano. No me cabe duda, la verdadera patria del hombre es su niñez.
Vagabundeo por el barrio durante más de una hora y se me va yendo la sensación de desconexión, me hago con las cosas, mi cabeza vuelve a estar en su sitio. Me he tomado un café, he paseado hasta Manuel Candela y me he entretenido mirando el abundante escaparate de la joyería, he vuelto atrás, y me he sentado en un banco de la Plaza del Cedro. Hay poca gente, ya se nota el efecto del frío, ese frío extraño del atardecer y de la noche de una tierra que se va desertizando.
Soy Amador, me he dicho, un hombre tranquilo, muy tranquilo, con los nervios muy templados. He vivido mucho y también he pensado mucho; sobre todo he vivido porque he pensado. He tenido, desde joven, muchas ensoñaciones. Siempre recuerdo lo que he soñado. Ahora sueño sobre todo con mi antigua casa y con mi madre. Ambas han desaparecido. Pese a que el mal mundo se corrompe y hiede a mi alrededor, he conseguido mantener la calma. Pienso que también soy un buen hombre. Siempre he tenido energía para encarar la vida, pero ahora me siento débil y cansado.
-Un número solo implica intelección, nunca emocionalidad ni suerte –dice una voz cerca de mí.
Son dos jóvenes que acaban de sentarse en el banco de al lado. Ese podría ser el inicio de una conversación interesante si les conociera de algo, pero tampoco tengo ganas de hablar.
-Cuanto más humano te haces, más te apartas del montaje social, de toda la miseria cotidiana, y, por lo tanto, de los demás –dice el otro.
Bien, bien. Les miro, veintipocos, aspecto algo desaliñado, estudiantes seguramente. No serán felices, pero siempre podrán recurrir a la imaginación.
Vamos a ninguna parte, no hay futuro. ¿Qué espera la gente? ¿Dónde está el progreso? ¿Dónde se esconde la paz? Desde luego no detrás de un tanga o del ron con cola. Pese a las palabras manipuladoras de los prestidigitadores de los medios de información, el mundo se muere y el hombre se extingue. Ellos están apurando la copa sin pensar en los demás. Pronto no quedará nada. Pan y circo ahora, y después nada. Algo se agita en el nido de la serpiente. Ya lo dijo Shelley: no despiertes a la serpiente, a menos que sepas qué camino seguir.
Menos mal que acaban de llegar Martín y Pelayo y, como no les apetece sentarse y yo ya estoy cansado de estar aquí, nos vamos a dar una vuelta.
Valencia, como la mayoría de las ciudades y pueblos del país, es un burdel, una ciudad emputecida. Pocos años atrás, uno podía encontrarse con gente que hablaba sin mascullar, que poseía un vocabulario de más de cuatrocientas palabras, personas que mostraban maneras y corrección, y también e inevitablemente con más de un tipo lamido y frailuno. Pero la ciudad, el país casi, se ha ido convirtiendo en una excreta repugnante, en un lugar vacío de personas y de principios. No hay más que consumo, esa forma horrible de dilapidar el tiempo. Comer, beber y joder, quien puede, parece ser el tríptico deseado por la mayoría. Antes existía el áspero comercio prostibulario del puerto, con sus garitos oscuros y malolientes y también las putillas finas de la burguesa calle de La paz. Las putas gloriosas quedaban para los ricos. Ahora, con abrir el periódico, uno dispone de pisos de estudiantes jovencísimas, de casadas cachondas, de tías exóticas y mil variaciones más al gusto. Jovenzuelos, casi niños, se echan mano en las calles y se atiborran de cocaína. Pese a las mentiras oficiales, el SIDA medra y devasta.
    Aquella noche acabamos tomando unos tragos en el barucho de la esquina, un cubículo sucio y malsano, donde a altas horas de la noche, e incluso en la amanecida, una fauna infecta y variopinta descuelga su dudosa humanidad sobre el pringoso mármol para arrancar un tiempo más, una huída más, a la noche temulenta y malograda: un grupo de gitanillas batía palmas al son de El arrebato, un jerarca calé regañaba a una joven, su amante posiblemente, que lucía un ojo a la funerala; tres compatriotas con apariencia bastante normal se apiñaban junto a la barra, aparentemente sin pena ni gloria, y una jovencilla, rubia y de buen ver, se restregaba en una mesa con tres marroquíes. Normalmente la gente va a la suya, toman sin cesar, nadie se mete con nadie.
    Antes habíamos cenado en un restaurante cercano con dos chicas a las cuales Pelayo conoció la semana anterior, no sé dónde ni cómo o no me he enterado. Apenas cruzamos tres palabras francas y ya nos piden guerra. Martín, tan conservador como arrogante, no respondió, sin levantar los ojos de su entrecot con roquefort y Pelayo, con sorna, dijo que tan rápido resultaba cutre, que esperar una semana más añadiría un poco de “estética” al polvo. Creo que, en vez de “estética” dijo “romanticismo”, pero no lo podría asegurar. Ellas enmudecieron y apenas desplegaron los labios en lo que quedó de cena. Después desaparecieron apresuradamente. Ya no las volveríamos a ver, lo cual agradecimos. Después hemos alargado la sobremesa. Chupo como un cosaco.
No bebas tanto, me regaña Pelayo.
Había mucha gente cenando en el local, muy jóvenes la mayoría, muy colocados o borrachos. Gastaban su juventud, como una época dorada que hay que agotar, no como el proscenio de la adultez, como antes, cuando la gente trabajaba o estudiaba para formarse un futuro. Ahora simplemente no hay futuro. Muchos de ellos se pudrirán en el muladar de la droga y de la neurosis.
Después de cenar, siguiendo un rito pegajoso y consuetudinario, entramos en aquel bar. Ya íbamos por el cuarto cubata. Una tía grande, potente, tetuda, le arrimó a Martín los argumentos y la rubia bonita de los moros se me pegó disimuladamente, restregándose de manera inequívoca en tres ocasiones. Me hago el loco.
    Como el otro viernes, decidimos terminar la jornada en una discoteca, una cualquiera, del barrio, a cuatro pasos de donde estamos, un lugar impersonal, casi tenebroso, agobiante, donde una pléyade de buscones y cerdas se afanan como enjambre alcoholizado y acéfalo a la captura del alma gemela y zombi con la cual acoplar el destino hediondo de una nocturnidad venusiana e infame.
Acodado en la barra, envuelto por una música inconexa y estúpida, como salida de una jaula de grillos histéricos, me dejo llevar por imágenes que me parasitan la cabeza. A veces me veo como un antropólogo sideral estudiando in situ el comportamiento de una tribu de alienígenas dementes, o bien el artífice de una matanza, con una mágnum en cada mano, vaciando cargadores inagotables sobre la masa danzarina y gris. Vuelvo a la realidad y doy otro sorbo al escocés con cola. A Pelayo no se le ve, estará meando o dándose una vuelta por la sala, a la búsqueda de algún espécimen con el que saciar, al menos, el mirar calenturiento.
Entonces, una muchachita casi puberal se me acerca contoneándose y con voz atiplada me dice si quiero follar.
-No, es que soy musulmán. No como cerdo.
Creo que me ha entendido, porque ipso facto se aleja y acaba confundiéndose con la turba de bailarines, agitando la rubia y larga cabellera, moviendo como electrificada el cuerpo insinuante y adolescente. 
Me siento aliviado. A esas horas de la noche no me apetece eso y, además, por múltiples razones, no debo.
-Menos mal –me dice divertido Martín que lo ha oído todo-, igual se te hubiera caído la polla a trozos. 
Y estuvo un buen rato riéndose.
Después he estado pensando en una hipótesis de cosecha propia que me ronda la cabeza desde hace unas semanas. Se relaciona con la dudosa realidad del tan sobrevalorado amor, eso que en estos días (como el mal o el destino) parece diluirse en el albañal nacional. En más de una ocasión he pensado que una buena solución sería crear un Ministerio del Sexo. No es ningún disparate. Mediante una buena regulación, profesionales capacitados de ambos sexos se encargarían de satisfacer los deseos de los jóvenes que descubren su sexualidad. Así no se acumularían tensiones innecesarias y siempre castrantes, no habría represión. Solamente por este camino podríamos valorar en qué medida a los seres humanos nos interesa vivir en pareja, hasta que punto esa unción convencional es necesaria. Puede que ni siquiera nos enamorásemos, no sé. Tal vez solamente nos juntásemos para reproducirnos, bajo un adecuado apoyo y control social, quedando claro que como humanos no nos interesamos demasiado los unos a los otros, no más posiblemente que lo que me pueda concernir ese vecino desconocido, hasta que no lo conozca como persona. Evidentemente debería existir un gran diseño social para conseguir semejante objetivo, magníficos recursos de todo tipo, pero que personalmente desconozco, porque no me corresponde, pero sí hay o formaríamos expertos en diseño de culturas que podrían operativizar los pasos para conseguir dichos objetivos. Creo que acabaríamos, de una vez por todas, con esa tumba horrible que es el matrimonio.
Sí, se dirá que es una locura, pero yo prefiero hablar de utopía, ese tipo de utopía realizable si se dan las condiciones para que sea posible y hasta que algo semejante tenga lugar, nada se puede objetar en su contra. Sería un proceso con unos pasos previos bien diseñados, pero si no comenzamos a realizar algo parecido, continuaremos viviendo con una gran mentira, mal lo tendremos con eso que denominamos con la hermosa palabra (una de las más hermosas probablemente) amor.
De todas formas, pese a mis tres cohabitaciones, me cuidé de pisar el juzgado o la vicaría. Después de un tiempo, dicho sentimiento dudoso se esfuma, en la misma medida que disminuye la testosterona y aumentan las discusiones.
Al final de esta noche disparatada, en la amanecida, llego a casa menos cocido de lo esperable, pero muy abúlico, como pocas veces he estado antes. Me siento un tanto nervioso, cosa rara en mí. De súbito, el piso vacila, todo me da vueltas y experimento una fuerte oleada de calor y después, como si algo se rompiera en mis adentros, el mundo se apaga.
Ante esas imágenes heterogéneas que caóticamente se agolparon en mi cabeza, hace unos minutos, creo, me negué a admitir que estaba soñando. Solamente acepté esa posibilidad cuando, de manera extraña, las imágenes se unieron con un significado, que no siempre era lógico. Después, recordé retazos dispersos de mi vida, y tuve mayor certidumbre. Sin embargo, me resultaba insólita aquella forma de conciencia, demasiado real para ser un sueño. Sé que los sueños vívidos existen y que algunos son soñados sin emoción, pero esta extraña lasitud, una suerte de paz definitiva, casi absoluta, me desconcierta.
    Hay algo más fuera de mí y de las imágenes, de la cúpula de las ensoñaciones, algo que presumo apenas y que soy incapaz de definir: sonidos monocordes, una voz desconocida, olores desacostumbrados.
    Ahora veo una botella de vino blanco enfriándose en una cubitera, en el extremo de una mesa. Oigo voces, risas, el clamor inconfundible de una fiesta. No las percibo claramente, pero sé que hay varias personas reunidas, que comen y beben con gran placer, mientras se cruzan palabras amables y jocundas.
    El bullicio va en aumento, y alguien pone su mano en un brazo, toca un cuerpo que soy yo. Es Pelayo, le conozco, es mi amigo, y me dice malhumorado que me modere. Estoy bebiendo demasiado.
    Después, otro amigo, Martín, me dice (oigo perfectamente su voz y veo la melancolía de sus ojos):
    -Ya no tengo ilusiones. He vivido una vida, en la que no he hecho nada bueno, nada importante. Solamente quemé el tiempo que tuve. Para éste he sido tan solo una rémora.
    Entonces pensé que yo también era una rémora del tiempo, que meramente fui pegado a él. No había en ello ni luz ni color, nada interesante, un ser anodino gastando sin enjundia los años de su existencia. Esta conclusión no me hizo sufrir, porque sabía que era la regla general del hombre.
    Pienso entonces en lo que dijo un físico moderno: que el tiempo no pasa, es… Lo que sucede es que nosotros nos morimos, miríadas de decesos sobre ese telón de fondo que es el tiempo, que será percibido erróneamente como ligado a la vida en generaciones sucesivas.
    Ahora entreveo formas diferentes, que circuyen las imágenes. No adivino qué es lo real: un ser vestido de blanco y algo grande que cubren con una sábana, y que después sacan fuera. Cuando la puerta se abre oigo que alguien llora.
    Pelayo me está hablando otra vez, pero la conversación se ha sincopado. Tengo el recuerdo de una gran desazón, de un vahído, de que algo en mí se rompió definitivamente.
    En mi interior algo cesa, algo mengua, como el sonido agudo que percibo cerca, que va disminuyendo lenta pero indefectiblemente. Estoy en el proscenio de algo definitivo y no tengo miedo, por lo menos dejo de tenerlo pronto, apenas aspiro el olor a la hierba de mi tierra. A yerba y a tierra, el olor de los buenos días y de mi infancia.
    Ahora me siento estupendamente. Creo que estoy viviendo el momento más feliz de mi vida: veo a mi madre que viene hacia mí sonriendo, caminando lentamente por esa hermosa campiña, en la cual destaca un gran castillo y, detrás, en el límite del horizonte, columbro la bruma difusa de montes azulados.
Estoy seguro de que los volveré a ver y el encuentro será el que tiene que ser, pese al desenlace final de mi transcurrir por este terruño inhóspito. En lo alto estas cosas no tienen importancia. Lo mismo sucede en otos muchos asuntos que los hombres vigilan, controlan, cambian o gobiernan a su modo: la familia, la propiedad privada, el estado; el sexo, sobre todo el sexo (objetivo unánime  del poder, junto con el dinero) y hay un refrán en valenciano que reza. “Dels pecats del piu, Deu s’en riu”, es decir, de los pecados de la polla, Dios se ríe. Obvio.


Salvador Alario Bataller

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OBRA PUBLICADA A)CIENTÍFICA: 8 libros de Psicoterapia y Sexología (editorial Promolibro, valencia). 36 artículos especializados en diversas revistas (redactor de Cuadernos de Medicina Psicosomática y Psiquiatría de Enlace, www.editorialmedica.com, y los artículos y otros textos se relacionan en la web). B)NARRATIVA: “La conciencia de la bestia”, edición privada, finalista (de los 15 finalistas) del Premio Planeta de Novela de 1997. “La ciudad desvanecida”, relato seleccionado por concurso de la revista Escribir y Publicar en su editorial Grafein Ediciones, Colección Escritura Creativa, integrante del volumen de cuentos ASI ESCRIBO MI CIUDAD (2001). “Descensus ad Inferos”, lo mismo que antes, pero este cuento pertenece al libro de cuentos “32 MANERAS DE ESCRIBIR UN VIAJE” , Grafein Ediciones (2002). “Maltidos. La Biblioteca olvidada”, Iván Humanes Bespín y Salvador Alario Bataller, Grafein Ediciones, Barcelona, (2.006). "101 coños, Ilustraciones y breves" (2008), Carlos Maza Serneguet, Salvador Alario Bataller e Iván Humanes Bespín. Ilustraciones de Vanesa Domingo Montón, Grafein Ediciones, Barcelona. "Antología Iberoamericana de MIcrorelatos" (2008),coautor, Ediciones Lord Byron, Madrid (en prensa) La acre lácrima (2006), novela, en http://www.lulu.com/alario7 Un estudio crítico del Necronomicón Apócrifo (2006), ensayo, en http://www.lulu.com/alario7 Las aventuras carpatianas del profesor Exhorbitus (2006), novela, autoedición, en http://www.lulu.com/alario7 Astrum Argentum . La vara del mago (biografía novelada de Aleister Crowley) (2006), novela, en www.lulu.com, en http://www.lulu.com/alario7 El murciélago monstruoso (2006), novela, en http://www.lulu.com/alario7 Nunca volví de cuba (2007), novela, en www.lulu.com, http://www.lulu.com/alario7 Cuentos en www.narrativas.com: Espejos (2007), Los pequeños (2007). La angustia última (2008). Lo que trajo la noche (2008). OBRA INÉDITA: Las nocturnidades de don Arturo del Grial, (2002), novela. Los ojos del moro (2003), novela. El doctor amor y las mujeres (2006), novela. La trama sináptica (2007), novela. Historias de amor, muerte y trascendencia (2007), novelas (dos novelas breves relacionadas). Los estados intestinales (2007), novela. Cuando cazaba pelos (2008), novela breve Cuentos completos (1999-2008) Blogs: http://clinica-psicomedica.iespana.es http://alario1.blogspot.com http://undostrescuentos.blogspot.com http://undostrescuentos2.blogspot.com http://elloboylaluna.blogspot.com http://lasnocturnidades.blogspot.com http://nohaymentesincerebro.blogspot.com
 

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