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PSICOLOGÍA Y PSICOLOGÍA CLINICA ESPAÑOLAS: ¡QUIEN OS HA VISTO Y QUIEN OS VE, SOMBRA DE LO QUE ERAIS!
0 comentarios Publicado por Unknown en 11:30 a. m.NUEVO ESTUDIO DE CASOS
EN TERAPIA DEL COMPORTAMIENTO
Treinta años de experiencia
en Psicología Clínica y Sexología
(orientación cognitivo-conductual)
Salvador Alario Bataller
Doctor en Psicología
en
PERSONALIDAD, EVALUACIÓN Y
TRATAMIENTOS PSICOLÓGICOS
EuroPsy
Psychologist
EuroPsy
Specialist in Psicotherapy
Specified context: Clinical and
health
EFPA
(European Federation of Psychologists)
ÍNDICE
Introducción.......................................
p.7
Introducción………………………… p.11
Primera parte.
Estudios previos...............................p.15
Capítulo
1. Tratamiento comportamental de un trastorno por estrés postraumático: un caso
de violación -victima reciente…………… p.15
Capítulo
2. Terapia conductual de un trastorno por estrés postraumático crónico: un caso de
violación-victima no reciente……………… p.35
Capítulo 3. Tanatofobia: conceptualización, evaluación y tratamiento………………………p.57
Capítulo
4. Un programa conductual-cognitivo
para el tratamiento de la agorafobia con crisis de ansiedad…………..p.77
Capítulo
5. Revisión de la terapia psicológica
para el tratamiento del juego
patológico…………..p.95
Capítulo
6. Evaluación y tratamiento cognitivo conductual de la pena mórbida…………….p.113
Capítulo
7. Intervención cognitivo-conductual en la hipocondriasis…………….p.141
Capítulo
8. La muerte en sí: la consecuencia vital última y su impacto emocional………..p.173
Capítulo 9. Tratamiento de la
eyaculación precoz con una variante del modelo de masters y Johnson……..p.211
Capítulo 10. eyaculación
retardada………………………….p.225
Capítulo 11. Vaginismo………………..p.235
Capítulo
12. Fobia sexual…………….p.245
Segunda parte
Estudios posteriores……………….p.251
Capítulo 13. El acoso institucional o mobbing:
presentación de la evaluación y tratamiento en dos casos crónicos……….p.251
Capítulo 14. Tratamiento
conductual de un caso crónico de acoso moral, mobbing………..p.267
Capítulo
15. Tratamiento de pesadillas mediante exposición…….p.293
Capítulo 16. Tratamiento
cognitivo-conductual de un caso de pena mórbida en un caso de muerte de la
pareja (suicidio)…………
Capítulo 17. Tratamiento conductual
de un trastorno de celos patológicos………….. p.313
Capítulo 18. Tratamiento de un caso crónico de
adicción a Internet………p.331
Capítulo
19. Tratamiento de un caso crónico de adicción al sexo………………….. p.359
INTRODUCCIÓN
La publicación de esta obra coincide, a la vez que, en
parte, representa un sentido homenaje a la revista científica Cuadernos de Medicina Psicosomática y
Psiquiatría de Enlace, en su veinticinco aniversario, un tercio de una vida
como apunta en la Editorial entrante en
profesor D. Javier García Campayo, Presidente de la Sociedad Española de Medicina Psicosomática y director de
la revista. Por otra parte, constituye el testimonio de casi treinta años de
consulta privada en el campo de la psicología clínica y de la sexología.
Tengo el honor de pertenecer al Consejo de redacción de Cuadernos desde 1993 y, de hecho, un
artículo mío sobre evaluación y tratamiento de una agorafobia crónica (Alario Bataller, S. (1991a): Tratamiento
conductual de una agorafóbia crónica. Cuadernos de Medicina Psicosomática, 17-50-57.
Depósito legal: M-31.719-1986) fue el que inició la sección A propósito de un caso..., ilustrativa
de la praxis clínica de aquellos que nos dedicamos a la clínica privada o
pública. De hecho, gran parte de los artículos que se presentan en este libro
fueron publicados en la mencionada publicación científica. Debo agregar que mis
libros y artículos son trabajos científicos de referencia y en no pocas
ocasiones he sido de los profesionales más productivos, a veces el más, en
Psicología en la Comunidad Valenciana.
La falta de interés a causa de factores exógenos a la disciplina y mi vasta
producción literaria en novela y cuento (en 1997 fui de los 10 finalistas del Premio Planeta de Novela –que ganaron José Manuel de Prada y
Carmen Rigal- y figuro en alguna antología iberoamericana) me impidieron
dedicar más esfuerzos a la otrora “la ciencia del alma”. Como cabía esperar, en
literatura no hice ni fama ni dinero, pues soy poco amigo de las modas, de la
genuflexión, ni de las adherencias de prestigio o de poder. Factores ajenos a
mi persona hicieron que el proyecto se malograse, aun cuando había en vista la
realización de una película de La
conciencia de la bestia, mi obra finalista, y no pocos planes trazados. A partir
de cierta fecha del SXXI, ya no fue posible escribir libremente, tampoco en las
ciencias de la salud y la psicología es una de ellas.
Conocí la existencia de la revista allá por 1986, tal vez
algo después: los que mandaban en esta tierra que pisamos nos metieron en
comunidades mayores y sus mercados, y el desastre comenzó a expandirse
gradualmente por la piel de toro hasta el presente, un mal permanente que fue
haciendo mella en la sociedad y en la ciencia como parte de la misma. Se
hablaba de un plan urdido desde hacía tiempo y ese mismo tiempo acabó
constatando los hechos. Cuando realizaba la tesis de licenciatura (la defendí
en el 86 precisamente), no pocos profesores se quejaban del escaso interés del
estudiantado y de que desde sectores interesados se estaba saboteando la
excelencia. La realidad les dió plenamente la razón. A los de mi promoción y
otras cercanas en el tiempo nos rebajaron todas las Matrículas de Honor a
Sobresalientes, en la Tesis
de Licencitura se quitó la MH
por el Sobresaliente y el Summa cum Laude
del doctorado lo eliminaron por un Apto Cum
Laude. Promociones después, los volvieron a introducir, favoreciendo a
ciertos grupos seleccionados y acates del gobierno vigente. Así ha terminado la Universidad Española,
cuyo nivel actual es, de todo punto, más que lamentable (solo hay que ver el
puesto que ocupa en diversos rankigs
internacionales). Posteriormente se repartieron arbitrariamente títulos y
titulejos para devastar la psicología y repartirse entre pocos grupos los
beneficios posibles o probables de la profesión. Ya desde el 82 la democracia
se había degradado a demagogia, y así seguimos, para mal de muchos (no solo
psicólogos, sino sobretodo pacientes) y beneficio de pocos. La censura y la
represión baja las albas alas de la democracia fue eliminando a los mejores y
quedó lo… innombrable. La sombra amenazaba desde el norte, parafraseando a
Tolkien, y no solamente desde el septentrión: en muchas cosas hemos ido en
peoría, aunque también se han dado progresos, hechos encomiables, ejemplos a
seguir, y esta publicación sobre salud mental es buena muestra de ello. No
obstante, como decía Paul Valèry, el futuro ya no es lo que era y los pocos
progresos que se consiguieron en el desastroso siglo XX, según Hessel, parece
que van perdiendo indefectiblemente en el aciago XXI, marcado por el vacío
ético, el consumismo voraz y las mentiras mediáticas. Vivimos en un mundo donde
priman las marcas y no los valores; dice un viejo adajio chino que cuando el
dinero habla, la verdad calla (y el dinero, recuérdese, indefectiblemente es de
pocos e indisoluble del poder que, de una forma u otra, siempre es
violencia)... Políticos y determinados grupos de poder se instalaron en
universidades y colegios profesionales (y en otros sitios de influencia), con
lo que en las ciencias de la salud y concretamente en psicología se cercenó el
auténtico progreso y los que quedaron no son todos los que debieran estar, ni
lo que se hace es lo que debiera hacerse o, cuanto menos, podría hacerse mucho
mejor y sin omisiones.
En el anterior contexto vivimos y, dejando ya estos
asuntos patéticos, pero importantes, añadiré unas notas sobre la situación
actual de la terapia del comportamiento. Mucho se hizo en la segunda mitad del
pasado siglo (y muchísimo, antes), poco y casi todo deleznable en el actual,
donde brotan como setas pseudopsicologías de muy extraña naturaleza, refritos
de teorías y técnicas anteriormente mejor pergeñadas, y eclecticismos faciliones e incongruentes, que mezclan, con frivolidad, datos de la neurología
con principios de filosofía budista, y otras más. También hay psicologías que
ni lo son, omisiones, censura, e intenciones de hacer pasar por apodíctico lo
que es meramente hipotético. Afortunadamente la terapia cognitivo-conductual -y
poco más, aunque parcialmente- se ha mantenido firme en su buen hacer
científico, si bien no con la calidad e intensidad de años anteriores.
Prosiguiendo con el tema que nos ocupa, mucha verdad hay en el texto del
profesor Vallejo-Pareja, en el referido número de Cuadernos, en su editorial
invitada Desarrollos actuales de la
terapia de conducta, o terapia cognitivo conductual: ¿Evolución o revolución?
Sin embargo, en ciertos asuntos, mi postura no tiene su optimismo; pienso que,
desde hace años, no hay ninguna evolución significativa y mucho menos
revolución, por el momento. “No hay nada nuevo bajo el sol”, poco sostén
empírico en las nuevas propuestas y, como en toda ciencia, más de una mentira
motivadas por intereses varios. Veremos lo que da el tiempo.
En principio este va a ser el primer volumen de dos. En
el presente, los artículos forman, tomándole la expresión al gran argentino,
una variada silva de lo publicado durante muchos años en varias revistas
profesionales, aunque la mayoría, como quedó dicho, lo fueron en Cuadernos. A decir verdad, hay una
ordenación cronológica que subsume temas como las víctimas de violación,
disfunciones sexuales (en su mayoría las menos frecuentes o que se ven poco en
consulta), agorafobia, hipocondriasis, fobias, celos patológicos, pena mórbida,
mobbing y otros muchos, entre ellos
los de más actualidad, como adición a la red y al sexo.
Salvador Alario Bataller, Valencia, enero 2.013.
DEL AMOR: CUENTOS CRECIENTES: Don Juan de los pasos tristes
0 comentarios Publicado por Unknown en 7:48 p. m.
DON JUAN DE LOS PASOS
TRISTES
A Gustavo Adolfo Becquer, in memoriam.
Juan, Don Juan, arrastraba su figura cenceña por la
calle triste.
Al final, después de deambular sin rumbo fijo durante
un buen rato, se acercó a una terraza concurrida y en la mesa más alejada del
bullicio se sentó. Apenas le mostraba la luz de una farola y temió que el
camarero no le viera. Pero al poco había un vino blanco entre sus manos.
Ay..., suspiraba. Antes nada era así.
Alcohol, drogas, proxenetas, viejas suripantas, vagos,
delincuentes y mucha juventud echada a perder. Dolor, vacío, cosas rotas.
Y el amor, ¿dónde está el amor?, se preguntaba.
Este siglo veintiuno huero y desabrido.
La gente iba y venía, se agitaba, cerca de él, en su
tóxica alegría, como una nube de moscas.
Con lo que he sido, se lamentaba, y arrastraba después
un gemido quedo, doliente y profundo, en su rincón triste.
De vez en cuando alguien reparaba en su presencia, lo
sabía, pero no se molestaba en levantar la vista, tan ensimismado y abatido se
sentía.
Ay, ¿quién me querrá?, suspiraba, llevándose la copa a
los labios, en aquella terraza solitaria y triste, un lugar cualquiera, en un
barrio sin importancia, en un mundo incomprensible y deslavazado.
No había ni julietas, ni beatrices, ni Eva, ni la
misma Venus, en su pecho quebrado, en su alma triste.
¿Quién más que tú?, pareció susurrar en torno la
noche, pero Juan, Don Juan de los pasos tristes no lo oyó... Algo pareció
rielar apenas en su mirada aguanosa, pero no, nunca caían las lágrimas de los
ojos de don Juan. Tan triste estaba que ya no podía llorar. Sin embargo, su
corazón era una rosa ensangrentada.
Nadie como tú, otra vez.
Un músico pobre, una moneda meñique, una vieja
melodía, sus arpegios evocadores, quizás.
Ay, suspiraba.
Una pareja de enamorados, palabras suaves, cogidos de
la mano y el aleteo de un te amo, que no de un te quiero..., quizás.
AMADOS HIJOS
Esta es una historia real,
acontecida en este siglo veintiuno que se despliega ante nuestro estupor con
los peores presagios y las más horripilantes consecuencias.
Después de un matrimonio en el
que reembarcó por la presión de su madre, m
i amigo Octavio tuvo cuatro hijos, dos niños y dos
niñas, y los tuvo, me
ratifico, porque ella quería (él no o no tan pronto, porque la familia tenía
buen pasar y porque llevaba medio pedo
en el sufrido intercurso).
Era un hombre culto y cabal, y
pese a sus esfuerzos por hacer de sus vástagos personas cultas y, sobre todo,
de bien, uno le salió borrachín, el otro farlopero, ninis ambos, y las otras
Punki la morena y Skin la rubia y andaban a tortazo limpio día y noche, también
amantes superlativos de la cerveza de lunes a lunes y del dolche far niente. Octavio maldecía cada día la globalización, el
capitalismo salvaje, el siglo tocante y muchas cosas leprosas que no me
molestaré en detallar, dado que cualquier paisano con más de dos neuronas puede
adivinar con facilidad.
No hicieron nada en la
universidad y siguieron perreando de mil maneras y él, aunque les prometió en
un principio que a esos haraganes no les faltaría en su casa un trozo de pan y
una cama, acabó yéndose de este albañal y ahora vive en paz en un país más
digno.
Buen hombre mi amigo Octavio,
pese a amenazarlos alguna vez con soltarles dos tortazos o mejor agarrar el
vergajo o entregárselos al mendigo. Como en muchos casos, los políticos y
banqueros lograron que los buenos abandonaran el país y se quedase la morrala,
que abunda y apesta.
Yo, aun siendo ácrata-trotskista
(bien puedo serlo, ya que la fortuna más grande del mundo afirma ser
comunista), en su caso temo lo que hubiese llegado a hacer.
Ah, rediez, me olvidaba del
mejor, de Jonasín, del benjamín, angelico. Ya de muy pequeño era bello como un
querubín y apuntaba luces, pero a los diez años un mal viento lo llevó a pasar
los restos intramuros frenopáticos. Desde entonces, ya con los casi treinta a
cuestas, se almagra ora peinando muñecas ora cazando grillos dorados en sus
nebulosa imaginación. No sé si en condiciones normales hubiese llegado a ser
algo, pero el malogro lo aherrojó de la manera más funesta y me temo que de por
vida. Bendito sea.
DEL AMOR CUENTOS CRECIENTES: LA RED ME HABLA DE AMOR
0 comentarios Publicado por Unknown en 7:34 p. m.
LA RED ME ENSEÑA AMOR
“Diré apenas cuatro palabras
sobre eso que llaman cándidamente amor.
Primero: el amor es un cuento
chino.
Segundo: sí que existe un estado
mental (psicofisiológico realmente) que podemos denominar enamoramiento (en
realidad es enchochamiento, que algunos han calificado de enfermedad mental;
pienso que tampoco tiene porque ser así)
Tercero: cuando nos enamoramos de
una y no de veinte (y siempre de la más inconveniente) el gris común comenta
que el amor tiene algo brujo, magnético, mágico, que la razón no comprende.
Cuarto: lo anterior es una burda
mentira, lo que sí existe es una atracción más fuerte por unas hembras que por
otras, lo cual es una mera cuestión biológica (etológica). En suma, hay mujeres
que nos atraen sexualmente con una intensidad especial, con todos sus
correlatos psicofisiológicos. Ante tal estímulo, encendidos, nos acercamos y
después nos podemos sentir enamorados.
Quinto: esa atracción se une
patéticamente al cuento que nos han metido en la sesera desde niños: el amor,
la princesa, la doncella, la maravilla, la eternidad, crecerás y te enamorarás,
espera y verás, que uno está como en un sueño, que se le para la respiración,
que la vida se tiñe de un color diferente (rosa, se dice) y, además, fueron
felices y comieron perdices, la
Bernardette de la Chochette y todo lo que sigue, un pérfido
condicionamiento educativo que nos lleva a la creencia de que algo así existe y
es maravilloso.
Sexto: consecuentemente, nos
sentimos primero excitados y segundo nos creemos enamorados. En ciertos
momentos históricos, lo primero sin lo segundo indicaría que estamos enfermos
(no siendo así, claro).
Séptimo: si el amor se hubiese
condicionado a la alcachofa, le hablaríamos amorosamente pero no nos pondría
cachondos. Ergo, lo más relevante y
primigenio es pues la atracción sexual, lo importante es la mujer, no la
alcachofa.
Octavo: por eso (la educativa
maquinación inicua referida) el sexo se une al amor y algunos dicen que la
sentimentalización del sexo es una evolución en la conducta sexual humana.
Noveno: lo anterior puede ser
cierto, aunque el resultado es la esclavitud de una parte (o de las dos,
depende) y la seguridad de otra, mientras dure.
Y finalmente:
Décimo: además de sexo usted
puede enamorarse: piense siempre que es su biología lo que, en primer lugar, le
empuja y, en segundo, ya se apañará, porque el problema es enteramente suyo.
Desde luego, los cuentos de hadas
y las historias de amor me gustan y soluciones tengo algunas para los puntos
más frágiles de ése, muchas veces, doloroso sentir a dos. Pero lo dejaré para
otro momento.”
Perales Cabanilles i Bohigues,
2008, Hojas roñosas en el fondo del
bolsillo de mi pantalón (ensayo inédito).
Papel encontrado por mí
casualmente en la papelera de un café. Sin más comentarios.
A la mañana siguiente colgué el
texto en la Web,
de cochinadas, de un amigo y, al poco tiempo, apareció este comentario como
respuesta:
“Eugénie
dijo
Oloooo
Hojas sabrosas:
Unas palabras sobre eso:
1) El amor es un cuento divino.
2) Enfermo es el que sufre,
dichoso el que ama.
3) El corazón tiene razones que
la mente no comprende. Brujo, brujo...
4) El sexo es la sonrisa del
alma. El Amor es la boca que la pinta. Un polvete sin Amor es como la meadilla
que echas en cualquier momento. Puro desahogo fisiológico. Cuando acabas sólo
te queda la sensación de que algo se quedó vacío.
5) Existen, existen las paradas
respiratorias y los sofocos extremos que pintan de colores toditas las horas
del día. Rosa, azul celeste, rojo pasión... ¿Quieres más? Merveilleux mon Amour.
6) Amor implica excitación.
Excitación no siempre sexo
7) Una alcachofa con hojas rojas,
tallo esbelto, cáliz verde, espinas y olor fragante… una rosa, simple rosa,
puede enamorarte. Intenta pensar en lo sublime y tal vez entiendas que para
sentir así, no hay que estar enfermo.
8) Que sexo y Amor pueden ir
revueltos pero uno y otro pueden existir por separado. ¿Qué es lo que sientes
por tu madre, o por tu hermano?
9) El verdadero Amor no tiene más
cadenas que las de la entrega mutua. El resto son ataduras impuestas en su
nombre.
10) Primero puedo enamorarme de
su alma y después quizá llegue el desenfreno y la locura de desearlo.
Tal vez aún no hayas AMADO”.
Como cabía esperar, cada uno
tiene su enfoque, Marte y Venus, cada género. Pero solo ellas se creen con la
capacidad de amar (amar de verdad, entiéndase).
ARMANDO
Y SU PAÍS MULTICOLOR
Armando era un buen tipo, si bien
hubiese podido ser mejor, pero ante todo amaba su país, su país multicolor y
eso que no había una abeja bajo el sol, ni mucho menos la abeja Maya. Era, eso
sí, con toda la expresión de la palabra (aunque eso depende de la calidad del
país que uno habita), más que lerdo simple, un engañado sistémico, un buen
ciudadano.
Era
una nación tan leve, tan tranquila, tan democrática, que por todo ello no era
precisamente un país. Liviandad, cuidado al ciudadano, urbanidad, bonhomía eran,
pues, tan solo una apariencia, una vil añagaza.
Sea como fuere, la gente iba a su trabajo, vivía su
tiempo de asueto con aparente felicidad, entendida ésta siguiendo al ínclito
alemán,como
ausencia de dolor y de aburrimiento. Sí, eso parecía.
Había
pocas vacaciones porque trabajaban mucho, labores gratas y formativas decían.
Las farmacias expedían a espuertas psicoactivos mil y la policía era una
presencia común en cualquier rincón urbano o rural. Los medios de comunicación
se prodigaban en machacar con la idea de la bonanza del país.
En
cada ciudad, en cada pueblo, en la plaza más destacada, se erguía una famosa
estatua renacentista y al pie se leía “El enemigo por antonomasia, un hombre
con un par de cojones” (ni hablar de los de cabezas bien amuebladas), y en
algunas colinas descollaba la soberbia imagen de un toro bravo, negrísimo como
la noche, eso sí despelotado.
INTRODUCCIÓN
El libro que forman estas
historias trata sobre el amor y como lo contrario del amor no es el odio, sino
la indiferencia, también va del segundo. Hay en el odio bastante que nace del
amor, un vestigio malsano, un afán genocida.
Dicen, los unos y las otras, que
el amor es una experiencia única y maravillosa, pero también que hay muchos
amores y proteicos, buenos, malos, excelsos, que matan, etc. Algo de todo ello
hay en estas líneas, pero fundamentalmente la constatación de que lo inicuo que
tenemos que sufrir en este mundo traidor deviene de la degeneración de un
principio positivo. Hasta el amor más grande puede convertirse en odio dadas
determinadas circunstancias. Los factores generatrices y mantenedores son de
laya diversa, como los pobres sufridores, pero ya no diré más al respecto, por
desgana y tedio.
Algunas historias, que no se circunscriben
solo al amor humano –posiblemente poco recomendables para más de uno-,
pertenecen a otras obras ya editadas y los hay también originales, en torno al
tema que nos ocupa.
Que cada cual se aplique el
cuento; otra cosa es que se lo crea. Algo hay, me dijo un amigo, que parece unánime y es relativo a que el amor
acerca a una coyunda que, para a no pocos, lleva a la cárcava. Evidentemente
siempre existen excepciones encomiables.
DEL AMOR: CUENTOS
CRECIENTES
DON JUAN DE LOS PASOS TRISTES
Y otras historias de amor
(más o menos)
Texto
de Salvador
Alario Bataller
Ilustraciones en pastel de
Juan Ramón Fuentes González
Valencia, 2.012
DON JUAN DE LOS PASOS TRISTES
Salvador Alario
Bataller, 2.012
A Gustavo Adolfo
Becquer, in memoriam.
Juan, Don Juan,
arrastraba su figura cenceña por la calle triste.
Al final, después
de deambular sin rumbo fijo durante un buen rato, se acercó a una terraza
concurrida y en la mesa más alejada del bullicio se sentó. Apenas le mostraba
la luz de una farola y temió que el camarero no le viera. Pero al poco había un
vino blanco muy frio entre sus manos.
Ay..., suspiraba.
Antes nada era así.
Alcohol, drogas,
proxenetas, viejas suripantas, vagos, delincuentes y mucha juventud echada a
perder. Dolor, vacío, cosas rotas.
Y el amor, ¿dónde
está el amor?, se preguntaba.
Este siglo
veintiuno huero y desabrido.
La gente iba y
venía, se agitaba, cerca de él, en su tóxica alegría, como una nube de moscas.
Con lo que he sido,
se lamentaba, y arrastraba después un gemido quedo, doliente y profundo, en su
rincón triste.
De vez en cuando
alguien reparaba en su presencia, lo sabía, pero no se molestaba en levantar la
vista, tan ensimismado y abatido se sentía.
Ay, ¿quién me
querrá?, suspiraba, llevándose la copa a los labios, en aquella terraza
solitaria y triste, un lugar cualquiera, en un barrio sin importancia, en un
mundo incomprensible y deslavazado.
No había ni
julietas, ni beatrices, ni Eva, ni la misma Venus, en su pecho quebrado, en su
alma triste.
¿Quién más que tú?,
pareció susurrar en torno la noche, pero Juan, Don Juan de los pasos tristes, no
lo oyó... Algo pareció rielar apenas en su mirada aguanosa, pero no, nunca caían
las lágrimas de los ojos de don Juan. Tan triste estaba que ya no podía llorar.
Sin embargo, su corazón era una rosa ensangrentada.
Nadie como tú, otra
vez.
Un músico pobre,
una moneda meñique, una vieja melodía, sus arpegios evocadores, quizás.
Ay, suspiraba.
Una pareja de
enamorados, palabras suaves, cogidos de la mano y el aleteo de un te amo, que
no de un te quiero..., quizás.
Pero todo le
parecía amenazante: la extraña gente, los tenues celajes del cielo, la noche
que se espesaba.
¿Quién me amará?,
se lamentaba Don Juan, el de los pasos tristes, él, que había encontrado el
amor en un rayo de luna.
Y entonces, Don
Luís, su Ángel de la Guarda,
el más cachondo y zascandil entre los de su especie, le espetó al oído: “Ya
vale, Juan, con tanto suspiro y tanta leche que, teniendo en cuenta los tiempos
que corren, ya estás bien como estás.”
Etiquetas: Breve, Cuento, Salvador Alario Bataller
Aquel día en la vida de
Antoñito Melero Infante
Si había en la
provincia diez personas mimadas por la diosa Fortuna, una era, sin duda, el
jerarca de los Melero Infante. Su familia siempre había tenido muchísimo
dinero. De hecho, de joven había vivido en un palacete en el centro de la
capital; la casa la atendían seis criadas y su padre tenía cochero uniformado
que lo llevaba acá y acullá al requerimiento de sus negocios o a la molicie de
sus queridas. Además estaban las empresas, las fincas agrícolas, los montes, el
náutico, los solares y el piso en París.
Ahora, don Juan
de Dios, el doctor Melero, el patriarca, seguía siendo muy rico, pero los
tiempos –el degenerado siglo XXI como se hartaba de decir apretando los
dientes-, no se prestaban para las pasadas ostentaciones. Además, obsesionado
por el poder y el dinero, más que por la verdad y los ideales, había
aprovechado el talante de la época para constituirse en uno de los máximos
representantes de un destacado partido de izquierdas, razón añadida por la cual
no se debían exhibir en exceso laureles y oros. Entre los íntimos, todos sabían
que odiaba ampliamente la permisividad de la democracia, la anuencia con los
males, múltiples y mestizos, que devastaban la vieja Europa y la madre patria.
Pero todo ello era capaz de soportarlo, siempre y cuando se bañase en lujo y
poder, y mandase en su casa y en la facultad como un rey de taifas. Por lo
demás, la familia seguía viviendo en el palacete, pero solamente un jardinero y
una vieja ama de llaves se ocupaban de atenderles.
A los treinta
años, titular ya de la cátedra de Medicina Legal y Forense, se casó con Elisa,
la unigénita de otra familia pudiente de la ciudad, la cual le dio cinco hijos,
muriendo en el último alumbramiento. Quizás sintiese la pérdida, pero don Juan
de Dios siguió impasible el camino de su vida, ahora con la fortuna engrosada
tras la muerte de su cónyuge. De los chicos se ocupó la referida ama de llaves
-sobre todo de Antonio, el menor-, mujer buena y diligente que hizo, hasta
donde pudo, y bien por cierto, las labores de gobernanta y de madre putativa.
Teniendo a gala
su condición de católico, apostólico y romano (lo de la política sucedería
bastantes años después), el doctor educó congruentemente a su progenie, para
convertirlos en hombres rectos y destacados; pero sobre todo, siempre que podía
se ufanaba que los Melero Infante, de su amplio conjunto de cualidades,
destacaban por tres condiciones fundamentales: cabeza, bolsillo y cojones.
Nuestro hombre nunca se planteó aquello de la bondad, la caridad, la piedad o
la justicia, pese a ser también virtudes cristianas. Sea como fuere, lo
importante aquí estribaba en que el padre se infatuaba de sus cinco sementales,
de los Melero, a cada cual más hombre, a cada cual más macho, a cada cual más
animal.
Por su parte, los
hijos obedecían al padre no por voluntad decidida o convicción plena, sino más
bien por temor a su inmensa figura, a su carácter granítico. De esa suerte,
cualquier petición suya era una orden, para cualquier determinación de su parte
no había más que aquiescencia, feliz en alguna ocasión, como el ritual de
convertirse en hombre, al cumplir la edad debida. Así, cada uno de los hijos
tuvo su primera vez ante el altar de Eros en la Casa Rosa, un burdel de
lujo a las afueras de la capital, apenas les salieron dos pelos en el escroto.
En cualquier
persona normal, el sexo excesivo acaba convirtiéndose, con el tiempo y con la
misma hembra, en un trabajo de galeote, pero don Juan de Dios, además de variar
la yegua, parecía dotado de un brío sobrehumano, el cual esperaba que heredasen
todos sus hijos, sin excepción, desde el mayor al benjamín. Primero estaba el
poder, después la mujer, tal era el lema de la familia, el oro y el coño.
Así pues, cuando
la testosterona empujó, los Melero Infante fueron cumpliendo con un rito
familiar, que se llevaba a cabo desde tiempo secular. A decir verdad, el
ilustre médico no tenía noticia cierta de cuál Melero inició aquella masculina
tradición, pero lo tenía como uno de los más altos representantes de su árbol
genealógico. De buena gana los cuatro primeros cumplieron y ninguno de ellos
tenía los quince cuando degustaron los placeres arrebatadores de la carne. Con
todo, se estaba acercando el turno para el menor, el Antonio, el cual parecía
más lento en crecer, menos recio en el porte. Viéndole, de vez en cuando, una
sombra apagaba la mirada del padre, sobre todo en alguna singular observación,
que se obstinaba siempre en arrumbar.
Sin embargo, le preocupaba grandemente que no fuera tan peleón como los
demás hermanos, tan orgulloso, que se mostrase menos pagado de su estirpe
superior, que fuera menos destacado en los deportes violentos; le disgustaba su
corazón amable y conciliador, sus perfectos modales y, sobre todo lo demás, el
que fuera tan extremadamente elegante y bello.
Cuando el
Antoñito tuvo la edad, más tardíamente que los otros hermanos, don Juan de Dios
se lo llevó compuesto y perfumado a la Casa Rosada, para que se hiciese un hombre. Entre
temeroso y divertido, el chiquillo se dejaba llevar como alelado, sin llegar a
adivinar de qué iba todo aquello. Una vez en el local, patriarca y serafín se
encontraron con Pedro, el primogénito y con Juan, el segundo, que ya eran
habituales en aquellas geografías y, como la cosa más natural del mundo, inflaron
aún más la fiesta entre tragos, palabras fuertes y cruzadas miradas de
inteligencia. Atolondrado, el pequeño se preguntaba qué hacía allí y de qué
planeta habían venido aquellas mujeres pintarrajeadas y medio desnudas.
Llegado el
momento, el padre se lo llevó arriba, a una habitación enorme, con cama
adoselada, donde desnuda y plácida se ofrecía la Juana, una muchacha del
norte, experta en estrenar primerizos.
-¡Anda Antoñito,
no te quejarás! ¡Venga, fóllatela! –le azuzó su padre, rojo de excitación.
Pero ante
aquellas carnes generosas, lo que el cuerpo del niño le pidió, o mejor sus
piernas, fue escapar corriendo, a cien por hora, gritando aterrorizado, como
alma que lleva el diablo, dejando a sus espaldas un viejo pálido y
desconcertado, y (nunca adiviné exactamente el porqué) el aúllo gallináceo de
la mujer, la cual se había quedado sentada en la cama, los ojos como platos,
las grandes pechos subiendo y bajando tratando de recuperar el aliento.
El Antoñito
anduvo tres días escondido, como quien huye del látigo inclemente, hasta que lo
encontraron en el lugar menos esperado y obvio, en el ático de la casa,
estragado por el pánico, el hambre y la sed. Aunque la anciana ama de llaves
trató de evitar el desenlace, don Juan de Dios buscó remedio al conflicto a su
manera: con fuertes correazos aplacó la supuesta indecisión del muchacho,
castigó su gran desobediencia llevándolo cada día a la casa Rosada, donde
jornada tras jornada se repetía lo mismo, el terror, la huida y las palizas. Al
final, don Juan de Dios lo dio por imposible, ignorándolo por completo, sin
dirigirle la palabra, sin prodigarle la menor atención. Sin embargo, humillado
y herido en el alma, lo que más le
desconcertada estribaba en que no se
achantase ni un ápice ante el odio enorme que destilaba su mirada. No se
resignaba, empero, a dar el caso por perdido. Después de un tiempo, renunció a
los varapalos, pero mantuvo la humillación y el rechazo.
-¡Hijo de la Gran Babilonia!
¡Marica! –le espetaba el viejo cada dos por tres y después seguía despotricando
con la mirada encendida y las mandíbulas prietas.
Pero aunque el
padre lo doblase a correazos primero y lo despreciase abiertamente después para
quitarle el miedo hacia el bello sexo, Antoñito nunca cedió. No sufrió tanto
por el desdén de su padre ni aún por el previo fuego de la férula, como por
aquello que se iba tornando en certidumbre surgiendo con el tiempo desde la
penumbra de su alma, contra lo que por aquel entonces trataba de luchar, que
veía como una naturaleza desatinada. Pero el tiempo fue fraguando las
convicciones, forjando una determinación y, de esta guisa, una mañana, cuando
el ama de llaves subió a la habitación a despertarle, encontró la cama de
Antoñito hecha y una carta que encerraba una inevitable despedida.
Durante un
tiempo, el padre se volvió como loco y lo buscó por la ciudad y por toda la
provincia, hasta que desistió, vencido y amargado. Durante dos años el viudo
infame renegó de su hijo menor, afirmando que sus hijos eran cuatro y no cinco, que el menor había muerto,
prohibiendo tajantemente que se hablase de él. Así se hizo, pero su cabeza
autoritaria maquinaba planes y unos meses después le pudo la rabia nacida de la
pérdida de autoridad, de aquella intolerable desobediencia. Por esta causa,
contrató los servicios de un prestigioso detective para que diese con el
paradero del hijo canalla y desagradecido. Lo arrastraría de nuevo a casa y
esta vez sí lo haría un hombre, un Melero, aunque se dejase el cuero de mil
cinturones en el empeño. Entonces echó cálculos. Antoñito tendría ya los
diecinueve, pero daba lo mismo, porque un padre siempre mandaba, un padre
siempre debía ser obedecido.
Por el detective
supo de la ciudad y de la calle donde vivía el hijo desobediente, en una ciudad
principal del país, a casi cuatrocientos kilómetros al noroeste. Así que, una
madrugada, apenas el gallo cantó, don Juan de Dios, enfundado en un traje gris,
con fulgente corbata de seda italiana, subió a su Jaguar y enfiló en dirección
a la nacional. Si briosa y grave fue su partida, su vuelta fue alicaída y
silente. Con la apariencia de un hombre envejecido prematuramente, dos semanas
después, abrió la puerta principal de la casa, representando el signo vivo de
la tristeza, de la derrota y de la desesperación; de ahí en adelante, su
existencia fue una caída indefectible, ante la cual nada pudieron hacer los
mejores médicos del país. Su vida se apagaba como la llama en el pabilo de un
cabo de vela.
Los hijos y la
gobernanta, viéndolo tan mal y atormentados por la incertidumbre, se le
acercaban para consolarlo, pero no sacaron prenda, sino que el viejo se los
quitaba de encima con palabrotas, agravios y aspavientos. Al final, optaron por
comunicarse con él cuando lo demandase. Poco después don Juan de Dios abandonó
sus labores académicas y profesionales, y se encerró como un viejo hurón en su
alcoba, de la cual solamente bajaba a la hora de comer, cosa que hacía solo,
después de sus hijos, que ya daban el caso por imposible. Siguió, pues,
taciturno y resabiado, sin hablar a nadie del motivo de su melancolía, hasta
que el sufrimiento le fue sajando el hilo de su vida, hasta que una madrugada
la vieja criada lo encontró muerto en la cama con el rostro desfigurado por una
horrenda mueca de asco y estupor. Acababa de cumplir los sesenta y parecía una
vieja momia centenaria.
El entierro se celebró con gran prosopopeya. Grandes
personalidades de la política, del arte y de las ciencias acudieron a los
oficios fúnebres para despedirse del prócer. La misa la ofició el obispo en la
catedral y alguien dijo que, entre las altas dignidades, estaba el presidente
de la nación y el mismísimo Papa de Roma. Ya en el cementerio, los hijos, de
negro riguroso, alineados como una escuadra militar, fueron recibiendo sentidos
pésames y no pocas condolencias fementidas. Todos se les acercaron y graves los
rostros les estrecharon las manos, todos menos aquella joven desconocida,
despampanante, enfundada en su traje blanco, el rostro bello apenas insinuado
bajo el ala de la pamela, que asistió a la inhumación en un rincón lejano del
camposanto, apartada de la multitud, y que se llevó en dos ocasiones un fino
pañuelo a la nariz, la que, en silencio, subió a un Mercedes 500 plateado que
estaba estacionado a la entrada, dirigiéndose después a la salida este de la ciudad.
Nadie reparó en ella y quien lo hizo no le dio más importancia, como Pedro, el
mayor, quien, por unos instantes, la miró con cierta perplejidad, como quien
cree reconocer algo que la mente es incapaz de definir.
El pater
Dan Defensor
-¿Oye,
eres A? -pregunta la voz enrabietada de un anciano al otro lado del auricular.
-¡El
mismo que viste y calza! –respondo, palpando ya problemas, con vozarrón
prusiano.
Se
trataba del padre de la anterior, que llamaremos B y que, cosa mala, se había
metido por medio a instancias de la susodicha y me pedía explicaciones.
-¿Qué
le has hecho a mi hija? ¡No para de llorar! ¡Tú y yo tendremos más que
palabras!
-Lo
que haga falta.
-¿Qué…?
Silencio
al otro lado, una respiración tensa y poco después me llega el berreo de un llanto
femenino desatado.
Me
daba grima la situación, con toda su carga de absurdo y desatino, pero el viejo
seguía muy crispado. Me imagine reventándole la cabeza a patadas y la imagen me
pareció repulsiva. Tragué aire, tratando de paliar mi creciente irritación.
Pensé en mandarlo a la mierda entonces, pero algo torpe siempre nos aferra a lo
inoportuno e indeseable. Tampoco le veía mayores consecuencias.
-¿Cómo
que la has dejao?
-¡Normal,
no follábamos na!
-Eh…
¿Qué dices? ¿Cómo te atreves?
-Ponte
en mi lugar moreno: me pasé seis meses pajarito, ahora sí, ahora no y más pajas
que un sereno. Justo cuando la mando a freír espárragos le viene todo ese amor
y se derrite de deseo.
-¡Esas
intimidades…! ¡No riges!
-Lo
mismito por ese lado. Nada, aire y vela.
-¿Cómo…?
-
A tomar per vas nefandum.
-Eh…
-¡Qué
cuelgues ya y cortes el rollo!
-¡Que
nos veremos las caras!
-Mientras
no sean las pollas.
Silencio
brusco, respiración agitada, un “este tío esta loco” balbuceado entre disnea.
Más lloros histéricos se desgranan de fondo, luego oigo que se rompen cosas.
-¡Suerte
tienes que soy un anciano, pero arrieros somos! ¡Mañana por la mañana mi hijo
te hará una visita, chulo, a ver qué te cuentas! ¡Es cinturón negro de karate!
-Ya
me he cagado encima ¡Que venga, tengo aquí un nueve largo con el cargador
lleno!
-¿Cómo?
-¡A
tu hijo le pego dos tiros y después me voy a tu casa y os dejo a todos como un
colador!
-¡Estás
trastornado! ¿Te crees muy fiera?
-¡Me
desayuno niños asados cada mañana!
Hay
una maldición y el fulano cuelga con violencia. Todavía espero la visita del
karateka. Independientemente de la anterior carnavalada, el hecho es que no
aprendía de la experiencia, que no asumía, de una vez por todas, que el amor
normativo no era lo mío. Continué cazando pelos, un par más, hasta que terminé
replegándome en mí mismo para encontrar un poco de felicidad.
La malquerida
Se llamaba Azahar, un nombre antaño fuertemente vinculado a mi
tierra, pero es la única mujer que he conocido con ese nombre. Ya de niña era
muy bonita, tanto que llamaba la atención y también despertaba la lascivia de
la mayoría de los que la miraban. Su familia era gente humilde y su padre se
derrengó de tanto trabajar en faenas pesadas, que las padeció casi todas, desde
la construcción hasta el puerto o la montaña. Por esas condiciones de cuna,
Azahar no tendría muchas aspiraciones en su vida y, a menos que terciase un
golpe de suerte, su futuro no se preveía halagüeño. Viéndole crecer los pechos
prematuramente, su madre se preocupaba mucho, porque no deseaba que la pequeña
se desbaratase como las dos mayores, que habían acabado de putas en la capital.
Vivas ya lo fueron pronto, pero ahora vivían del oficio. Su marido decía que
algunas ya nacían con ese vicio y otras se veían obligadas a ello por las malas
circunstancias de la vida, refiriéndose con ello a aquel distingo popular entre
la puta vocacional y la puta por necesidad. Las hermanas mayores, no cabía
duda, pertenecían al primer grupo, pues se les caían las bragas con demasiada
facilidad y perdieron la cosa en edad prepuberal, cuando aún no habían
comenzado a marcar. Pronto se convirtieron en asiduas de los reservados de las
discotecas o de coches ocultos en callejas oscuras. No obstante, tanto el padre como la madre se
propusieron hacer todo lo posible para
que la menor no acabase de esa suerte. Independientemente de férreos
posicionamientos paternos, la realidad consistió en que la pequeña tuvo la
regla a los diez años y a los doce ya se hablaba mal de ella en el barrio.
Cuando tenía catorce años, al parecer, conoció al primer amor de
su vida, un chico de veinte, alto, guaperas y vividor, como la mayoría con los que trabaría relaciones con el tiempo. Su
madre, alarmada, veía a la niña que iba suspirando por la casa, con una mirada
de semisueño y aquella boca siempre humedecida, como un clavel reventón que
invitaba al beso. Lo que no sabía la vieja, estribaba en que, al primer
día de conocerse, ya hubo mirada,
abrazo, beso y todo lo demás. Yo conocí a ese primer amor, como a dos más de
los muchos que tuvo, los que sin excepción terminaron manifestándole sus
sentimientos a base de bofetadas.
Siendo aún menor de edad se puso a vivir con el tipo, en un piso
pequeño e infecto que a ella le pareció un palacio. Me comentaría después que
apenas se miraron ya brotó el amor entre ellos y, durante un tiempo, tuvo la
esperanza de que aquello durase eternamente; bueno, hasta que la semilla del
desencanto germinó con la primera paliza. Después, pasó lo de siempre:
múltiples arrepentimientos, propósitos de enmienda recurrentes, lunas de miel
que acababan invariablemente con el amargor de nuevos golpes, hasta que un día
el fulano desapareció del mapa, dejándola embarazada.
Después de aquél primer desastre, corrió a guarecerse en la casa
de sus padres, a quienes no les quedó más remedió que recogerla, hasta que el
niño nació. Poco después, ella encontró un trabajo mediocre, se alquiló un
pequeño apartamento y se mudó allí con el niño.
Alguien dijo que la razón no es buena compañera de la acción y, a
mi juicio, Azahar nunca fue muy espabilada, aunque sí demasiado activa y
precipitada en lo que siempre fracasaba. Apenas encontraba un hombre que le
interesaba, creía estar ante el amor de su vida y su cabeza forjaba la
fantasía. Se entregaba demasiado raudo y la relación duraba hasta que al otro
se le iban las ganas. Anhelaba que la amasen sin condiciones, eso me lo dijo un
día, tal como era, y encontrar el amor verdadero, pero siempre acababa
tropezando con el mismo tipo de hombre, putañeros, esquivos, pendencieros y
violentos. Este mal mundo suele unir al destructor y a la víctima.
Cuando, después de uno de mis viajes, volví a la provincia, fui a
visitar a los viejos y me dijeron que Azahar había mantenido varias relaciones,
de las cuales indefectiblemente salió con un ojo morado y los huesos rotos.
Bullía el desprecio en los ojos zarcos del anciano cuando dijo, con los dientes
apretados, que su hija era peor que las perras y que así acabaría sus días,
tirada y marchita, vagando sola por las calles. También a ella la vi poco después,
por pura casualidad. Ya no era la niña bonita que recordaba, sino una sombra
pálida de su anterior belleza. La mala vida y los peores hombres la habían
estragado, pero aún resultaba atractiva, porque el fuste no se pierde
fácilmente con los años ni con los palos. Me dijo que había encontrado la
pareja definitiva, un tal Francisco Javier –nunca me agradaron los nombres
compuestos, menos aquellos que poseían resonancias de santoral-, bastante mayor
que ella, acomodado, serio y honrado, que la tenía enamorada hasta la médula.
En él encontró, al fin, lo que anhelaba, una vida tranquila y normal, junto a
un hombre bueno. Tomamos el café, le deseé suerte y nos despedimos. No volví a
saber de ella durante casi un año.
Un día me llamaron sus padres al móvil. Creo que no he dicho que
soy primo hermano de la chica, que mi madre y la suya eran hermanas, aunque
nunca mantuve una relación muy estrecha con la familia. No estoy hecho para
esas cosas, voy a la mía, tratando de implicarme lo mínimo en asuntos ajenos,
aunque tengan mi sangre. En fin, lo que aquí interesa es que el viejo me dijo
que el tipo bueno y elegante la había abandonado, que a partir de entonces mi
prima cayó en un pozo oscuro y se desquició. La ingresaron en un psiquiátrico,
por lo que el niño acabó criándose con los abuelos. Los médicos hicieron cuanto
pudieron, pero ella murió. La mató la tristeza.
Durante un tiempo no pude evitar que este asunto me angustiase,
pero poco a poco acabé olvidándolo, después de atar ciertos cabos sueltos, algo
que no entendía del comportamiento
irracional de Azahar -pues ya he dicho
que no soy hombre de afectos profundos-, sobre todo cuando mi psicólogo, el
doctor A, me contó aquella metáfora del elefante, con la que pude comprender la
tragedia y el fin de Azahar.
Se trata de una historia mil veces contada, que figura en
distintas tradiciones y que recientemente ha sido comentada en un libro de
cuentos por un afamado médico y escritor. Pero creo recordar que alguien me la
cantó antes. Sea como fuere, refiere algo unánime, la emoción que los niños que
van al circo sienten por los animales, de los cuales el elefante, el coloso,
ser poderosísimo y descomunal, suele ser el preferido. Uno no deja de
asombrarse ante su mansedumbre, ante el hecho de que permanezca atado a una
pequeña estaca, la que destrozaría en mil pedazos tan solo con el calor de su
aliento. Y sin embargo, el elefante, el gigante, permanece sin mostrar la menor
intención de huir ante la cadena y la estaca, cuando le habría resultado lo más
sencillo del mundo, a él, un animal que podía arrancar un árbol con la fuerza
de su trompa.
Mucha gente no se explica esa esclavitud, la fuerza domeñada por
una estaca enterrada apenas unos centímetros en el suelo y hasta que me lo
explicaron yo tampoco di con la respuesta correcta, aunque ahora me parezca
obvio. La tragedia del ahora enorme elefante comenzó cuando, poco después de
nacer, lo ataron a la estaca con la gruesa cadena. El elefantito tiraría
entonces decenas de veces, hasta acabar rindiéndose ante aquella estaca que,
entonces sí, era demasiado fuerte para él. Por la noche caía rendido por su
esfuerzo y al día siguiente y al otro, y al otro, y durante muchos días más, lo
volvió a intentar, pero nunca conseguía librarse de la estaca, hasta que llegó
aquel día fatídico en que el elefantito asumió su destino, aceptó que nunca
podría liberarse de la estaca. Ahora, el elefante enorme del circo ni lo
intenta, porque cree que no lo logrará, porque en su cabeza primitiva ha
aceptado que no puede. Así se resigna a una suerte que cambiaría con tan solo
mover la pata. En ese cerebro está grabada la impotencia, la derrota que sufrió
poco después de nacer, y esa es su verdad, nunca volverá a intentarlo.
Razonando como un humano, diríamos que piensa que haga lo que haga nunca podrá
romper la cadena ni arrancar la estaca, que su destino no se modificará, que
siempre será un esclavo. Se ha resignado a esa suerte y ya nunca será libre ni
volverá a estar vivo como puede estarlo un animal majestuoso.
A Azahar le ocurrió lo mismo que al elefante. También sintió que,
hiciese lo que hiciese nada cambiaría en su vida, que nunca obtendría el amor
verdadero, que fue el motivo principal de su aciago peregrinaje por estos
caminos de polvo y dolor, y que, por eso, no le valió la pena el vivir. Mi
doctor me dijo que hay una palabra técnica para el fenómeno, indefensión
aprendida o condicionada, learned helplesness en inglés.
Clarita, querida mía
Lo mío con
Clarita fue un flechazo, apenas la vi supe que iba a ser el amor de mi vida.
Algo vibró entre nosotros que nos unió con la pasión de los enamorados. Era
bonita, estilizada, el pelo lacio y rubio, los seños pequeños –como a mí me
gustan- y el trasero chico, muy redondo, como una manzana. Parecía una reina
élfica, el tipo de mujer que había deseado desde que se me movieron las
hormonas, y que, hablando con honestidad, nunca creí llegar a enamorar. Me amó,
de eso estoy seguro, con su especial forma de amor, con todo su encanto y
dulzura. Esas cualidades fueron precisamente las que me unieron a ella de una
manera sólida, llegando a creer que había encontrado el tópico del amor
verdadero. Yo no era un tipo común, siempre fui cordial, simpático y buen
conversador, además de sentimental y ardiente, todo lo que una mujer podía
desear. Conmigo tuvo, además de atracción, seguridad, estabilidad, una promesa
de futuro y evidentemente eso hizo que el sentimiento creciera. Por lo demás,
en el plano físico, éste que habla es del montón, aunque siempre fui consciente
de que mí casi un metro noventa atraía poderosamente a bastantes mujeres, algo
así como la fijación por las rubias, que algunos varones encuentran fuertemente
atrayente. Total que nos conocimos, nos amamos y finalmente decidimos vivir
juntos.
Al principio, ella subvenía a todas
mis necesidades, me prodigaba mil ternuras y cuidados, me hacía pues feliz, en
el mismo grado que yo creía corresponderle. Aquel primer año en un piso modesto
–un tercero sin escalera de sesenta metros cuadrados en una zona humilde- lo
recuerdo como el mejor tiempo que pasé al lado de una mujer. Yo estudiaba
oposiciones para profesor titular de la universidad y aportaba a la economía
familiar el sueldo de un profesor no numerario. No estaba mal, pero el
catedrático tenía las esperanzas puestas en mí y, ya que nunca he sido humilde,
sé que era brillante, buen profesor y sobre todo muy estudioso. Me llevaba en
general bien con la gente, el mundo me parecía aceptable, y solo me apenaba la
muerte de mis padres acaecida en fechas recientes. Fui hijo de progenitores
mayores –mi madre tenía cuarenta y dos cuando me tuvo- y, por eso, siempre
anticipé con angustia una despedida prematura. El desenlace fatal le ocurrió a
ella con un accidente vascular cerebral y, mal destino, mi padre murió dos años
después con un accidente de tráfico. Así que, a los veinticinco me vi solo, en
una ciudad extraña –en la que no obstante había hecho la carrera, desapegándome
cada vez más del pueblo natal. Acabé vendiendo la casa y un pedazo de tierra
que me correspondía exclusivamente por ser hijo único y con ese dinero y una
dosis elevada de tristeza, encaré con desaliento la vida que tenía por delante.
Poco después conocí a Clara, Clarita, y fue un regalo del cielo; era, como se
dice, amiga, amante y compañera en el trabajo de los días. Sus padres, aunque
económicamente bien situados y de talante bastante conservador, le permitieron
independizarse a los dieciocho años, realizando una serie diversa de trabajos,
desde gogó a cajera de supermercado y se lamentaba siempre de su pereza innata
en los estudios, la cual le impidió poder acceder a un trabajo mejor. Mantenía buenas relaciones con sus padres,
con quienes íbamos a comer todos los domingos, personas afectuosas y honradas,
que además le dispensaban un substancioso cheque cada mes. Al igual que yo era
unigénita.
Le gustaba la literatura y el arte
–yo había estudiado germánicas, concretamente inglés- y se implicaba con
entusiasmo en cualquier actividad cultural que yo le sugiriese, el cine, el
teatro, la música. De vez en cuando intentaba obtener un empleo, pero el
mercado laboral estaba muy cerrado, de manera que, al no ser estrictamente
necesario, le aconsejé que estuviese en casa cuanto quisiese, sin agobiarse,
que con lo que teníamos nos sobraba y que el futuro dijera. En todo caso, debía
hacer lo que decidiese y ella utilizó casi todo el tiempo disponible estudiando
cursillos, de mecanografía, de puericultura, de diseño, hasta de astrología,
pensando que, tal vez, algo de ello le serviría en un futuro y si no se daba el
caso, nada importaba, porque nos teníamos el uno al otro.
Lo único que lamentaba alguna vez
radicaba en que fuera tan absorbente, porque quería que siempre estuviese
pendiente de ella, que le demostrase amor a todas horas, que formásemos una
piña y, paralelamente, llevaba mal los momentos de enclaustramiento que día a
día, a causa de mis estudios, me veía en la obligación de llevar a cabo. Sin
embargo, sopesando los pros y los contras, la nuestra era una relación
envidiable y los pocos amigos comunes –que en realidad eran los suyos- nos
tenían como un modelo de afecto y armonía; en suma, como decía Clarita,
formábamos una pareja ideal.
Conseguí la titularidad al año
siguiente, y en dos más ya era agregado. La cátedra, mediante el tiempo y el
trabajo de rigor, resultaba muy probable que la obtuviese. Aparte de los
momentos en que se encerraba dentro de sí
y tenía que sacarle con cuchara las nimiedades por las cuales se
preocupaba, nuestra tónica de felicidad y relajo se mantuvo estable, hasta que
me vi obligado a viajar por el país para impartir algunas conferencias y en
ocasión de formar parte de tribunales de
oposiciones. La veía más tensa, más distante, inexplicablemente irritable,
hasta que un día estalló y me dijo que se sentía desgraciada porque no la
quería. A esta bronca siguieron algunas más, y yo, necio o poco hábil, evitaba
el la confrontación replegándome a sus deseos primero, pero huyendo de la casa
y recurriendo a la compañía de amigos para intentar paliar y sobrellevar mejor
una situación que se estaba volviendo insoportable. No tardó en acusarme de que
la había engañado, estafado, y por aquellos días, fue cuando me acusó de serle
infiel. A partir de esa discusión, en el hogar antiguamente apasionado y
tranquilo, se desencadenó el infierno. Sobrevino lo peor, el descontrol total,
cuando comenzó a montarse películas e intentar controlar hasta el aire que
respiraba.
Permanente angustiada hacia caso
omiso a mis consejos, nunca tenía atenciones suficientes con las que
tranquilizarla. Tuvo un intento de suicidio, motivado no por la desesperanza
fundamental del depresivo sino, tal como confesó, para llamar mi atención. Eso
implicaba también retenerme bajo sus faldas y exigirme cualquier despropósito.
En escasos momentos de tranquilidad llegaba a reconocer que sus celos eran excesivos,
que la desbordaban, que la mantenían insomme noche tras noche y sumida en un
estado constante de nerviosismo. En el paroxismo, llegaba a autoagredirse,
tirándose del cabello o golpeándose la cabeza contra la pared, arañándose y
escapándose con el coche a todo gas sin dirección definida, saltándose los
semáforos. La salvó probablemente el que siempre lo hacía de noche y la
fortuna, que parecía no abandonarla en esos momentos de crisis, la libró de un
accidente fatal. Incluso tuvo un intento de defenestración, que logré evitar.
La agresividad también la proyectaba hacia mí, primero verbal, pero después
llegué a parecer un Cristo, yendo a la facultad con las mangas bajadas, incluso
en verano, para ocultar los arañazos, mordiscos y moratones.
Después comenzó a automedicarse,
atiborrándose de tranquilizantes y antidepresivos, que una amiga que llevaba
veinte años en tratamiento psiquiátrico, le dispensaba sin moderación. Eso la
aplacó un tanto, pero la causa fundamental de sus arrebatos estribaba en la gran
inseguridad, debilidad y dependencia que, como rasgo de personalidad, subyacía
a sus celos patológicos y se expresaban en la agresividad, el control hacia mí
y el pavor a ser abandonada o traicionada característicos de estas personas
que, en cualquier caso de celotipia, como en su caso, no tenían ningún motivo
para sospechar de la pareja.
Sospechando constantemente
infidelidad de mi parte, ejercía insistentemente comportamientos excesivos para
encadenarme a sus miedos, como inspeccionarme las llamadas perdidas, el mesenger,
la agenda u olerme la chaqueta por si expelía el perfume de otra hembra. A ello
debía añadirse los constantes interrogatorios, cuyas respuestas mismas nunca
satisfacían porque incrementaban la inseguridad de base de manera inevitable. A
cualquier chica que mirase, aunque fuera más fea que Pifio, atribuía un romance
seguro conmigo y después se producía un tiempo horroroso de depresiones,
discusiones, y violencia. Incluso un día la descubrí siguiéndome en taxi cuando
yo conducía en dirección a la facultad. Había tocado fondo, ya no podía más.
Era su vida o la mía.
Así que huí, después de pedir a
escondidas el traspaso a otra universidad, cuidándome muy mucho de que ella no
supiese mi paradero. Aparentemente fuera de peligro, a doscientos kilómetros de
mi antigua ciudad, me extrañó sobremanera no tener llamadas telefónicas, ni que
me dejase de acosar de aquella forma abrupta –a primera vista no había forma de
hacerlo, pero los celosos patológicos suelen desarrollar estrategias mil para localizar
y hostigar a la pareja- , pero resultó, como me dijo un amigo veinte días
después de mi huida, que Clarita estaba viviendo en nuestro piso con un tipo
que era todo lo opuesto a mí, un energúmeno zafio, hediondo, gordo y borrachín,
que no daba un palo al agua, que vampirizaba el cheque de sus padres, que la
tenía dominada -con lo cual Clarita parecía encantada- y que, además, para más
INRI, de vez en cuando, se le iba la mano.
Tres historias dislocadas
-Lo
que te voy a contar me sucedió hará algunos años, en un tiempo en que, por
motivos que tal vez te revele algún un día, la vergüenza –la ajena, claro está-
se asentó en la raíz de mi vida y la angustia se me hizo densa en el pecho,
cuando asumí, de una vez por todas, que en este mundo lo que importa es el
dinero y no las grandes temáticas.
El
hombre había dicho esto con el rostro arrebolado por una congestión nacida del
desprecio; prendió uno de sus incontables pitillos y, con expresión taciturna,
echó unas cuantas fumaradas antes de continuar.
-Claro
que después de aquello me cuidé de ganar lo suficiente para vivir bien y hacer
mi vida, en el sentido de alejarme del aburrimiento y del dolor –repuso-. En
eso Schopenhauer estaba en lo cierto, en que, para el hombre, ese estado es lo
más parecido a la felicidad. A llamémosla “mi buena vida” contribuyó por aquel
tiempo la relación que mantuve con don Arturo del Grial y Valledigno, hombre
especial y eruditísimo, que conocía desde hacia mucho tiempo, cuando era
catedrático en la universidad, pues fui discípulo suyo y, con ventaja, pues
solamente a los alumnos destacados don Arturo prodigaba su amistad.
>>Hacía
más de una década que se había apartado el mundo, del trato general con las
gentes. En los tiempos de que hablo, andaría por los noventa. Decía que su
último vahaje lo daría encerrado en su biblioteca, a altas horas de la noche,
mientras releía alguno de sus libros predilectos. Por aquella prebenda que su
mucho dinero le brindaba, habitó hasta el final un palacete en el norte de la
ciudad, donde le atendía una especie de testaferro, tan senil como él, que
hacía las veces de cocinero, amigo del alma y albacea literario, quien me abrió
la puerta aquel día de Agosto en que les visité. El traje de verano, de
purísimo lino, se ajustaba a su cuerpo como una pálida colgadura, tan inane
como su voz, cuando me dijo que le siguiese, que el profesor estaba en la
biblioteca. Me lo imaginé vestido de negro riguroso, como siempre,
independientemente de la estación en que se estuviese.
Pocas
personas visitaban la casa, aparte de los hermanos Martín y Juan Sepulcro del
Lobo, Patricio del Toro y Godoy y otras contadas eximias soledades. En las
ocasiones en que le visité, nunca dejaba de sorprenderme y de deleitarme con alguna historia referente
al variopinto paisanaje vernáculo. Aquella tarde no sería una excepción.
Como
de costumbre, el anciano académico estaba en la biblioteca, trabado al escritorio, inclinado sobre un grueso
volumen. Caía la tarde y las sombras se alargaban sobre cuadros y panoplias, bronces y bustos,
y sobre los repletos anaqueles de la enorme biblioteca. Apenas entramos,
levantó la cabeza y se dirigió a mi encuentro, tendiéndome la mano. Enmarcando
el rostro viejo y cansado, la nívea
cabellera le caía impoluta sobre los hombros, que a veces se recogía con una
coleta.
-Buenas
tardes, amigo mío –dijo-. Me alegro de tenerlo otra vez en mi casa.
-Gracias.
Nunca
pude dejar de impresionarme ante
aquellos ojos, animados, pese a la edad, por una extraña vida. Viéndole ahora,
nonagenario, daba la impresión de ser una pavesa que se extinguía, que la vida
se le fuese con cada palabra y con cada movimiento y, pese a todo, su marchamo
retenía los signos del gran hombre que había sido y que era. Diré, como
curiosidad, que don Arturo nos dejó pasados los cien.
Hizo
una señal con la cabeza a Urbano, su hombre para todo, y este salió del
despacho, regresando unos minutos después con café y una botella de coñac que
traía en una bandeja de plata. En ese
breve lapso, el anciano profesor había alumbrado varios candelabros y la luz,
aunque no era intensa, permitió ver la magnificencia de su sancta sanctorum.
Hasta no
hacía mucho, él también se había entretenido con el augusto platanar de su
entrepierna y, aunque nunca se casó ni tuvo amantes reconocidas, yo sabía de
buena fuente que había comido abundantemente de los frutos del árbol de la
vida. Pero ahora, olvidado el mundo tabernario y prostibulario, la ilustre
cabeza se ocupaba de sus temas intelectuales dilectos, algunos más propios del
gusto de un egipán que de un hombre, asuntos
que parecían inspirados en la misma Biblia del Diablo. Hastiado ya, como
decía, de las pasadas alocuciones para lerdos aquel, para las mentes bien
pensantes de la época, viejo indigno, se encontraba al fin en el lugar y modo
deseados, siendo él mismo en su mundo particular. Muy pocos conocí que pudieran
afirmar lo mismo.
Nos
sentamos los tres en magníficos chesters,
en torno a un centrillo, y encendimos unos habanos. Del otro lado del ventanal
se veían las luces de la ciudad que aguardaba a la noche y al sueño.
Urbano llenó las copas de balón con un
excelente coñac y nosotros, como era habitual, comenzamos a dialogar, mientras
él se dedicaba, como hacía cada vez, a los tragos y a escuchar. Hombre bueno y
ensimismado, no creo recordar haberle oído pronunciar dos frases seguidas, si
bien don Arturo me comentó en más de una ocasión que su amigo era un pozo de
conocimientos, que la pereza y, sobre todo, la timidez le impedían ostentar.
-Lo
que te voy a contar ocurrió hará unos cinco años –dijo el profesor del Grial,
volviendo hacia mí un rostro invernal y severo-. Se trata de tres historias
aparentemente distintas, tres hechos verídicos, que ocurrieron el mismo año en
el valle donde nací, pero que se encuentran enhebradas por el mismo signo, por
idéntico significado. El valle alberga tres pueblos y cada evento resulta
indiferente si ocurrió en cualquiera de ellos porque, también en este caso, el
orden de los factores no altera el producto, la moraleja que se desprende de
estas vidas particulares.
Yo
sabía que una vez el profesor comenzaba a hablar, no había diálogo posible, no
permitía la menor interferencia; así que me dediqué a escuchar aquello que no
era otra cosa que un soliloquio.
-A
todos y cada uno de ellos tuve la ocasión de conocerlos personalmente, con
mayor o menor hondura –añadió el anciano, repantigándose en el butacón-. El
primero, pertenecía a una familia de rancio abolengo, aunque en aquellos años
había venido a menos por los malbaratos del padre con unos, antaño, florecientes
negocios familiares. El era un joven atractivo, inteligente, criado según la
tradición y que tenía a gala definirse como el último romántico de su
generación. Le conocí un primer amor adolescente, que se frustró por cuestiones
ajenas –en definitiva, la chica era de otro país y tuvo que marcharse-, lo cual
le sumió en una profunda tristeza durante bastantes años. En este intermedio se
dedicó al estudio, terminó la carrera de filosofía y después el doctorado.
Acabó de profesor en la facultad y, poco después, llegaría a catedrático,
emérito en su honrosa vejez. Por allá los treinta, el monje salió de la celda y
le veíamos cada semestre con una mujer distinta, todas hermosas, todas jóvenes,
aunque no todas de buena familia. Era la envidia de sus amigos, pero con el
curso de los años vimos crecer en su rostro una pátina de melancolía. Un día,
ese hombre amante y romántico, el discípulo de Eros, aquel áureo pene, me
confesó que odiaba a las mujeres, que se sentía absolutamente decepcionado. El,
dijo, un caballero, no podía adaptarse a los cambios de los tiempos modernos,
que habían llevado a que las mujeres se liberasen, en el sentido negativo, y
que compitiesen con el hombre en aquello que le era más indigno, promiscuidad,
agresividad y zafiedad. Compungido, suspiraba por un mundo mejor que ya no
volvería. Mientras me contaba todo esto, en el café Ilava, cerca de mi antigua
casa, me confesó que el corazón se le desocupaba de una gran angustia, que le
resultaba de gran ayuda hablar conmigo. Por ello, tratando de aconsejarle, le
dije que tal como estaba el palomar uno, él más propiamente, debía buscar el
placer y no el amor. Entonces me habló de principios, de moral, de ideas
sobrevaloradas, de un códice eterno que no podía negar. “Puede ser que tengas
razón”, dijo ofuscado ante mi consejo.”Existen muchas alternativas, pero para
mí hay solamente una válida. Me aburrí con tanta pedorra, con la constatación
de que todo es lo mismo, de que al amor es pura fraseología y lo que les
interesa es la estabilidad, la seguridad, es decir el dinero. Me roe un tedio
horrible cuando estoy con ellas, no hablan de nada interesante, nos sueltan dos
palabras inteligentes seguidas, hay un distanciamiento absoluto entre mi alma y
las suyas; además, no soporto su agresividad producto de estos tiempos
indecentes. Se me fueron las ganas, Arturo, perdí el deseo, se me murió el
tigre”. Desde ese día siempre le vi solo, manteniéndose soltero hasta los
restos. Así fue como el hombre más hombre del barrio, el más mujeriego de
cuantos conocí, el más potente entre los machos activos, terminó perdiendo el
sentimiento y después del deseo.
>>Ese
mismo año supe lo que le aconteció a otro hombre en el pueblo vecino, otro
macho de la tierra –si bien de perfil muy divergente al anterior-, un tipo fuerte
y trabajador, bronco, que sacó con la fuerza de sus brazos adelante a una
familia numerosa, a la cual mantenía unida por la fuerza de su autoridad. Su
mujer era lo que se suele decir una santa, pese a lo cual la mantenía a raya
con partos sucesivos y la trataba como a un perro, mientras él se dedicaba a
cortejar a cuantas mujeres se le pusiesen a tiro. De hecho la fama de putero le
precedía y en más de una ocasión, mientras la mujer se afanaba arriba en las
tareas pesadas de aquel hogar superplobado, más
de un vecino y hasta una hija, le sorprendió en el hueco de la escalera
entre las carnes de una perdida. Como en muchos casos de aquellos tiempos, en
una sociedad fuertemente patriarcal, la mujer tenía que tragar y conceder, y
por ello, la situación se sobrellevó hasta que ambos murieron.
Cuando el
tipo era ya mayor, la edad no disminuyó el mal gesto ni la palabra ofensiva.
Cuando tenía a la familia reunida, no dejaba de despotricar contra el mundo,
contra las mujeres, exclamando que todas eran unas putas, hasta la propia madre
que se casó con su madre por dinero, agriando de este modo cualquier reunión
familiar. Inflamado por el odio a los tiempos y los cambios que no asumía, y
por su propio deterioro (una hija le arrancó una escopeta de la boca cuando se
le perdió la erección), torturaba a su mujer e hijas en cada una de estas
ocasiones. Después de mil blasfemias y palabrotas, de las cuales no se salvaba
ni el más pequeño del santoral, afirmaba con voz de trueno que, de tener él el
poder, acabaría con el mal del mundo en un mes,
terrorismo incluido. En más de una ocasión, cuando la cosa se pasaba de
castaño oscuro, la hija mayor, de carácter fuerte y no menos sólida
personalidad, le increpaba: “¡Mira que eres burro!”, ante lo cual, él se ponía
rojo de la ira y después de una nueva retahíla se improperios, se quedaba
derrotado en la silla, con sus ciento veinte kilos de peso sujetados por la
vejez y la enfermedad. Cuando era joven, se lamentaba, con solo oír su voz
todos se ponían a temblar y ahora, que ya no era nadie, no le cabía otra salida
que tragarse el vitriolo y explotar, lo cual sucedió un año después cuando un
infarto lo mando raudo para el otro barrio. Nadie le echó en falta, no hubo
lamentos sinceros tras su muerte y la hermana mayor, con su mujer, fueron las
que menos sintieron la pérdida, porque sabían lo que había hecho con sus vidas
aquel carcamal. Podían perdonar tal vez la infidelidad o algún tortazo nacido
del arrebato de su cabeza descerebrada, pero lo que guardarían siempre para sí,
con gran dolor, estribaba en aquella doblez o perversión, aquellos gustos e
inclinaciones bizarras, cuando llevaba a casa a sus amigos para que se
beneficiasen de su mujer, mientras él, debajo de la cama, se regodeaba en
malsanas inclinaciones. Todo ello se supo y se ocultó, porque en aquellos
tiempos la buena fama era un valor capital, aunque fuese a costa de un infierno
miedo, odio y amargor.
>>El
tercer caso es el referente a un muchacho que, desde niño, constituyó la imagen
del hijo perfecto, bueno, dócil, aplicado y pacífico. Andaba siempre pegado a
las faldas de su madre, a la que nunca dio el menor problema, aunque esta
estuvo pronto alerta porque su retoño no tuvo nunca amigos. Al final lo asumió,
su hijo era así, y cuando se hizo un poco más mayor, aceptó que toda se
geografía se limitase a su mesa de estudio y a las pilas de libros. No
obstante, la abuela materna se lamentaba de la situación, preocupándose por
aquel nieto que, a los quince, no salía a la calle, seguía sin tener amigos y
no se interesaba en absoluto por las chicas, temiendo que la razón se le
perdiese por los cerros de Úbeda. Poco después, el chico comenzó a tener crisis
nerviosas y se le veía siempre agitado por miedos profundos de los cuales nunca
hablaba. Andaba melancólico, cabizbajo, sumido en una pena que nadie entendía y
de la cual no se dejaba ayudar. Nadie se explicaba cómo, aquel ángel de Dios,
tan bueno, tan aplicado, tan dócil, tan modélico y tan guapo, había terminado
así. Algunos hablaban de defectos congénitos o de crianza y se barajaron
teorías disparejas para explicar el caso
en la pequeña vecindad. Su madre le decía, con un sentimiento de impotencia,
que le quería, que todos le adoraban, que había nacido en el pueblo más bonito del
mundo, que podía ser feliz si se lo proponía, si abría su alma para que le
ayudasen. Pero él permanecía en silencio, la cara como una máscara de cera,
porque ya había comenzado a experimentar sensaciones tenebrantes que vivía con
la certidumbre del advenimiento de un cambio radical en su vida; y así fue, en
efecto, porque a finales de esa semana, ante el estupor general, afirmó haber
visto al Diablo y, seis meses después, hacía guardia en la terraza de su casa,
los ojos como platos, la respiración tensa y difícil, tratando de captar
mensajes extraterrestres, con una bacinilla en la cabeza y dos alambres
pegados.>>
Don
Arturo se detuvo un segundo, satisfecho del impacto que sus historias habían
hecho en mí y, divertido por mi estupefacción, añadió:
-Estas
historias, aparentemente tan inconexas, tienen elementos poderosos que las
unen. Todas hablan de situaciones dañosas para uno o para los demás, de
pérdidas definitivas, la del amor en el caso de nuestro ilustre machista, la de
la bondad y la cercanía para el bruto ignominioso y la de la razón, para
nuestro adolescente infeliz. Podemos concluir ya que del lado malo del hombre y
de la vida, que es considerable y unánime, solo se desprende mierda, esa
hedionda excreta que cada circunstancia del mundo vierte sobre cada hombre.
Dicho
esto, se detuvo complacido y con una mirada de inteligencia concluyó:
-Así que
lee mucho, come bien, bebe mejor y que no se te escape ocasión si la hembra lo
merece.
No fueron los golpes
A la memoria de un
gran boxeador argentino
A Paquito le conocía desde que era un niño, cuando
jugaba a las canicas en la calle con los otros niños de la vecindad. Su familia
eran mis vecinos inmediatos, los de la puerta de la izquierda. En la planta
baja su padre tenía una charcutería y arriba estaba la vivienda. Aquí las casas
son de dos pisos, romanas en su distribución. Paco era el menor de dos hijos.
Los viejos eran buena gente, como los chicos, de los que, yo sepa, nunca se
dijo una mala palabra.
El hermano Mayor, Ricardo, siempre estaba encerrado
en su cuarto, metido entre libros. Con el tiempo sería abogado y, entre otras
cosas, representante de su hermano. Era un individuo muy educado, como su
padre. También Paquito lo era.
El menor era menos estudioso que Ricardo, pero
terminó sobradamente el bachillerato superior. Su pasión era el deporte, más en
concreto el boxeo. Su padre no se lo quitó de la cabeza, simplemente porque era
un gran aficionado y porque su hijo, hasta que triunfase, si era el caso, le
seguiría ayudando en el negocio. En la contingencia de que no se llegase a nada
en el pugilismo, él se encargaría de
montarle un gimnasio, para que se ganara la vida si se cansaba de la tienda.
A los catorce años el muchacho ya era tan grande y
fuerte como un hombre bragado, si bien su talante era tranquilo y amable, lejos
del tópico del bronco y peleón. Al contrario, su carácter era sereno, sus modos
discretos, su cabeza bien asentada. No le faltaban ahí muebles y, aunque no era
lo que se dice un buen lector, de vez en cuando se le veía con un libro en las
manos y sé que leyó algunos de mis poemarios, simplemente porque me lo dijo. Le
interesaron especialmente algunos que tocaban temas heroicos.
La muerte del
guerrero le había gustado
espacialmente y lo había leído más de
diez veces, me confesaría años después cuando nos encontramos casualmente en la ciudad y era ya campeón nacional.
También dijo que le inspiraba, que sacaba enseñanzas para su oficio, lo cual no
me sorprendió porque cada libro abre un mundo para cada lector y, aunque el
poemario carecía de belicismo explícito, sí pudo resultarle de interés, por lo
menos algunos poemas que no detallaré aquí por no ser relevante. Lo que
interesa es el campeón y su suerte.
Recuerdo la expresión de su rostro cuando hablaba
conmigo, siempre de profundo respeto. Ya había sido su maestro de escuela y
además había obtenido cierto reconocimiento como poeta. Pero una vez que le vi,
meses después, su expresión era distinta, grave, como si algo le hubiera
llevado a un profundo ensimismamiento.
-Ten cuidado, ya sabes, la cabeza… -le dije,
aventurándome- Nunca llegues a una situación límite si puedes evitarlo. Ya
sabes, aquí tienes familia, gente que te quiere y un buen pasar.
Entonces se me acercó más y casi me cuchicheó al
oído:
-No es eso lo que me preocupa, don Ramón. Son las
mujeres las que me pueden hacer perder la cabeza.
Ya sabía de sus amoríos aireados en diversas
revistas, lo que, pese a su seriedad y buenos modos, le habían conferido cierta
fama de play-boy. Le aconsejé mesura, dado que ese era un mundo que podía echar
a perder a cualquiera.
-No es el sexo, maestro -me dijo sin mirarme a los
ojos-, son los sentimientos. Todo eso de los periódicos es hojarasca, nada
importante, pero cuando siento algo especial por una mujer temo que pueda
perjudicarme, agarrarme demasiado, ya sabe. Por eso salgo a la carrera cuando
una chica me atrae demasiado.
-Pues sigue así, hasta que tal vez el tiempo disipe
ese temor –le aconsejé, pienso que bien- Disciplina Paco, dedícate al boxeo y
pasa de atarte, hasta que veas que estás preparado para ello, hasta que esa
inseguridad se te vaya.
El asintió y
me estrechó la mano antes de salir del restaurante. En su rostro había una
sonrisa agradecida. Pienso que a veces necesitamos oír de alguien lo que ya
sabemos para tomar una decisión o ratificarnos en ella.
Me volví a encontrar con él dos años después, en mil
novecientos setenta y dos, cuando paseaba por una de las calles de la capital.
Iba con su hermano y un tipo al que no conocía. Ya era campeón continental.
Comimos en un buen restaurante y hablamos
largamente, no solo de boxeo, aunque este asunto ocupó buena parte de nuestra
conversación. Ya sabía que tenía que pelear por el mundial en Enero del año siguiente. Estábamos en Octubre
y se le veía muy en forma. Así que le deseé buena suerte y brindé porque lo
celebrásemos en una próxima ocasión.
No fue el único caso en la historia, ni el hecho
fatal sucedió contra todo pronóstico. No le mataron los puños, sino las tetas:
mantenía una relación con la mujer de un personaje poderoso que, entre otras
cosas, regentaba varios clubs de lujo de Nueva Orleans.
Ocurrió antes de que pudiese enfrentarse con el
campeón mundial. Los periódicos hablaron de una noche de farra, de una pelea
con un hampón, de un disparo, de alguien al que se detuvo, un segundón pienso, de
una promesa, como muchas, sajada prematuramente.
Es malo ser egoísta
Estrella,
con la guarrilla e histérica que era, acabó participando del estamento familiar
que tanto había criticado en sus años de estudiante. No solamente eso, sino que
pasó por el aro, de la peor de las maneras. Como algunas progres que he
conocidos, aquellas chicas permanentemente deseadas de la facultad y de los
pisos mixtos de estudiantes, pasó de una independencia extrema e histérica a
una dependencia lastimosa.
Hacía
más de un año que no la veía, concretamente desde que se fue a trabajar a
Barcelona. Pese a lo dicho anteriormente, al ir y venir de sus emociones, y a
los cambios radicales en sus posicionamiento político e intelectual, habíamos
seguido siendo buenos amigos antes de que se casase y se marchase de la
provincia. Después, como suele pasar, nos veíamos solamente en vacaciones. La
chica pálida y desmejorada que tenía al otro lado de la mesa de aquella
cafetería, tratando no obstante de aparentar seguridad y buen humor, distaba
mucho de la morenaza que conocí.
En
el pasado nos habíamos tenido mucha confianza y de hecho, con ella intimé más
que con algunos de mis compañeros de grupo, por lo cual recelaba de sus
palabras. Si deseaba aparentar sinceridad, sus rasgos tensos y sus ademanes
vacilantes, cuando encendía el pitillo, o llevaba a sus labios la taza del
café, la desmentían claramente. Su porte era todo lo contrario de aquella
imagen de sosiego y aplomo que trataba de mostrarme.
Comencé
a preocuparme, aunque, de momento, no le dije nada y, sin que yo le preguntase,
comenzó a hablarme de su matrimonio, de pareja. Constantemente echaba mano del
vaso de agua, la voz le salía apagada, el tono bajo, demostrando que la
garganta seca y el leve temblor que la agobiaba, representaban la punta del
iceberg de un estado interno de gran angustia. Me preocupé más, pero dejé que
fuese ella la que hablase.
Yo
apenas conocía a su esposo. Le vi hará unos dos años durante unas vacaciones de
verano en el pueblo y la impresión que me dio fue la de un joven simpático y
educado, y físicamente del montón que, al lado de una hembra tan espectacular,
constituía una nota discordante. De todo hay en la viña del Señor, me dije
entonces y me resigné a que la chica que siempre deseé apagase sus ardores con
semejante macho. También he de confesar que nunca estuve enamorado de ella,
pero sí que sentí una atracción física muy intensa, que ni tan siquiera ahora,
ante la mujer alicaída y al borde del llanto que me apenaba con su dolor, me
veía incapaz de arrumbar.
Estrella,
sin embargo, seguía ensalzando su vida conyugal, manifestándome con énfasis lo
maravilloso que era su Jesús, después de lo cual, se lamentó de que estaba
abrumada y que se había tomado dos semanas de vacaciones que le debía la empresa
para descansar y reponerse junto a su madre y hermanas.
Hacía
frío afuera y el local no estaba bien caldeado, por lo que donde estábamos, en
un rincón cerca de una ventana, hacía todo menos que calor. Sin embargo, ella
transpiraba continuamente y se secaba la frente con un klinex y, notando que yo
lo percibía, se disculpaba:
-Perdona,
pero debo haberme resfriado. Seguro que tengo unas decimitas.
-No
te preocupes, cuando vayas a casa te tomas algo –respondí, sabedor de que la
hiperhidrosis tenía un origen muy distinto.
Inmediatamente
después, sin venir a cuento, y sin permitirme la posibilidad de soltar prenda,
me desgranó con pormenor la crónica de su vida sentimental. Incluso me habló
del momento en que se conocieron y posterior noviazgo. De manera constante, al
igual que desde que comenzamos a hablar, mientras me contaba esa parte de su
vida, las facciones las tenía tirantes y el ceño fruncido. Previamente a seguir
con lo que hablamos, he de decir que en realidad Luz había venido a la casa
materna porque estaba de baja por depresión -lo discerní yo desde el primer
momento y después ella misma me lo confirmó- y trataba de zafarse del marido
maravilloso, por un proceso separación largamente pensado pero que hasta
entonces no se atrevió a llevar a cabo.
Si bien el marchamo de
Jesús consistía en el de un tipejo de apenas uno sesenta y cinco, rechonchito y
de cara arrebolada y vulgar, y con una personalidad carente de cuanto se
pudiese asociar con la sensibilidad y la inteligencia, ella dijo que era guapo,
maravilloso, decidido, encantador, extrovertido, generoso y simpático, que caía
bien a todo el mundo, alguien a quien todos acababan queriendo. Estrella estaba
colgada de sus encantos y solamente le molestaba que él hubiese tenido muchas
novias y que miraba demasiado a las chicas, pero no le importó demasiado, con
la esperanza de que, con el matrimonio, le haría cambiar. Después, sin embargo,
sí cambió, porque ya no era tan simpático y le parecía ahora peor galán. Pero,
sobre todo, le quería porque su Jesús era un hombre muy bueno.
Todas
sus amigas la envidiaban, por la suerte que había tenido. Formaban una pareja
modélica y no pocos envidiaban el amor que se tenían. Después, vinieron algunas
discusiones, algunas broncas incluso, pero resultaba normal, porque una pareja
sin discusiones no era una pareja. Cuando le cayó el primer tortazo, ella se
quedó atónita, pero disculpó el hecho debido a que Jesús tenía mal carácter
cuando se estresaba por el trabajo y, de vez en cuando perdía el control, sobre
todo si además bebía. Sea como fuere, Estrella porfiaba en que su marido era un
hombre buenísimo y además, funcionario del Ayuntamiento como ella. No se podía
pedir más.
Con
los malos tragos se desencadenaba la infidelidad, las juergas con los amigotes
–que calificó, del primero al último, de borrachos y mujeriegos- y la
repetición de las palizas. Después de estos terribles desenlaces, ella
invariablemente acababa yéndole detrás, porque le dolía enormemente que él la
ignorase. Él, infatuado en una efigie inamovible de displicencia y resabio, la
criticaba aún, señalándole acre y altivo
que no le comprendía, que era una egoísta y peor esposa, y ella llegó a
convencerse de que en realidad parte de la culpa era suya, porque si le amaba
tanto no entendía como no le hacía feliz y nunca llegaba a comprenderle. El que
no tuviera amigos íntimos y las relaciones con sus suegros fuesen torcidas y
violentas, le apenaron más y reforzaron su actitud de apoyar a su marido, que
había sufrido mucho de niño y que con el tiempo cambiaría, antes de que
asumiese por un largo tiempo que era ella la que andaba torcida y la que debía
cambiar. Después, cuando se multiplicaron las palizas, veía un poco raro que
nunca le pidiese perdón. Pero estaba convencido que él era un hombre bueno y sensible
y, sobre todo, debía quererle, tener paciencia y pulir sus cada vez más dudosos
defectos.
Contra su deseo, cuando
quedó embarazada, Jesús la obligó a abortar. Todavía no había superado ese
trauma porque ella deseaba tener un hijo, pero su marido era lo primero, pues
él le dijo tajante que estaba determinado a no complicarse la vida con niños,
que bastante tenía con el trabajo y con aguantarla a ella. En esa fecha pasó
una semana con su madre, ante la cual solamente se lamentó de las frecuentes
discusiones que enturbiaban la relación con su Jesús.
Su
madre le decía que hay que comprender a la gente, además de aceptarla como era,
que en el matrimonio una tenía que tragar mucho. No debía ser egoísta, porque
nadie la querría y se quedaría sola, sin marido y sin amigos. Compartir
consistía en dar, independientemente de lo que uno recibiese.
-Tu
deber es comprender a tu marido y aceptarlo –añadía su madre e insistía-:
porque es malo ser egoísta.
Y
para dar solidez a sus palabras la buena mujer, porque además de buena era
culta, citaba aquello de Spinoza: “No deplorar, no reír, no detestar, sino
comprender”; la mujer no le dijo, o no lo sabía en realidad, que una cosa es
comprender y otra cosa aceptar, y que hay muchos asuntos y fulanos que nos
resultan ofensivos, execrables, incompatibles, inasumibles, dañinos o
miserables, y que estamos en el pleno derecho de luchar y defendernos frente a
su influjo, o simplemente mandarlos a tomar viento fresco. La comprensión y la
mansedumbre no van necesariamente de la mano. Sea como fuera, las consejas de la madre surtieron el efecto
del retorno de la hija junto al marido,
sin exigencias, sin recriminaciones, con un nuevo énfasis de poner toda la
carne en el asador, con la obligación ahora añadida de comprender cualquier
deseo suyo aunque no se lo expresase –el amor suponía eso-, con la convicción
absoluta de que algo estaba haciendo mal porque su Jesús nunca se sentía
contento, ni mucho menos feliz, ni siquiera le había dado un beso después de
una semana de ausencia. En cuando a la cama, hacía meses que no mantenían
relaciones sexuales, pero daba lo mismo, a todo se acostumbra una, más ahora
que ya no sentía deseo. Después, él impuso dormir en habitaciones diferentes y
ella, terriblemente entristecida y sintiéndose abandonada, calló. Después, se
impuso luchar con mayor denuedo por su amor.
-Un
hombre que es tan bueno con los animales, no puede ser malo –dijo Estrella-¡Si
vieras lo bueno que era con nuestro perro!
-¿Siempre
es bueno con el perro? –pregunté, aunque ya adivinaba la respuesta.
-Bueno,
en ocasiones se enfadaba –respondió tratando de ocultar su abochornamiento,
dudando unos segundos, antes de responder bajando los ojos a la taza de café
que asía con una mano ya visiblemente temblorosa, hasta el punto de que, roja
como un tomate, tuvo que sujetarla con las dos manos-. En realidad, cuando se
enfadaba porque el perro no le obedecía, le daba unas palizas impresionantes y
una vez incluso trató de colgarlo de la correa de un árbol del jardín. Un chico
joven que pasaba, viéndolo, le llamó la atención y amenazó con colgarle a él de
los huevos y él, amedrentado, descolgó al animal que ya casi no se debatía, y
se lo llevó a casa. Allí lo bañó con su gel personal y lo perfumó, y te
hubieras enternecido si hubieses visto cómo le besaba.
Me
dijo esto con una sonrisa boba colgada de su rostro ajado y, después,
posiblemente viendo la gravedad con que la miraba, se derrumbó y explotó a
llorar tapándose la cara con ambas manos. La consolé como pude y pedí una tila.
Dije que no hablase y que terminase la infusión.
Fumamos un cigarrillo. Le
cogí la mano con delicadeza, muy apesadumbrado, y le dije:
-Estrella,
¿sabes que estás en un campo de minas? Debes buscar ayuda. Puedo indicarte
adónde ir y a quién recurrir.
No
me respondió, pero se rió feble intentando mostrar incredulidad, como diciendo
qué cosas dice este tonto. Después, nos
despedimos con un fuerte abrazo. Así que este tonto se fue muy preocupado y
tres días después supe que había vuelto a Barcelona.
Lo
malo es que, pasados dos meses –la noticia evidentemente salió en todos los
periódicos-, el marido la prendió fuego en casa, y después el hombrón intentó
suicidarse defenestrándose desde el segundo piso. Pero cayó sobre una camioneta
de verduras que estaba estacionada justamente abajo. Yo de ser él, me hubiese
subido al décimo, o a la terraza mejor, a ver si con eso la fortuna me
acompañaba y le hacía un favor al mundo, sobre todo a las mujeres.
Lástima,
no aprendemos con eso del miramiento social y del respeto incondicional a los
demás. Por eso, a Estrella, con el es malo ser egoísta, se le fue primero el
ego y después, con el fuego, la vida.
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