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A través de la rendija de una puerta
José Martín Hurtado Galves
La idea de hacer puertas surgió de las necesidades de entrar y de salir. Alguien se dio cuenta de que había un afuera y un adentro, lo cual trajo como consecuencia la posibilidad de prohibir o permitir el paso a las propiedades personales o familiares.
Cuando surgieron las sociedades sedentarias, las casas no tenían puertas. Se entraba y se salía por medio de escaleras que conducían a las azoteas. Esto se debió al miedo a ser invadidos por animales o grupos humanos de otras tribus. Posteriormente fueron creadas las puertas, cuando la sociedad se dividió en pequeños grupos o familias. Ya no se pretendía defenderse de animales o de posibles invasores; ahora simplemente se buscaba establecer espacios privados, aún dentro del clan o de la tribu.
Podríamos decir –con temor a equivocarnos–, que las puertas son el producto del desarrollo individual del ser humano. Un individualismo familiar que “degeneró” en un particular modo racional de ser; en donde las puertas no están solamente en las casas, sino en las escuelas, en los bancos, en las cárceles, en los recintos de gobierno; también en los roperos, en las cajas de seguridad, en los tocadores; en fin, en aquellos inmuebles y muebles que fueron construidos para guardar cosas, prejuicios y libertades.
Hay puertas en las puertas, puertas para salir, puertas para entrar y, aún más, puertas para construir o destruir puertas.
Pero las puertas abrieron su propia puerta, “evolucionaron”, nosotros nos hemos convertido en ellas. Somos el producto de una especie de metamorfosis en retrospectiva. Nos usan para entrar o para salir. A veces nos fuerzan la chapa con halagos o simulaciones; otras, simplemente nos derriban y entran o salen por la fuerza. En fin, hay de puertas a puertas, algunas duran más que otras, unas son reales y otras casi ficticias, unas se quedan en el silencio, y otras, como las palabras, nos invitan a preguntarnos ¿qué tipo de puerta soy?
José Martín Hurtado Galves
La idea de hacer puertas surgió de las necesidades de entrar y de salir. Alguien se dio cuenta de que había un afuera y un adentro, lo cual trajo como consecuencia la posibilidad de prohibir o permitir el paso a las propiedades personales o familiares.
Cuando surgieron las sociedades sedentarias, las casas no tenían puertas. Se entraba y se salía por medio de escaleras que conducían a las azoteas. Esto se debió al miedo a ser invadidos por animales o grupos humanos de otras tribus. Posteriormente fueron creadas las puertas, cuando la sociedad se dividió en pequeños grupos o familias. Ya no se pretendía defenderse de animales o de posibles invasores; ahora simplemente se buscaba establecer espacios privados, aún dentro del clan o de la tribu.
Podríamos decir –con temor a equivocarnos–, que las puertas son el producto del desarrollo individual del ser humano. Un individualismo familiar que “degeneró” en un particular modo racional de ser; en donde las puertas no están solamente en las casas, sino en las escuelas, en los bancos, en las cárceles, en los recintos de gobierno; también en los roperos, en las cajas de seguridad, en los tocadores; en fin, en aquellos inmuebles y muebles que fueron construidos para guardar cosas, prejuicios y libertades.
Hay puertas en las puertas, puertas para salir, puertas para entrar y, aún más, puertas para construir o destruir puertas.
Pero las puertas abrieron su propia puerta, “evolucionaron”, nosotros nos hemos convertido en ellas. Somos el producto de una especie de metamorfosis en retrospectiva. Nos usan para entrar o para salir. A veces nos fuerzan la chapa con halagos o simulaciones; otras, simplemente nos derriban y entran o salen por la fuerza. En fin, hay de puertas a puertas, algunas duran más que otras, unas son reales y otras casi ficticias, unas se quedan en el silencio, y otras, como las palabras, nos invitan a preguntarnos ¿qué tipo de puerta soy?
Etiquetas: Cuento
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