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Jenny o el vacío ético
Jenny, aunque en realidad se llamaba Juana, era una chica muy guapa. En realidad acaba de cumplir sus dieciocho en Noviembre, el día once; era una escorpio integral (siempre tenía mucho calor en el “chichi”) y, además, tenía un cuerpo de cine. Su aspecto general era de “vamp” inconfundible y eso le gustaba una barbaridad: pelo negro, lacio y largo, chatilla, ojos grandes y oscuros, labios regordetes, muy sensuales (mamadores, decía ella) y un cuerpo de locura; su trasero era grande y redondo, como una manzana, bien partido, un pelín hacia afuera, justamente lordótico, sobre unas piernas fuertes y hermosas, que trataba siempre de exhibir lo máximo posible. Sus senos eran grandes y túrgidos, tal vez demasiado para su edad, para la niñez inviolada de sus facciones y, como era sabedora de lo que valía un buen cuerpo, caminaba así, un poco desenfadada y moviendo demasiado las caderas. Todo ello daba mucho morbo a aquel cuerpo pletórico y bien conformado, adornado por una cara de colegiala, medio putilla, niña mala.
Era sábado y tenía que salir a divertirse, ir de marcha. Sus amigas estaban de vacaciones, por lo que tenía que valérselas por sí misma. Sus padres estaban en el chalet y la hacían estudiando, preparando el examen de selectivo que sería en Septiembre. Bueno, pensó, había tiempo suficiente para leérselo por encima. Ahora tenía que disfrutar la noche. Sacó de su pequeño bolso el monedero e hizo un mohín displicente al encontrar aquellos doce euros solitarios. Había, pues, que apelar a los recursos infalibles.
Fue a la parada del autobús. Hacía bastante calor y había solamente dos viejos aguardando al 81. Cuando llegó lo tomaron. Se sintió bien en el ambiente fresco del aire acondicionado y hubiese deseado que el trayecto durara un poco más. No obstante se bajó en la Plaza del Rey. Eran las siete de la tarde y había bastante tráfico para ser finales de Julio. Miró al parque y vio en el banco a un hombre, de unos sesenta años, leyendo el periódico. Se acercó, sentándose a su lado. El hombre la miró.
-Si me das treinta euros te hago un francés -dijo con aquella voz cautivadora y muy putona que ponían en los anuncios de sexo de la tele-. Te caerá la baba.
El hombre la miró sorprendido -debería ser un tipo bien, pues iba enfundado en un traje caro, con corbata de seda-, después la cara se le alteró con una sonrisa de sátiro y, sin decir palabra, le indicó con la mano la entrada de un aparcamiento subterráneo.
-Me vas a alegrar la tarde -murmuró el anciano-. Tengo el coche dentro, en un rincón apartado. Es un buen sitio para eso.
El vigilante, desde su caseta, les miró con ojos inciertos, después hizo un breve saludo, al cual respondió escuetamente el hombre mayor con un movimiento de cabeza.
Al final, oculto tras una columna, había un Mercedes gris metalizado. El hombre sacó las llaves y abrió una puerta trasera. Se metió dentro y se arrellanó en el asiento, abriendo bastante las piernas y, ella, inmediatamente, se lanzó sobre la bragueta. Hacía eso siempre, se la chupaba a algún carcamal antes de irse a la discoteca; así obtenía algunos billetes extras.
El viejo jadeaba excitado y de vez en cuando resoplaba fuerte. Se la sacó, tenía prepucio y ella, tirando hacia atrás descubrió un glande grande, reluciente, un poco lívido. No esperaba aquella pistola en semejante carcamal. Tenía una polla larga y dura, el viejo cabrón. Se la metió en la boca sin preámbulos, hasta la garganta, mientras aquel mamón gemía y le decía cochinadas con voz entrecortada:
-¡Chupa guarra ! ¡Cómetela cerda ! ¡Mámala putita !
Ella subió la cabeza tres veces, succionando aquel trozo de carne caliente y suave y él, en apenas quince segundos, eyaculó. La sensación de tener el semen en la boca no le disgustaba aunque fuese el de un viejo, al contrario, le gustaba tragárselo, saborearlo un poco en su boca, mezclarlo con la saliva, antes de engullirlo. La leche del puerco senil era poca, pero espesa.
-¡Otra ! -ordenó el hombre, dejando caer encima de su pene un billete de cincuenta.
Ella se la metió nuevamente en la boca y chupó el glande, lengüeteó el frenillo y después folló aquella polla todo lo largo que era, ya erecta otra vez, aunque menos dura que antes; tuvo que aplicarse un poco más a fondo, pero en un par de minutos ya estaba fuera del coche, mientras el pájaro se quedaba desmadejado en el coche, la picha fláccida, casi dormido, los ojos en blanco, con una sonrisa bobalicona en su cara de pergamino.
“Que te follen”, pensó la nena, apresurándose a salir, en dirección al rectángulo de luz.
Viéndola pasar, al guarda se le dibujó una sonrisa maliciosa. Ay, esas guarrillas, pensaría, sin duda, poniéndose cachondo.
Le encantaba ir a Clímax-Cenital los sábados por la noche porque, como solía decir, había mogollón de gente y una marcha que era una caña. La música no paraba, siempre muy fuerte, aunque hacía demasiado calor. No obstante había un ambientazo de puta madre, que enganchaba, que le tiraba a uno desde las entrañas. El “bacalao” y la música “máquina” se mezclaban arrolladoramente y la gente se divertía a caudales. Acababan drogados, jodidos, enervados y sudados como cerdos, pero valía la pena; uno se sentía vivo, introducido en un mundo mágico diferente al gris de todos los días y notaba que había sucedido algo, que formaba parte de un mundo inconsútil cuando, quebrado hasta las esencias, dejaba caer su cuerpo en la cama a las doce del mediodía, después de dos días seguidos de juerga.
A Jenny aquella noche le gustó especialmente el ambiente, la música era súper-cañera, más que nunca, y había un montón de tíos buenos, bastantes ciclados y luciendo tatuajes bizarros. Se preguntó, riéndose de su propio chiste, dónde se metían durante la semana y rió más todavía al decir, para sí, que a ella tampoco se la veía en esos días, con lo buena que estaba.
El gorila de la entrada la dejó entrar sin pagar, dejando caer sobre ella una sonrisilla maliciosa. Se lo había follado unas cuantas veces, pero no era gran cosa pese a tanto músculo. Eso le valía la entrada gratis, sin embargo. Siempre sacaba partido de ese don que la naturaleza le había dado.
Dentro, echó una ojeada alrededor para comprobar si algunos habituales habían llegado y así, al primer golpe de ojo, no vio a nadie, en aquella multitud alocada que se cimbreaba por todos los sitios, que movía el esqueleto al compás de una música fuerte y sincopada.
Había un montón de cerdas tragando en la barra, provocando a aquel camarero moreno, cubano, que estaba para merendárselo. Se veía también bastante gente dándole la espalda, mirando como la turba bailaba en la pista, donde estallaba una vorágine de luces, bacalao y cuerpos frenéticos. Bastantes parejas se pegaban la paliza en los reservados, allí, a unos metros, a su izquierda, en los rincones oscuros que olían siempre a colonia barata, sudor y semen.
De aquel rincón hediondo salió una guarra con camiseta blanca, a la que se pegaban las tetas impresionantes, marcando los pezones erectos, una chica esbelta y de rubia melena, que le llegaba casi hasta el culo. Estaba imponente, había que reconocerlo. Se acercó a Jenny, sonriendo.
Rosy, así con y griega al final, era tal vez la más potente de las chicas que iban por allí y la más salida, pues era capaz de pasarse por la piedra a más de una docena de tíos en una noche normal y, aún así, quedarse a media ración. En el fondo, a pesar de una implícita competencia entre chicas estupendas, marchosas y salidas, Jenny sentía admiración por Rosy. Además, era una tía con pelas, muy enrollada y andando a su vera nunca le faltaba a una cuatro copas o cuatro rayas.
-¿Qué tal ?
-Bien, acabo de llegar.
-Yo llevo aquí una hora. Me da la impresión de que hoy la noche será fuerte.
Rosy llevaba una minifalda roja, una de esas de goma que se pegaban a la base del culo y que se iban subiendo hasta que dejaban ver prácticamente el coño. Jenny no pudo dejar de admirar sus hermosas tetas ni su culo redondo y turgente, como una pera.
Sí, tenía un trasero perfecto y Jenny se sentía siempre un poco morbosa cuando la tenía cerca. No es que fuera bollera, pero no le daría asco enrollarse una noche con ella. A veces se había masturbado con esta fantasía y estaba convencida que algún día sucedería. También Rosy la miraba a veces de manera significativa, aunque principalmente le fueran los tíos. En la vida una debía probarlo todo.
-Acompáñame -le dijo Rosy.
Entraron en los aseos. Estaba todo bastante limpio, si se tenía en cuenta la gente que entraba y salía. No obstante, era pronto aún y a las tres de la madrugada aquello parecería un corral de cerdos.
Se metieron en un servicio y cerraron la puerta. Rosy sacó una papelina y la cortó sobre la tapa del váter. Aquello le vendría estupendamente y le permitiría ir aguantando el tirón de la noche.
Sí, le encantaba hacerse unos buenos tiros y después meterse quince cubatas entre pecho y espalda, y un puñado de pastillas, y así llegar a aquel punto donde no se sabía lo que se hacía, rebasar la frontera entrando en el mundo de la inconsciencia y la falta absoluta de control. Aquello, no obstante era peligroso y más de un amigo se lo había advertido; viendo como se ponía, tenía muchas posibilidades de que algún día le sucediese algo grave. Pero ella sabía que estaba en un rumbo irreversible, que nunca le había sucedido nada y que lo importante era divertirse, pese a los peligros potenciales. La peña estaba mal, el mundo estaba mal, todo estaba peor.
Rosy cortó la farlopa con una seis mil y enrolló un billete de diez, ofreciéndoselo. Había dos rayas, gruesas y de a palmo, joder. Efectivamente, Rosy era una tía total, súper-enrollada.
Cuando salieron, había mucha más basca en el local; el ambiente hervía. Tenían que avanzar abriéndose paso con los codos. El lugar parecía más oscuro, la gente bailaba más descontrolada al ritmo máquina, en un ambiente caótico y devastador. Allí estaba, pensó Jenny mientras sentía el regusto amargo deslizarse por su garganta, la sal de la vida, el copón de la hostia.
Se tomaron un cubata y bailaron un rato, de aquella manera provocativa, moviendo bien el culo y las tetas. Alguien le tocó por la espalda y, al volverse, Jenny se tropezó con una cara de ojos aguanosos y mirada perdida. Aquel tío estaba súper-colocado. Era el que estaba con Rosy en el reservado, del cual le dijo que no conocía de nada, que estaba bien y que así, en un plis-plás, se habían enrollado. Se lo presentó. Se llamaba Toni, sí, con i latina al final, y parecía un tipo divertido. Las invitó a otra copa.
De hecho tomaron varios pelotazos y fueron apareciendo tíos que ella no conocía de nada y que les decían las mismas chorradas de siempre. Ya iba notando la cabeza turbia, las ideas difusas, aunque lograba recordar que se fueron unos cuantos al baño y se tomaron mogollón de pastillas.
Sentía mucha sed y bebió más, mucho más, porque el tío aquel, Toni, pagaba. Tampoco lo recordaba bien, pero en cierto momento se vio en el reservado, chupándole la polla. Tenía un aparato grande, con un glande perfectamente descapullado y gordo. No empalmaba bien, pero ella y Rosy consiguieron que se corriera, aún con media erección. El tío se quedó dormido y las dos salieron a la barra, a beber más, hasta que en un momento indefinido, se separaron y se perdieron durante el resto de la noche.
Así mismo creía recordar que vio a Rocky, un camello, un tipo alto, moreno, apatillado, con perilla, con anillos en la oreja y pinta de macarrón. Creyó acordarse de que follaron y así debió ser porque se encontró de repente con una buena bola de farlopa en las manos. Habría cinco gramos por lo menos, pero los consumió en menos de una hora.
A las dos y media aproximadamente -porque a las dos se hizo una buena raya y miró el reloj y estaba aún de este lado- perdió el control. Sabía que había estado bailando y bebiendo y tomando pastillas, pero después algo hizo “¡puf !” en su cabeza y le cayó como un plomo el olvido. Sabía también que había estado jodiendo sin parar: no sabía a cuantos se había tirado a lo largo de la noche ni lo que había hecho en un espacio de casi tres horas
Eran las ocho de la madrugada cuando le fue bajando la turca. Estaba a la puerta de la discoteca, ya era de día, hacía un sol pesado, que hacía casi difícil el respirar.
Una manada de urbanitas noctámbulos, pastilleros, discotequeros y especimenes diversos fueron saliendo de aquel cuadrado de cemento y cristal. Se metían en los coches y arrancaban en dirección a la capital. Ella se sabía sola. Tenía que buscar a alguien, para que la llevase a casa. Había un par de tipos mayores, de unos treinta años, que entraban en un coche deportivo. Ella se les acercó y les prometió unas buenas mamadas si la llevaban a casa.
Subió con aquellos dos, que parecían tipos de esos que ganan mucho dinero, yuppies o como mierda se llamen, que juegan a la bolsa y tienen gustos caros. Se metieron por un camino vecinal y, allí, entre unos cañaverales, se lo hicieron de todas formas. Uno incluso le dio por el culo. Le dolió algo, pero no tanto como hubiera esperado, puesto que estaba medio drogada todavía y eso anestesia, como es sabido, si bien no protestó, aunque se sentía forzada, consciente de que aquello no era limpio. Por un instante estuvo a punto de chillar, de pedir ayuda, pero estaba demasiado cansada para hacer nada.
Su meñique moral le hacía ver aquello como indecoroso, anómalo, pero era incapaz de ir un más allá obvio. Deseó que acabase pronto y, así fue, aunque se habían corrido también en su cara, si bien le dieron klinecs para que se limpiase. Pensó que ella se lo había buscado, que podía esperarse cualquier cosa en la movida y que, aquellos tipos, aunque eran unos guarros, habían sido legales con ella, dado que la habían dejado a la puerta de su finca. Nada, no había pasado nada, pero se habían pasado, habían sido unos abusones, unos putos cabrones. Ya tendría más cuidado la próxima vez
Entró en el ascensor y pulsó el botón. Abrió la puerta de su casa, yendo directamente a su cama. Se quedó en bragas y notó lo agotada que estaba, que pronto se quedaría dormida. Había sido un fin de semana movido, como todos; intentaría estudiar algo durante los próximos días, pero trataría de que el sábado siguiente fuese mejor que éste.
Como cada lunes, se levantó muy tarde, con el cuerpo quebrado y la cabeza rota. Se encaminó con paso vacilante hacia el cuarto de baño, haciendo caso omiso a la acostumbrada mirada reprobadora de su madre y a sus palabras amenazantes. Era una guarrilla, pero era su hija, y la tendrían que aguantar hasta que tuviera, por lo menos, un trabajo con el que tirar por la vida.
Se duchó, estaba rendida y el agua caliente le relajó los músculos, haciendo que se sintiese un poco mejor. Después se tomaría un sedante, dormiría unas cuantas horas y se levantaría casi como nueva... Se miró en el espejo, coqueta y satisfecha e hizo, para sí, unos gestos muy obscenos. Era la hostia, pensó. La verdad era que estaba muy buena, con su cuerpo de infarto, sobre todo con aquellos pechos como manzanas frescas.
Al meterse nuevamente entre las sábanas y sentir el leve adormecimiento inicial de los diez miligramos de hipnótico que se había tragado, le corrieron por la mente imágenes fugaces de lo que había ocurrido el día anterior. No pudo evitar aquella liviana zozobra inicial, pero trató de sobreponerse y lo consiguió raudo. Habían abusado de ella, aunque sabía que era de esperar, porque era carne suculenta, porque estaba muy buena; pero no lo recordaba bien, tal vez la imaginación se le disparase, apenas recordaba nada del día pasado, ni de la semana anterior, ni de la otra, ni tampoco le importaba. A la semana siguiente, más.
Era sábado y tenía que salir a divertirse, ir de marcha. Sus amigas estaban de vacaciones, por lo que tenía que valérselas por sí misma. Sus padres estaban en el chalet y la hacían estudiando, preparando el examen de selectivo que sería en Septiembre. Bueno, pensó, había tiempo suficiente para leérselo por encima. Ahora tenía que disfrutar la noche. Sacó de su pequeño bolso el monedero e hizo un mohín displicente al encontrar aquellos doce euros solitarios. Había, pues, que apelar a los recursos infalibles.
Fue a la parada del autobús. Hacía bastante calor y había solamente dos viejos aguardando al 81. Cuando llegó lo tomaron. Se sintió bien en el ambiente fresco del aire acondicionado y hubiese deseado que el trayecto durara un poco más. No obstante se bajó en la Plaza del Rey. Eran las siete de la tarde y había bastante tráfico para ser finales de Julio. Miró al parque y vio en el banco a un hombre, de unos sesenta años, leyendo el periódico. Se acercó, sentándose a su lado. El hombre la miró.
-Si me das treinta euros te hago un francés -dijo con aquella voz cautivadora y muy putona que ponían en los anuncios de sexo de la tele-. Te caerá la baba.
El hombre la miró sorprendido -debería ser un tipo bien, pues iba enfundado en un traje caro, con corbata de seda-, después la cara se le alteró con una sonrisa de sátiro y, sin decir palabra, le indicó con la mano la entrada de un aparcamiento subterráneo.
-Me vas a alegrar la tarde -murmuró el anciano-. Tengo el coche dentro, en un rincón apartado. Es un buen sitio para eso.
El vigilante, desde su caseta, les miró con ojos inciertos, después hizo un breve saludo, al cual respondió escuetamente el hombre mayor con un movimiento de cabeza.
Al final, oculto tras una columna, había un Mercedes gris metalizado. El hombre sacó las llaves y abrió una puerta trasera. Se metió dentro y se arrellanó en el asiento, abriendo bastante las piernas y, ella, inmediatamente, se lanzó sobre la bragueta. Hacía eso siempre, se la chupaba a algún carcamal antes de irse a la discoteca; así obtenía algunos billetes extras.
El viejo jadeaba excitado y de vez en cuando resoplaba fuerte. Se la sacó, tenía prepucio y ella, tirando hacia atrás descubrió un glande grande, reluciente, un poco lívido. No esperaba aquella pistola en semejante carcamal. Tenía una polla larga y dura, el viejo cabrón. Se la metió en la boca sin preámbulos, hasta la garganta, mientras aquel mamón gemía y le decía cochinadas con voz entrecortada:
-¡Chupa guarra ! ¡Cómetela cerda ! ¡Mámala putita !
Ella subió la cabeza tres veces, succionando aquel trozo de carne caliente y suave y él, en apenas quince segundos, eyaculó. La sensación de tener el semen en la boca no le disgustaba aunque fuese el de un viejo, al contrario, le gustaba tragárselo, saborearlo un poco en su boca, mezclarlo con la saliva, antes de engullirlo. La leche del puerco senil era poca, pero espesa.
-¡Otra ! -ordenó el hombre, dejando caer encima de su pene un billete de cincuenta.
Ella se la metió nuevamente en la boca y chupó el glande, lengüeteó el frenillo y después folló aquella polla todo lo largo que era, ya erecta otra vez, aunque menos dura que antes; tuvo que aplicarse un poco más a fondo, pero en un par de minutos ya estaba fuera del coche, mientras el pájaro se quedaba desmadejado en el coche, la picha fláccida, casi dormido, los ojos en blanco, con una sonrisa bobalicona en su cara de pergamino.
“Que te follen”, pensó la nena, apresurándose a salir, en dirección al rectángulo de luz.
Viéndola pasar, al guarda se le dibujó una sonrisa maliciosa. Ay, esas guarrillas, pensaría, sin duda, poniéndose cachondo.
Le encantaba ir a Clímax-Cenital los sábados por la noche porque, como solía decir, había mogollón de gente y una marcha que era una caña. La música no paraba, siempre muy fuerte, aunque hacía demasiado calor. No obstante había un ambientazo de puta madre, que enganchaba, que le tiraba a uno desde las entrañas. El “bacalao” y la música “máquina” se mezclaban arrolladoramente y la gente se divertía a caudales. Acababan drogados, jodidos, enervados y sudados como cerdos, pero valía la pena; uno se sentía vivo, introducido en un mundo mágico diferente al gris de todos los días y notaba que había sucedido algo, que formaba parte de un mundo inconsútil cuando, quebrado hasta las esencias, dejaba caer su cuerpo en la cama a las doce del mediodía, después de dos días seguidos de juerga.
A Jenny aquella noche le gustó especialmente el ambiente, la música era súper-cañera, más que nunca, y había un montón de tíos buenos, bastantes ciclados y luciendo tatuajes bizarros. Se preguntó, riéndose de su propio chiste, dónde se metían durante la semana y rió más todavía al decir, para sí, que a ella tampoco se la veía en esos días, con lo buena que estaba.
El gorila de la entrada la dejó entrar sin pagar, dejando caer sobre ella una sonrisilla maliciosa. Se lo había follado unas cuantas veces, pero no era gran cosa pese a tanto músculo. Eso le valía la entrada gratis, sin embargo. Siempre sacaba partido de ese don que la naturaleza le había dado.
Dentro, echó una ojeada alrededor para comprobar si algunos habituales habían llegado y así, al primer golpe de ojo, no vio a nadie, en aquella multitud alocada que se cimbreaba por todos los sitios, que movía el esqueleto al compás de una música fuerte y sincopada.
Había un montón de cerdas tragando en la barra, provocando a aquel camarero moreno, cubano, que estaba para merendárselo. Se veía también bastante gente dándole la espalda, mirando como la turba bailaba en la pista, donde estallaba una vorágine de luces, bacalao y cuerpos frenéticos. Bastantes parejas se pegaban la paliza en los reservados, allí, a unos metros, a su izquierda, en los rincones oscuros que olían siempre a colonia barata, sudor y semen.
De aquel rincón hediondo salió una guarra con camiseta blanca, a la que se pegaban las tetas impresionantes, marcando los pezones erectos, una chica esbelta y de rubia melena, que le llegaba casi hasta el culo. Estaba imponente, había que reconocerlo. Se acercó a Jenny, sonriendo.
Rosy, así con y griega al final, era tal vez la más potente de las chicas que iban por allí y la más salida, pues era capaz de pasarse por la piedra a más de una docena de tíos en una noche normal y, aún así, quedarse a media ración. En el fondo, a pesar de una implícita competencia entre chicas estupendas, marchosas y salidas, Jenny sentía admiración por Rosy. Además, era una tía con pelas, muy enrollada y andando a su vera nunca le faltaba a una cuatro copas o cuatro rayas.
-¿Qué tal ?
-Bien, acabo de llegar.
-Yo llevo aquí una hora. Me da la impresión de que hoy la noche será fuerte.
Rosy llevaba una minifalda roja, una de esas de goma que se pegaban a la base del culo y que se iban subiendo hasta que dejaban ver prácticamente el coño. Jenny no pudo dejar de admirar sus hermosas tetas ni su culo redondo y turgente, como una pera.
Sí, tenía un trasero perfecto y Jenny se sentía siempre un poco morbosa cuando la tenía cerca. No es que fuera bollera, pero no le daría asco enrollarse una noche con ella. A veces se había masturbado con esta fantasía y estaba convencida que algún día sucedería. También Rosy la miraba a veces de manera significativa, aunque principalmente le fueran los tíos. En la vida una debía probarlo todo.
-Acompáñame -le dijo Rosy.
Entraron en los aseos. Estaba todo bastante limpio, si se tenía en cuenta la gente que entraba y salía. No obstante, era pronto aún y a las tres de la madrugada aquello parecería un corral de cerdos.
Se metieron en un servicio y cerraron la puerta. Rosy sacó una papelina y la cortó sobre la tapa del váter. Aquello le vendría estupendamente y le permitiría ir aguantando el tirón de la noche.
Sí, le encantaba hacerse unos buenos tiros y después meterse quince cubatas entre pecho y espalda, y un puñado de pastillas, y así llegar a aquel punto donde no se sabía lo que se hacía, rebasar la frontera entrando en el mundo de la inconsciencia y la falta absoluta de control. Aquello, no obstante era peligroso y más de un amigo se lo había advertido; viendo como se ponía, tenía muchas posibilidades de que algún día le sucediese algo grave. Pero ella sabía que estaba en un rumbo irreversible, que nunca le había sucedido nada y que lo importante era divertirse, pese a los peligros potenciales. La peña estaba mal, el mundo estaba mal, todo estaba peor.
Rosy cortó la farlopa con una seis mil y enrolló un billete de diez, ofreciéndoselo. Había dos rayas, gruesas y de a palmo, joder. Efectivamente, Rosy era una tía total, súper-enrollada.
Cuando salieron, había mucha más basca en el local; el ambiente hervía. Tenían que avanzar abriéndose paso con los codos. El lugar parecía más oscuro, la gente bailaba más descontrolada al ritmo máquina, en un ambiente caótico y devastador. Allí estaba, pensó Jenny mientras sentía el regusto amargo deslizarse por su garganta, la sal de la vida, el copón de la hostia.
Se tomaron un cubata y bailaron un rato, de aquella manera provocativa, moviendo bien el culo y las tetas. Alguien le tocó por la espalda y, al volverse, Jenny se tropezó con una cara de ojos aguanosos y mirada perdida. Aquel tío estaba súper-colocado. Era el que estaba con Rosy en el reservado, del cual le dijo que no conocía de nada, que estaba bien y que así, en un plis-plás, se habían enrollado. Se lo presentó. Se llamaba Toni, sí, con i latina al final, y parecía un tipo divertido. Las invitó a otra copa.
De hecho tomaron varios pelotazos y fueron apareciendo tíos que ella no conocía de nada y que les decían las mismas chorradas de siempre. Ya iba notando la cabeza turbia, las ideas difusas, aunque lograba recordar que se fueron unos cuantos al baño y se tomaron mogollón de pastillas.
Sentía mucha sed y bebió más, mucho más, porque el tío aquel, Toni, pagaba. Tampoco lo recordaba bien, pero en cierto momento se vio en el reservado, chupándole la polla. Tenía un aparato grande, con un glande perfectamente descapullado y gordo. No empalmaba bien, pero ella y Rosy consiguieron que se corriera, aún con media erección. El tío se quedó dormido y las dos salieron a la barra, a beber más, hasta que en un momento indefinido, se separaron y se perdieron durante el resto de la noche.
Así mismo creía recordar que vio a Rocky, un camello, un tipo alto, moreno, apatillado, con perilla, con anillos en la oreja y pinta de macarrón. Creyó acordarse de que follaron y así debió ser porque se encontró de repente con una buena bola de farlopa en las manos. Habría cinco gramos por lo menos, pero los consumió en menos de una hora.
A las dos y media aproximadamente -porque a las dos se hizo una buena raya y miró el reloj y estaba aún de este lado- perdió el control. Sabía que había estado bailando y bebiendo y tomando pastillas, pero después algo hizo “¡puf !” en su cabeza y le cayó como un plomo el olvido. Sabía también que había estado jodiendo sin parar: no sabía a cuantos se había tirado a lo largo de la noche ni lo que había hecho en un espacio de casi tres horas
Eran las ocho de la madrugada cuando le fue bajando la turca. Estaba a la puerta de la discoteca, ya era de día, hacía un sol pesado, que hacía casi difícil el respirar.
Una manada de urbanitas noctámbulos, pastilleros, discotequeros y especimenes diversos fueron saliendo de aquel cuadrado de cemento y cristal. Se metían en los coches y arrancaban en dirección a la capital. Ella se sabía sola. Tenía que buscar a alguien, para que la llevase a casa. Había un par de tipos mayores, de unos treinta años, que entraban en un coche deportivo. Ella se les acercó y les prometió unas buenas mamadas si la llevaban a casa.
Subió con aquellos dos, que parecían tipos de esos que ganan mucho dinero, yuppies o como mierda se llamen, que juegan a la bolsa y tienen gustos caros. Se metieron por un camino vecinal y, allí, entre unos cañaverales, se lo hicieron de todas formas. Uno incluso le dio por el culo. Le dolió algo, pero no tanto como hubiera esperado, puesto que estaba medio drogada todavía y eso anestesia, como es sabido, si bien no protestó, aunque se sentía forzada, consciente de que aquello no era limpio. Por un instante estuvo a punto de chillar, de pedir ayuda, pero estaba demasiado cansada para hacer nada.
Su meñique moral le hacía ver aquello como indecoroso, anómalo, pero era incapaz de ir un más allá obvio. Deseó que acabase pronto y, así fue, aunque se habían corrido también en su cara, si bien le dieron klinecs para que se limpiase. Pensó que ella se lo había buscado, que podía esperarse cualquier cosa en la movida y que, aquellos tipos, aunque eran unos guarros, habían sido legales con ella, dado que la habían dejado a la puerta de su finca. Nada, no había pasado nada, pero se habían pasado, habían sido unos abusones, unos putos cabrones. Ya tendría más cuidado la próxima vez
Entró en el ascensor y pulsó el botón. Abrió la puerta de su casa, yendo directamente a su cama. Se quedó en bragas y notó lo agotada que estaba, que pronto se quedaría dormida. Había sido un fin de semana movido, como todos; intentaría estudiar algo durante los próximos días, pero trataría de que el sábado siguiente fuese mejor que éste.
Como cada lunes, se levantó muy tarde, con el cuerpo quebrado y la cabeza rota. Se encaminó con paso vacilante hacia el cuarto de baño, haciendo caso omiso a la acostumbrada mirada reprobadora de su madre y a sus palabras amenazantes. Era una guarrilla, pero era su hija, y la tendrían que aguantar hasta que tuviera, por lo menos, un trabajo con el que tirar por la vida.
Se duchó, estaba rendida y el agua caliente le relajó los músculos, haciendo que se sintiese un poco mejor. Después se tomaría un sedante, dormiría unas cuantas horas y se levantaría casi como nueva... Se miró en el espejo, coqueta y satisfecha e hizo, para sí, unos gestos muy obscenos. Era la hostia, pensó. La verdad era que estaba muy buena, con su cuerpo de infarto, sobre todo con aquellos pechos como manzanas frescas.
Al meterse nuevamente entre las sábanas y sentir el leve adormecimiento inicial de los diez miligramos de hipnótico que se había tragado, le corrieron por la mente imágenes fugaces de lo que había ocurrido el día anterior. No pudo evitar aquella liviana zozobra inicial, pero trató de sobreponerse y lo consiguió raudo. Habían abusado de ella, aunque sabía que era de esperar, porque era carne suculenta, porque estaba muy buena; pero no lo recordaba bien, tal vez la imaginación se le disparase, apenas recordaba nada del día pasado, ni de la semana anterior, ni de la otra, ni tampoco le importaba. A la semana siguiente, más.
Etiquetas: cuento Alario Bataller
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