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El conde vino a cenar, pero como de costumbre, no cenó. Al igual que en ocasiones anteriores trajo su hermosa botella, una joya de la familia, que contenía el vino rojo del mundo. En alguna ocasión se atrevía con una carne de alta calidad totalmente cruda.
Hablamos largo y tendido y como siempre él se explayó a gusto sobre asuntos de su genealogía y de su tierra, también de sus viejos libros que releía constantemente. Poco le interesaban los tiempos modernos, él, extranjero por antonomasia.
Su país se ha convertido en algo irreconocible, dijo grave, no lo reconozco si lo comparo con el que vi en tiempos decimonónicos, cuando pasé una estadía por aquí. Hay demasiada gente, en exceso variopinta y la mayoría no son, en el sentido general, saludables.
Evidentemente no solo se refería al lado físico, pero no le interrumpí.
Había dicho: los aristócratas no somos inmigrantes, pero sé muy bien lo que es verse forzado a abandonar el propio país.
Asentí, haciéndole notar mi similar extrañeza.
Después apunté aquello (lo escribió Mújica Lainez) de que, actualmente, la patria era una cuestión de nostalgia, algo que se recuerda y ya no está, tiempos preteridos pero no olvidados. Uno debe sentirse pertenecer a algún sitio y no era tal mi caso.
Su melancólica lividez pareció acentuarse cuando cerró los ojos y sorbió delicadamente de su copa.
Cada noche duermo sobre mi patria, remató.
SAB, Cuando cazaba pelos
Etiquetas: Alario novela
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