“No, así no. Una tierra baldía, pelado yermo. Lago volcánico, el mar muerto: nada de peces, sin algas, hundido en lo profundo de la tierra. Sin viento que levante esas olas, metal gris, venenosas aguas neblinosas. Azufre llamaban a lo que llovía: las ciudades de la llanura: Sodoma, Gomorra, Edom. Nombres muertos todos. Un mar muerto en una tierra muerta, gris y vieja. Vieja ahora. Parió a la más vieja raza, la primera. Una bruja encorvada cruzó desde Cassidy, agarrando por el cuello una botella de una pinta. La gente más vieja. Se fue errante muy lejos por toda la tierra, de cautiverio en cautiverio, multiplicándose, muriendo, naciendo en todas partes. Ahora yacía ahí. Ahora ya no podía parir más. Muerto: el hundido coño gris del mundo”.
James Joyce, Ulises
Carlos Maza Serneguet
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Cuando hace meses leí que Àlex Rigola se disponía a llevar a escena la inmensa –por extensión y calidad– novela póstuma de Roberto Bolaño, 2666, pensé que aquello era imposible: demasiadas historias, demasiados detalles, demasiado todo. Una locura, en fin –se trataría de una adaptación muy libre, claro: más que una adaptación, una obra independiente inspirada en el libro, me dije. Pero Rigola y Pablo Ley no sólo han respetado la novela con una rigurosidad que, desde mi admiración por Bolaño, agradecí en el alma, sino que además lo han hecho con una maestría que me dejó en un estado de agitación del que todavía no salgo. La vi anoche, en el Matadero de Madrid: cinco horas de función que transcurren como un soplo, con momentos que literalmente cortan la respiración. La magnífica puesta en escena se sirve de lo literario, como no podía ser de otra forma: se han respetado las cinco partes de las que se compone la novela, y el lenguaje también se ha mantenido en la medida de lo posible, un gran acierto. En cuanto a las actuaciones, impecables. Magnífico Joan Carreras (en la foto) en el papel del esquivo escritor Benno von Archimboldi, el hilo que conecta las cinco partes del libro y de la obra, y Andreu Benito en la parte de Amalfitano, por no hablar de los demás actores. En fin, no sigo porque me emociono. La obra se presenta en Madrid hasta el 2 de marzo. Absolutamente indispensable.
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Era un joven de profundísimas cogitaciones y espantosa irritabilidad. Por suerte provenía de una familia adinerada, de lo contrario nunca hubiese podido dar dos pasos solo en esta la vida. No sé qué ha sido de él, pero presumo que habrá terminado mal.
Aquella tarde, de hace casi veinte años, nos habíamos encontrado en un parque, donde le vi en un banco, leyendo un grueso volumen. Se trataba de la obra Borges de Bioy Casares, un amplio diario de muchos años que cifraba la relación entre los dos escritores. Yo la había comprado recientemente, pero aún no había tenido ocasión de comenzar a leerla.
Hablamos un poco del libro, me dio sus impresiones, y echamos un pitillo.
Con aire divertido, lo abrió por una página y me leyó:
-Escucha esto: “Borges contó el caso del comisario Bertoni. Se decía que hombres como el comisario Bertoni se habían acabado, que ya no habría más funcionarios con ese sentido del deber, de la justicia y de la responsabilidad. Una anécdota ilustraba estas prendas del comisario. Junto a la comisaría había un baldío y allá pastaba una potranca a la que le había echado el ojo un muchachito del barrio, un mozo pierna. Una madrugada, en la seguridad de que no habría nadie, el mozo se le acercó sigilosamente, la volteó y se la cogió. Bertoni, que no era sonso y estaba en todo, había maliciado las intenciones del joven vecino y esa mañana había madrugado más de lo habitual. Desde el alero de la comisaría, donde mateaba, vigilaba al potrerito. En el momento oportuno se apareció en el lugar del hecho y sorprendió al mozo. Con aquel sentido del deber y de la responsabilidad que ya no volverá a verse, le dijo al mozo: “”Bajate los pantalones” y ahí no más le rompió el culo. Borges recordó riendo que también en la Biblia se dice que hay que matar con la misma arma a la persona y al animal”.[1]
Cerró el libro ceremoniosamente y me miró fijamente con sus ojos muy azules, de aguas contenidas.
-¡Qué lástima! –suspiró- Ya no quedan comisarios como Bertoni.
Hombre, yo le habría hablado de Nuño González, comisario jubilado, al que llamábamos de chirigota “El general” a cuenta de su aire marcial y de su testa prolífica en disparates, pero lo dejé estar, porque al susodicho últimamente no se le veía y un vecino me dijo que andaba verdaderamente mal de los nervios.
-¡Qué envidia! ¡Que envidia! -rezongaba el bribón.
[1] Levítico 20: 15-16
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Reproducimos la conversación sin reclamo alguno de precisión. Las fuentes son demasiado vagas para permitirlo:
RULFO: Maestro, soy yo, Rulfo. Que bueno que ya llegó. Usted sabe como lo estimamos y lo admiramos.
BORGES: Finalmente, Rulfo. Ya no puedo ver a un país, pero lo puedo escuchar. Y escucho tanta amabilidad. Ya había olvidado la verdadera dimensión de esta gran costumbre. Pero no me llame Borges y menos "maestro", dígame Jorge Luis.
RULFO: Que amable. Usted dígame entonces Juan.
BORGES: Le voy a ser sincero. Me gusta más Juan que Jorge Luis, con sus cuatro letras tan breves y tan definitivas. La brevedad ha sido siempre una de mis predilecciones.
RULFO: No, eso sí que no. Juan, cualquiera, pero Jorge Luis, sólo Borges.
BORGES: Usted tan atento como siempre. Dígame, ¿cómo ha estado últimamente?
RULFO: ¿Yo? Pues muriéndome, muriéndome por ahí.
BORGES: Entonces no le ha ido tan mal.RULFO: ¿Cómo así?
BORGES: Imagínese, don Juan, lo desdichado que seríamos si fuéramos inmortales.
RULFO: Sí, verdad. Después anda uno por ahí muerto haciendo como si estuviera uno vivo.
BORGES: Le voy a confesar un secreto. Mi abuelo, el general, decía que no se llamaba Borges, que su nombre verdadero era otro, secreto. Sospecho que se llamaba Pedro Páramo. Yo entonces soy una reedición de lo que usted escribió sobre los de Comala.
RULFO: Así ya me puedo morir en serio.
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(1) Entrevista de Jean Stein en The Paris Review (New York), 1956 (In: COWLEY, Malcom (ed.), Writers at work (1958)).
De BORGES, Adolfo Bioy Casares, Ediciones Destino, Barcelona, 2006
Los personajes de Roberto Arlt, antihéroes trágicos, muestran el lado más amargo del ser humano, concretado en personajes solitarios y orillados, que sufren e intentan rebelarse contra la carga amarga de la existencia, como es el caso del protagonista de El juguete rabioso, Silvio Astier, un granuja adolescente que sueña con ser un gran bandido como Rocambole y un poeta como Baudelaire, para poder huir de la miseria de los barrios más bajos de Buenos Aires.
Esta es la primera novela de Arlt, uno de los máximos creadores de la novela argentina contemporánea, historia iniciática en la que, con su sorprendente estilo expresionista y giros originales, se patentizan las obsesiones del autor, surgidas de ese lado oscuro de la existencia, que sangra con la sordidez de las vidas más desafortunadas.
Etiquetas: Novela, Roberto Arlt
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