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Rubén Verde Florindez quería ser mi amigo, pero, por algunas razones, no podía ser. Muy pronto me di cuenta que nuestra relación era un error. Nunca se lo dije abiertamente, solamente dejé que la cosa se enfriase, marqué distancias en el espacio y en el tiempo, hasta que su presencia inquietante se desvaneció.
Era un joven de profundísimas cogitaciones y espantosa irritabilidad. Por suerte provenía de una familia adinerada, de lo contrario nunca hubiese podido dar dos pasos solo en esta la vida. No sé qué ha sido de él, pero presumo que habrá terminado mal.
Aquella tarde, de hace casi veinte años, nos habíamos encontrado en un parque, donde le vi en un banco, leyendo un grueso volumen. Se trataba de la obra Borges de Bioy Casares, un amplio diario de muchos años que cifraba la relación entre los dos escritores. Yo la había comprado recientemente, pero aún no había tenido ocasión de comenzar a leerla.
Hablamos un poco del libro, me dio sus impresiones, y echamos un pitillo.
Con aire divertido, lo abrió por una página y me leyó:
-Escucha esto: “Borges contó el caso del comisario Bertoni. Se decía que hombres como el comisario Bertoni se habían acabado, que ya no habría más funcionarios con ese sentido del deber, de la justicia y de la responsabilidad. Una anécdota ilustraba estas prendas del comisario. Junto a la comisaría había un baldío y allá pastaba una potranca a la que le había echado el ojo un muchachito del barrio, un mozo pierna. Una madrugada, en la seguridad de que no habría nadie, el mozo se le acercó sigilosamente, la volteó y se la cogió. Bertoni, que no era sonso y estaba en todo, había maliciado las intenciones del joven vecino y esa mañana había madrugado más de lo habitual. Desde el alero de la comisaría, donde mateaba, vigilaba al potrerito. En el momento oportuno se apareció en el lugar del hecho y sorprendió al mozo. Con aquel sentido del deber y de la responsabilidad que ya no volverá a verse, le dijo al mozo: “”Bajate los pantalones” y ahí no más le rompió el culo. Borges recordó riendo que también en la Biblia se dice que hay que matar con la misma arma a la persona y al animal”.[1]
Cerró el libro ceremoniosamente y me miró fijamente con sus ojos muy azules, de aguas contenidas.
-¡Qué lástima! –suspiró- Ya no quedan comisarios como Bertoni.
Hombre, yo le habría hablado de Nuño González, comisario jubilado, al que llamábamos de chirigota “El general” a cuenta de su aire marcial y de su testa prolífica en disparates, pero lo dejé estar, porque al susodicho últimamente no se le veía y un vecino me dijo que andaba verdaderamente mal de los nervios.
-¡Qué envidia! ¡Que envidia! -rezongaba el bribón.
[1] Levítico 20: 15-16
Era un joven de profundísimas cogitaciones y espantosa irritabilidad. Por suerte provenía de una familia adinerada, de lo contrario nunca hubiese podido dar dos pasos solo en esta la vida. No sé qué ha sido de él, pero presumo que habrá terminado mal.
Aquella tarde, de hace casi veinte años, nos habíamos encontrado en un parque, donde le vi en un banco, leyendo un grueso volumen. Se trataba de la obra Borges de Bioy Casares, un amplio diario de muchos años que cifraba la relación entre los dos escritores. Yo la había comprado recientemente, pero aún no había tenido ocasión de comenzar a leerla.
Hablamos un poco del libro, me dio sus impresiones, y echamos un pitillo.
Con aire divertido, lo abrió por una página y me leyó:
-Escucha esto: “Borges contó el caso del comisario Bertoni. Se decía que hombres como el comisario Bertoni se habían acabado, que ya no habría más funcionarios con ese sentido del deber, de la justicia y de la responsabilidad. Una anécdota ilustraba estas prendas del comisario. Junto a la comisaría había un baldío y allá pastaba una potranca a la que le había echado el ojo un muchachito del barrio, un mozo pierna. Una madrugada, en la seguridad de que no habría nadie, el mozo se le acercó sigilosamente, la volteó y se la cogió. Bertoni, que no era sonso y estaba en todo, había maliciado las intenciones del joven vecino y esa mañana había madrugado más de lo habitual. Desde el alero de la comisaría, donde mateaba, vigilaba al potrerito. En el momento oportuno se apareció en el lugar del hecho y sorprendió al mozo. Con aquel sentido del deber y de la responsabilidad que ya no volverá a verse, le dijo al mozo: “”Bajate los pantalones” y ahí no más le rompió el culo. Borges recordó riendo que también en la Biblia se dice que hay que matar con la misma arma a la persona y al animal”.[1]
Cerró el libro ceremoniosamente y me miró fijamente con sus ojos muy azules, de aguas contenidas.
-¡Qué lástima! –suspiró- Ya no quedan comisarios como Bertoni.
Hombre, yo le habría hablado de Nuño González, comisario jubilado, al que llamábamos de chirigota “El general” a cuenta de su aire marcial y de su testa prolífica en disparates, pero lo dejé estar, porque al susodicho últimamente no se le veía y un vecino me dijo que andaba verdaderamente mal de los nervios.
-¡Qué envidia! ¡Que envidia! -rezongaba el bribón.
[1] Levítico 20: 15-16
Etiquetas: Escritores
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Saludos!!!!!