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Los pequeños
En el s. XVII, sir Edward Cook dijo que la casa de un hombre era su castillo. La suya, la del hombre de quien trata esta historia, lo fue sin duda. Pero tampoco es menos cierto que cuando el castellano abandona su castillo, lo acaban ocupando las sombras, aunque no sé si alguien escribió anteriormente algo similar. Sin embargo, en su caso, nadie ni yo mismo, que conozco el asunto en mayor detalle que cualquier otro, puede asegurar si fue el hombre quien atrajo a las sombras o éstas se lo llevaron para siempre nadie sabe donde. Fue en diciembre de hace cinco años cuando Álvaro Rosas, mi amigo, desapareció.
Pocos se acuerdan ahora de los singulares acontecimientos, como tampoco creo que le recuerden a él, un tipo raro para la mayoría de la gente del pueblo. Yo puedo referir su historia con bastante exactitud, hasta donde los hechos lo permiten, porque tengo su diario. Me lo entregó el mes anterior a su desaparición y al ver la extrañeza en mi cara, me dijo que me tranquilizase, que no pensaba saltarse la tapa de los sesos. Ni de lejos sospechaba que fuera a esfumarse, aunque estoy seguro que no abandonó este berenjenal por su propia mano. Tampoco creo que ande todavía por el mundo de los vivos y esta afirmación, por extraña que pueda parecer, quedará en bastante medida aclarada a lo largo de estas páginas.
Lo conocí e intimé con él, en el grado en que su carácter reservado lo permitió, pero ciertamente me hizo partícipe de confidencias que ningún otro sabe. Puede decirse que crecimos juntos; fuimos a la misma escuela, jugamos de niños y, después, aún en sus tiempos de mayor enclaustramiento, le vi alguna vez y hablamos largamente. Apenas pisó la calle en los últimos años de su vida, pero nadie sospechó nada, porque todavía era un hombre bastante joven y aparentemente gozaba de buena salud, antes de que sucediese aquel extraño, llamémosle, desenlace.
El y la casa eran uno, ya lo supo cuando era muy niño. A edad tan temprana tuvo el convencimiento de que algo insólito les unía, que existía un vínculo extraordinario de dependencia entre él y las cosas de su pequeño universo, que había vida en todo, que discurría al unísono con la suya, dentro de un orden necesario. Muchos sabios han intentado explicar este fenómeno universal y se encuentran a nuestra disposición estudios eruditos sobre dicho conocimiento, pero algunas personas especiales llegan a tener un conocimiento sin experiencia, es decir intuitivo, relativo a ciertas regularidades esenciales de la vida y de las cosas del mundo; por ello, nada le sucedía a Álvaro que no tuviera su eco en los viejos muros o en las cerradas sombras del jardín y, por lo demás, fue reafirmándose paulatinamente en el credo de que la casa y la pequeña vida que la habitaba poseía una especie de hálito propio y significativo, que sin embargo le concernía: desde el soso roer de la carcoma de la vieja madera hasta la telúrica musaraña que acechaba en su hura en el seno húmedo y frío de la tierra. Había algo más, no obstante, que por mucho tiempo fue incapaz de definir y que gradualmente fue tomando forma en las fantasías de su mente inocente y a través de las leyendas que, junto al hogar, su abuela le contaba, historia antiguas que ella había conocido por la madre de su madre y ésta por la suya propia. Comenzó a aceptar el rancio dogma de que algo antiguo podía tener algo de verdad, pero si era muy antiguo bien pudiera ser completamente cierto.
En realidad, más que saber todo esto, él lo vivía, porque aún su intelecto no estaba estructurado al modo de los adultos y mucho me temo que mis palabras vengan a empañar bastante el espíritu esencial de los hechos; sea como fuere, entre el gris común del día a día, de las aburridas tareas escolares, de los juegos casi siempre solitarios, cuando su vida transcurría hacia la adolescencia y la etapa adulta, de vez en cuando fue percibiendo fenómenos que le afirmaron en sus anticipaciones, todavía invadidas por el miedo primordial, insinuándole poderosamente que había algo más, que se enhebraba con su existencia, y que tenía una forma concreta y poseía una finalidad entonces apenas prefigurada.
Donde más sentía el niño esa presencia era en el Jardín, en las horas vespertinas, cuando el sol declinaba, anticipando el crepúsculo, pero especialmente con la llegada de la noche. Entonces, la casa se llenaba de una vida misteriosa, que bullía en el fondo de la chimenea, en el interior de los pesados armarios y alacenas, detrás de los libros de la gran biblioteca de su abuelo materno y aunque el miedo le podía, movido por un deseo irrefrenable y mientras sus padres dormían, bajaba a la primera planta de la vieja casa, para intentar descubrir algo en la tiniebla densa. Durante muchos años nada sucedió, hasta que un día creyó ver algo. Sin embargo, ese asunto lo reservo para más tarde.
Antes tengo que contar que habitualmente tenía la impresión de ser observado mientras jugaba en el jardín atardecido. Se sintió horrorizado, porque su mente infantil no distinguía todavía entre la conseja y la realidad cruda. Un gran portón que se cerraba detrás de la cocina separaba el jardín de la vieja casa, circuido por altos muros que llevaban a las antiguas cuadras, donde los arreos de su padre descansaban después del trabajo; estaba muy cuidado, pero todo en él, desde los geranios a las campanillas anaranjadas del emparrado, era tupido, cargado, palpitante. Entre las macetas podía oír el deslizarse de la lombriz en el interior de la tierra o de la babosa en su superficie, los correteos y susurros de los seres diminutos que iban y venían, que nacían y morían en un ciclo natural inevitable. No era grande el jardín, pero en él era todo tan denso que parecía concentrar entre sus plantas toda la pequeña vida del universo, y cuando los haces de luz trémula se colaban entre la bóveda verde naranja, parecían traer la totalidad de la luz del mundo. De adulto leería, sobre todo en primavera y en verano, bajo ese techo natural, mientras en la casa su madre iba y venía con sus faenas domésticas.
Fue a los diez años de edad, durante una tarde gris y melancólica cuando tuvo un atisbo, de una forma hosca y pequeña, que se escondía entre los frondosos helechos. El miedo no le impidió ir a ver, pero no pudo encontrar nada. Ese paso fue el empuje que la faltaba para intentar verlos, porque desde ese momento tuvo la certeza de que había alguien más o muchos más en la casa, y con el tiempo y los estudios creyó que la habitaban desde mucho antes de que él naciera, que quizás vinieron desde lo más profundo de la tierra o de las montañas o tal vez del bosque, y que seguirían allí cuando él muriera.
Desde entonces redobló sus rondas nocturnas por la casa y el jardín, por si los llegaba a ver. También apremió incesantemente a su abuela para acallar sus dudas y su miedo. La anciana representaba una figura matriarcal por excelencia. Ya desde niña había impuesto su dicterio y estaba acostumbrada a ser obedecida. El niño la veneraba, adoraba aquella figura cenceña, digna y mayestática, que encendía velas en los días de tormenta, que rezaba el rosario por las tardes y que le contaba cuentos e historias asombrosas, cuando se sentaban solos en la mesa camilla, junto al ventanal, al calor de brasero. Pero sobre todo, la abuela creía en ellos, aseguraba que habían duendes en el valle, que se escondían en el interior de la tierra o entre la vegetación, a los que llamaba lluendos. Traviesos y juguetones por naturaleza, al amparo de la noche, entraban en las casas introduciéndose por las cerraduras de las puertas y se regodeaban vertiendo la sal, cambiando los objetos de sitio, aunque a veces preparaban la comida o proporcionaban alimentos a la gente necesitada, manifestando una doble relación con el ser humano, jocunda la una, altruista y benefactora la otra. Nunca se comunicó, de su parte, una acción perversa.
Cuando durante las noches oía ruidos en la casa, sobre todo en la parte baja, ecos propios de las construcciones antiguas, de la madera, de los muros viejos, no podía evitar bajar las escaleras excitado, con la luz de un pequeño cirio, caminando muy despacio, los ojos abiertos como platos, a la espera de descubrir alguno de aquellos seres maravillosos. En una segunda ocasión creyó oír un liviano cascabeleo y adivinar, al pie de la mesa del comedor, una figura diminuta, con unas orejillas puntiagudas y unos astutos ojitos ambarinos debajo de un gorrito pintoresco. Fue un segundo, por lo cual nunca estuvo seguro de lo sus ojos contemplaron. En realidad, nunca lograba verlos, pero confiaba en que llegaría el día en que se propiciaría el encuentro.
Pocos viajes hizo a lo largo de su vida, por lo que no pocos se sorprendieron al descubrir alguna vez su fotografía en los periódicos provinciales primero y nacionales después, en los suplementos culturales, que constataban su categoría como escritor. El éxito literario apenas rozó su vida aislada, en aquella casa inmensa en la que vivió solo cuando murió su madre, cuando él tenía treinta y nueve años. La casa que cada vez se parecía más una biblioteca, era el lugar apropiado para un alma sensible y profunda como la suya, que pronto concitó a su alrededor ese negro rencor contra la excelencia que emponzoña al país. Casi todos dejaron de saludarlo en las escasísimas ocasiones que salía a la calle.
En ese tiempo, yo trabajaba en la capital y, salvo en Navidades o en Verano, eran escasas las veces que iba al pueblo. En cada ocasión, algún vecino común me comentada que cada vez resultaba más raro verle, que no sabían nada de él, aunque de noche se veían luces encendidas en la casa o alguien decía haberle visto en el exterior fumando un pitillo a altas horas de la noche. Según parecía, una familiar se encargada de llevar comida a la casa una vez por semana.
Finalmente, por el año cincuenta y ocho, pasaron muchas semanas sin que se supiese nada mi amigo y cuando este vecino se percató del hecho, temiéndose lo peor, fue al ayuntamiento a exponer sus sospechas ante el alcalde. Cuando éste y el médico, acompañados por el guardia municipal, entraron, hallaron la casa deshabitada, ocupada por el polvo y el silencio. Les llamó la atención aquella gran cantidad de libros abiertos en el viejo escritorio, con anotaciones múltiples en las páginas y los extraños signos en un cuaderno de notas, obras todas ellas que versaban sobre el folklore, los mitos y temas poco accesibles a la gente normal. Por mucho que se investigó, nunca se volvió a saber de él. He hecho mis cábalas al respecto, pero me las guardaré para mi coleto y cada cuál puede hacer las suyas; como dije al principio, un viaje errático o la misma muerte no me parecen probables, máxime cuando abro su diario por la última página y leo:
24 de diciembre de 19…: Ahora sé que no fue un sueño. Una voz desconocida me llamó desde el jardín y fui allí sin pensármelo dos veces. Entonces, lo ví; fue, en todo caso, una visión fugaz: unos ojos lucientes y extraños. Sin embargo, le oí antes de verle, una aspiración demasiado fuerte para ser humana e inmediatamente después, con la rapidez de un relámpago, la mirada amarilla, un áspero muslo y unos rasgos de insensatez y misterio, todo él una forma entretejida con los recuerdos más recónditos. Entonces, me vinieron a la mente los versos de Crowley: “Estremécete con el muelle deseo de la luz…” Después, creo que me dormí. Caí en un profundísimo sueño, del que no pudo arrancarme el insistente despertador. Abrí los ojos a las siete de la tarde del día siguiente. Esa noche soñé que era un ciervo corriendo en la espesura.
El ser del jardín me habló en una extraña lengua, que yo entendí a la perfección, y no solo eso, sino que me resultaba tan familiar como la mía propia, como si la hubiera escuchado toda mi vida. El final se acerca, debo esperar.
Etiquetas: Cuentos
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