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La angustia última
Hace muchos años me dediqué a estudiar en profundidad las denominadas genéricamente literaturas germánicas medievales y en particular la literatura de la Inglaterra sajona. Fue cuando descubrí un viejo poema, escrito en aquel dialecto rústico que llegó a ser el sajón, un documento estremecedor que versaba sobre la tumba y sus soledades. Nunca antes un acontecimiento me había aterrorizado tanto, jamás pensé que un breve texto resucitase de aquel modo terrible un miedo antiguo, la mayor de mis angustias. Durante un tiempo, no pude apartar mis ojos de él, lo leía cada día y cada día aumentaba el pavor en mi corazón devastado por el horror. Así que, acabé leyéndolo una y otra vez, de manera obsesiva ciertamente, hasta que, cuando creía que me volvería loco, la piedad de la Suprema Potestad apartó de mí aquellas imágenes terríficas y pude dedicarme, una vez más, a los quehaceres de la vida. Sin embargo, apenas fue un año de paz y de vida común, ya que la amenaza me aguardaba ceñuda a la vuelta de la esquina. Para desdicha de algunos hombres, lo que más les atemoriza acaba convirtiéndose en una fuente de atracción inevitable y, por ello y quizás también por la mediación funesta del duende del infortunio, no hace mucho lo releí e inevitablemente se alzaprimó en mí aquel viejo terror.
La Sepultura, pese a mi desgracia, es un poema memorable, que nos habla del cuerpo descomponiéndose en el seno de la tierra y de la tiniebla, en el subsuelo habitado por los restos de los muertos, el reino de las almas huidas. Imaginé con pavor una y otra vez aquella situación y mis angustias abismales me hicieron imaginar la permanencia del hálito vital en aquel cuerpo sepulto y putrescente. No obstante, en su versión original -al menos la que llegó a mis manos-, nada se habla del alma sino del cuerpo en estado de progresiva desintegración y dice así:
“Para ti una casa fue construida, antes que nacieras; para ti el polvo fue destinado, antes que salieras de tu madre. No está concluida aún, ni su hondura ha sido medida, ni se sabe aún qué largo tendrá. Ahora te llevo adonde estarás; ahora te mido a ti primero y a la tierra después. Tu casa no es alta, es baja y yacerás ahí... El techo está construido muy cerca de tu pecho. Así habitarás helado en el polvo... Sin puertas es la casa y oscura está dentro; ahí estás fuertemente encarcelado y la muerte tiene la llave. Atroz es esa casa de tierra y terrible habitar allí; habitarás allí y te dividirán los gusanos. Así estás acostado y dejas a tus amigos: ningún amigo irá a visitarte. Nadie irá a ver si te gusta esa casa, nadie abrirá la puerta... Nadie bajará hasta ti porque pronto serás aborrecible para la vista. Porque pronto tu cabeza será despojada de su cabello, y la belleza del cabello se apagará”.
Longfellow tradujo el poema literalmente y él es, en parte y aunque sé que no soy justo, culpable de mi destino. Como muchos mortales aborrecí la muerte por el apego a los dones que me ofreció la vida, pero ante todo me horrorizaba aquella negra posibilidad. Siempre que leía sus líneas agoreras, temía que ese fatal destino se cumpliera en mí.Por un amargo designio, algo que resultaba una coincidencia terrible y malsana, la casa familiar se levantaba al lado del cementerio. Desde mi ventana podía ver la silueta ominosa de los renegridos cipreses, los altivos chapiteles y toda esa patética geografía de tumbas, cruces y estatuas que constituye el malquerido escenario donde la ingrata nos aguarda en el día último. Durante muchos años mantuve las cortinas tiradas, pasé mucho tiempo sin pisar la calle, pero no puede evitar de vez en cuando escuchar los tristes arpegios de las campanas anunciadoras de óbito: un toque un hombre, dos una mujer… Aunque no lo quisiese, alguna vez me cruzaba en la calle con gente enlutada, con procesiones fúnebres o llegaban a mí los rezos de una misa de difuntos en la vieja iglesia del barrio, acontecimientos agoreros, presagios funestos que, abatiéndome, impedían zafarme del mundo de lo definitivo y de mi miedo más profundo.Hubo otro libro, éste médico, que me hundió más si cabe en mi zozobra en él que se presentaban casos documentados de enterrados vivos, pacientes con catalepsia que se habían despertado en el seno de la tierra, en esa oscuridad abisal que tanto temo: un médico prestigioso, un estudio riguroso, la desidia homicida que posiblemente me esperase después del último día; todo ello venía a mi encuentro, para llenar mi vida miserable de mayor angustia, de cenital desesperación. ¡Cuantas pesadillas, cuanta ansiedad, cuanto desespero vino a añadir en las lagrimas negras de mis días!El maldito libro, publicado recientemente, era del Dr. Huber y su título espantoso Despertar en la tumba. Narraciones históricas, ay, cabe imaginar el efecto demoledor que tuvo en una persona como yo, de por sí feble y en estado permanente de terror. No debí leer ni una página del referido infolio, pero es sabido que en los miedos profundos hay una atracción morbosa por aquello que, por otra parte, uno se obstina en evitar. Y así fue, sin poderlo eludir, abrí y leí. Solamente referiré unas notas introductorias, pero serán suficientes para mostrar el pánico que me invadió. Id est:
¡DESPERTAR EN LA TUMBA!
ESTUDIO HISTÓRICO-CIENTÍFICO SOBRE LA MUERTE REAL O SUPUESTA,
por el Prof.Dr. Huber,
Barcelona, MCMXV.
RAZÓN DE ESTE LIBRO
_______¡Despertar en la tumba! Sólo este pensamiento hace temblar al hombre más intrépido, helando la sangre en las venas.
El mes de junio del pasado año, el telégrafo nos transmitía de Venezuela la siguiente noticia:“En Maracaibo ha ocurrido un caso terrible, llenando de consternación a la sociedad venezolana.Se trata de una persona ilustradísima, de lo más granado de la sociedad de Maracaibo.Ha sido víctima el doctor D. Ricardo Parmiño, Rector de la Universidad Vicente León.Una terrible fiebre tifoidea –según opinión facultativa de médicos sapientísimos- postró en cama al doctor Parmiño. Este sufrió varios ataques, y en uno de ellos quedó muerto. ¡Muerto! –exclamaron a coro los médicos- y la familia doliente procedió a los preparativos para el sepelio, que debía verificarse el mismo día, como en efecto, se verificó.Al ser colocado el cuerpo del doctor Parmiño en el ataúd, abrió dos veces las piernas y otras tantas le fueron cerradas por las personas que le amortajaron.Esas personas sospecharon que el fenómeno obedecía a una contracción “postmortem”, y no dieron importancia al asunto. Horas más tarde, el doctor Parmiño perecía para siempre en la tumba de su familia preso de la más terrible desesperación. Así pudieron comprobar los médicos el cadáver”.
La lectura de este caso, seguido de otros muchos que a mis oídos habían llegado por conductos autorizadísimos, puso definitivamente la pluma en mi mano, después de haber madurado el pensamiento muchos meses y aún años. Es atroz lo que sucede, decía entre mí, e inexplicable la ignorancia y desesperación de las gentes sobre puntos capitalísimos que a todos afectan, absolutamente a todos. La frecuencia del estado de muerta aparente, el número incontable de casos confirmados de entierros prematuros, la horrible sorpresa de un posible despertar en la tumba, no fantástico ni mucho menos, son cuestiones que interesan de un modo excepcional a médicos y a sacerdotes, a las familias y a los particulares, a todos los que un día hemos de morir y podemos ver morir a otros; y, sin embargo, son ¡casi universalmente desconocidas! Confieso que en estos últimos tiempos, algunos hombres eminentes han dado la voz de alerta; -sus luces y datos me han servido; yo se lo agradezco –pero la inmensa mayoría de las gentes lo ignoran y pueden fácilmente saberlo. Esto me ha obligado a vulgarizar –tal ha sido mi ideal primero- lo más práctico, lo más positivo y eficaz que la ciencia conoce, tanto para librarnos del peligro de ser enterrados vivos, como para devolver la vida a un supuesto cadáver, en casos especialmente de accidentes repentinos.
ESTUDIO HISTÓRICO-CIENTÍFICO SOBRE LA MUERTE REAL O SUPUESTA,
por el Prof.Dr. Huber,
Barcelona, MCMXV.
RAZÓN DE ESTE LIBRO
_______¡Despertar en la tumba! Sólo este pensamiento hace temblar al hombre más intrépido, helando la sangre en las venas.
El mes de junio del pasado año, el telégrafo nos transmitía de Venezuela la siguiente noticia:“En Maracaibo ha ocurrido un caso terrible, llenando de consternación a la sociedad venezolana.Se trata de una persona ilustradísima, de lo más granado de la sociedad de Maracaibo.Ha sido víctima el doctor D. Ricardo Parmiño, Rector de la Universidad Vicente León.Una terrible fiebre tifoidea –según opinión facultativa de médicos sapientísimos- postró en cama al doctor Parmiño. Este sufrió varios ataques, y en uno de ellos quedó muerto. ¡Muerto! –exclamaron a coro los médicos- y la familia doliente procedió a los preparativos para el sepelio, que debía verificarse el mismo día, como en efecto, se verificó.Al ser colocado el cuerpo del doctor Parmiño en el ataúd, abrió dos veces las piernas y otras tantas le fueron cerradas por las personas que le amortajaron.Esas personas sospecharon que el fenómeno obedecía a una contracción “postmortem”, y no dieron importancia al asunto. Horas más tarde, el doctor Parmiño perecía para siempre en la tumba de su familia preso de la más terrible desesperación. Así pudieron comprobar los médicos el cadáver”.
La lectura de este caso, seguido de otros muchos que a mis oídos habían llegado por conductos autorizadísimos, puso definitivamente la pluma en mi mano, después de haber madurado el pensamiento muchos meses y aún años. Es atroz lo que sucede, decía entre mí, e inexplicable la ignorancia y desesperación de las gentes sobre puntos capitalísimos que a todos afectan, absolutamente a todos. La frecuencia del estado de muerta aparente, el número incontable de casos confirmados de entierros prematuros, la horrible sorpresa de un posible despertar en la tumba, no fantástico ni mucho menos, son cuestiones que interesan de un modo excepcional a médicos y a sacerdotes, a las familias y a los particulares, a todos los que un día hemos de morir y podemos ver morir a otros; y, sin embargo, son ¡casi universalmente desconocidas! Confieso que en estos últimos tiempos, algunos hombres eminentes han dado la voz de alerta; -sus luces y datos me han servido; yo se lo agradezco –pero la inmensa mayoría de las gentes lo ignoran y pueden fácilmente saberlo. Esto me ha obligado a vulgarizar –tal ha sido mi ideal primero- lo más práctico, lo más positivo y eficaz que la ciencia conoce, tanto para librarnos del peligro de ser enterrados vivos, como para devolver la vida a un supuesto cadáver, en casos especialmente de accidentes repentinos.
Etc.”
Recibí estas palabras como una puñalada, a la vez que significaron una inapelable confirmación para mi angustia, porque de todo ello resaltaban dos consideraciones: primera, que el entierro prematuro era bastante frecuente y segundo, que normalmente se ignoraba su existencia incluso en el mismo estamento médico. Estaba, pues, como muchos, en grave peligro de pasar por ése desenlace espeluznante. A partir de esa fecha, mi vida, un infierno de por sí, se hizo mucho más sombría de lo que lo había sido anteriormente.Quizás no esté de más decir que me mantuve soltero, porque no podía arrostrar la viva matrimonial, simplemente porque una persona tan aterrorizada como yo nunca podría ser un buen marido ni un buen padre. La clave de mi tiempo la constituyó la literatura y dediqué mi vida a leer y a escribir; publiqué alguna obra, pero nunca me convertí en un autor consagrado. La escritura, empero, me brindó los pocos momentos felices de mi existencia. Además, el patrimonio familiar me permitía vivir sin angosturas y, con todo ello, iba consumiéndome en mi casa, que es, como dijo el romántico español, a la postre el sepulcro de cada uno; dejé pasar los años y, con ello, fue acreciendo en mis horas negras la pérdida y, por tanto, la melancolía, paroxística y máxime, como nunca antes la había sentido. A medida que pasaba el tiempo, fui trazando con mayor angustia y nitidez su forma horrenda, el color y el olor de la fosa, el pavor de los últimos segundos en ése lugar que tanto temí.
Ahora, el gusano de la cárcava roe cerca de mi cabeza, la tierra palpita, sorda e inmensa, como un corazón que se apaga, y la tiniebla, esa sombra bañada de olores profundos, se ensancha y se contrae, al compás del pálpito cetónico; es la antesala definitiva… ¡Nunca me he sentido tan solo! La vida que cesa se recuerda como el apagado aroma de una flor seca, como el primer gran terror que sentí al cerciorarme de la situación, al comprobar que alguien, quizá desconocido por mí, un funcionario más, debió agotar una última posibilidad. Intenté gritar, hacer algo, pero una extraña paz me llevó a considerar que debía mantener la calma para que todo se desvaneciera de la forma más rápida posible... Ahora estoy aquí y nada puedo hacer. Tal vez sí, algo... Debo aprovechar esta calma para ser eficiente. Nada hay en derredor. Nada se ve. Nada se oye. Nada. Pero lo siento, lo siento a él. Está a punto de regresar otra vez y abatirme. Debo darme prisa, ahora que tengo la sensación de encontrarme livianamente solazado, en esta angustia y locura postreras, como cuando estuve en el útero materno. No quiero contemplar otra vez su horrísona faz, oír su eco desesperante; ahora lo siento lejos, pero sé que no tardará en volver. Me acecha desde el centro mismo de la tiniebla y de mí mismo. Estamos solos él y yo, yo y él, el horror y yo. Aunque fui abandonado a la suerte irreparable, mantendré la calma para propiciar el fin. Se acaba el aire muy lentamente y esta angustiante situación parece dilatarse opresivamente; no lo puedo soportar, nadie sería capaz de arrostrar esta angustia. Solo me resta autolesionarme para acabar pronto. Sajaré un dedo con mis dientes y comeré la pulpa, hasta que deje desnuda la falange y con ella me atravesaré la garganta... Oh, un alivio mayor en mi tormento, un camino mejor: el viejo objeto amado que me brindó tan buenos momentos viene ahora a socorrerme, la vieja pluma que guardé en este traje... ¡Ah, está ahí! Espero que pueda aferrarla bien entre mis dedos helados y colocarla en el punto preciso, que no se rompa el plumín, que cumpla rauda su función.
Ahora, el gusano de la cárcava roe cerca de mi cabeza, la tierra palpita, sorda e inmensa, como un corazón que se apaga, y la tiniebla, esa sombra bañada de olores profundos, se ensancha y se contrae, al compás del pálpito cetónico; es la antesala definitiva… ¡Nunca me he sentido tan solo! La vida que cesa se recuerda como el apagado aroma de una flor seca, como el primer gran terror que sentí al cerciorarme de la situación, al comprobar que alguien, quizá desconocido por mí, un funcionario más, debió agotar una última posibilidad. Intenté gritar, hacer algo, pero una extraña paz me llevó a considerar que debía mantener la calma para que todo se desvaneciera de la forma más rápida posible... Ahora estoy aquí y nada puedo hacer. Tal vez sí, algo... Debo aprovechar esta calma para ser eficiente. Nada hay en derredor. Nada se ve. Nada se oye. Nada. Pero lo siento, lo siento a él. Está a punto de regresar otra vez y abatirme. Debo darme prisa, ahora que tengo la sensación de encontrarme livianamente solazado, en esta angustia y locura postreras, como cuando estuve en el útero materno. No quiero contemplar otra vez su horrísona faz, oír su eco desesperante; ahora lo siento lejos, pero sé que no tardará en volver. Me acecha desde el centro mismo de la tiniebla y de mí mismo. Estamos solos él y yo, yo y él, el horror y yo. Aunque fui abandonado a la suerte irreparable, mantendré la calma para propiciar el fin. Se acaba el aire muy lentamente y esta angustiante situación parece dilatarse opresivamente; no lo puedo soportar, nadie sería capaz de arrostrar esta angustia. Solo me resta autolesionarme para acabar pronto. Sajaré un dedo con mis dientes y comeré la pulpa, hasta que deje desnuda la falange y con ella me atravesaré la garganta... Oh, un alivio mayor en mi tormento, un camino mejor: el viejo objeto amado que me brindó tan buenos momentos viene ahora a socorrerme, la vieja pluma que guardé en este traje... ¡Ah, está ahí! Espero que pueda aferrarla bien entre mis dedos helados y colocarla en el punto preciso, que no se rompa el plumín, que cumpla rauda su función.
Etiquetas: Cuento
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