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Cuento: La ciudad desvanecida, de ASÍ ESCRIBO MI CIUDAD (Grafein Editores, Barcelona, 2001)
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La ciudad desvanecida
2000
A la memoria de Arthur Machen
*
Mi ciudad es tierra, cielo, quizá el mar y
atardeceres. Siempre un efecto de luz y
memoria. Tus manos y un pequeño dibujo
que me acompaña y me sostiene en el
inevitable duelo de las despedidas. Los libros,
las palabras, la dificultad de la escritura, el
destierro fértil, el placer desinteresado, los
amigos y tantas citas solitarias. Ninguna calle
y todas las esquinas. Ningún lugar y la noche
de océanos sugeridos. La rutina y sus secretos.
Un pájaro ciego, un triángulo de rumores,
ejercicios de hastío y las palmeras. Mi ciudad
es tu mirada y la constancia presentida que se
hurta a los múltiples requerimientos de la ira.
Pero también es mi infierno y mi desdicha, el
horror y la tormenta, un bosque sellado que
se convierte, poco a poco, en una trampa de
silencios: el cuerpo, la duda y la distancia.
Vicente Ponce, “Hielo en los alrededores de la palabra”,
en Instrucciones para mirar el silencio.
*
Este hombre que llegó a la capital, dejando atrás un valle digno y una infancia feliz, se llamaba Salvador Amargo de Dios y, entre otras cosas, era escritor. Su más remoto antepasado -por lo menos en lo que a testimonio histórico se refiere- fue Ramón Bataller, que vino desde Francia con Jaime I de Aragón para debelar el dominio del moro de Valencia. El tenía a gala este dato, más bien para su coleto, pues pocas veces habló de ello, inclusive a los íntimos, como tampoco dejó ver la indiferencia que, desde un principio, le provocó la gran ciudad. Este sentimiento, no obstante, se trocó con los años en irritación e inclusive en sentido desdén.
No tuvo hijos y sus antecesores fueron personas sin relumbre, excepto aquel abuelo materno que, por allá los veinte, marchó a tierras cubanas y ganó cierto renombre en el doble y paradojal quehacer de empresario y artista. De él, conservaba una edición de Los Miserables de Víctor Hugo en seis volúmenes y autografiado. También un gran retrato de época, de un hombre bello y viril, pero de rasgos bondadosos, ocupaba un lugar destacado en la casa, sobre la vieja estantería estilo regencia, constituyendo, más allá de los comentarios familiares, la única huella que el tiempo dejó de aquél que nunca volvió.
Su padre ajó la vida en la lucha con la tierra y en los condicionantes que imponía el dicterio del antiguo régimen, y su madre, continuando el canon de la costumbre, le siguió como una sombra. Una de las marcas que guardaba indeleble en su memoria, la de Amargo, fue el momento de su muerte cuando, con la avanzada edad, la abatió una hemorragia cerebral masiva; después vino el coma, por seis días, durante el cual hubieron breves e inanes momentos de conciencia, una pequeña franja de libertad en el ocaso definitivo, donde dolientemente repetir sentimientos, pedir perdón y elevar infructuosas súplicas. El había nacido con una límpida mirada azul, una recompensa del cielo por el otro niño, el que murió al año justo, un ángel le habían dicho, y al que Dios había dado unos ojos sin luz... La tiniebla y el cielo azul.
Fuerzas absurdas e inexorables de la vida hicieron del hijo el mayor don y la desdicha más gravosa, pero en aquellos momentos definitivos todo lo malo parecía irrelevante, desvaído, y se fomentaba la amargura natural del momento: ella se iba con dolor y él se quedaba con lo mismo.
A la pérdida irreparable se unió un nuevo aguijón. Después de unos años, la malquerencia de familiares esquivos hizo que Amargo vendiese la casa y dejase el lugar; marchó a la ciudad que juzgó de gris y anodina. Este dictamen se modificaría apenas con los años. Vivió en otra casa. Allí no había luz, ni viento, ni un rumor muerto, no había nada, más que el tono monocorde de los días y la tristeza. La apartó de sí poco a poco, llenando las horas de palabras. Después habitó otra casa, en una avenida principal, donde fue más feliz y pudo realizar, en parte al menos, lo que se había propuesto hacer en la vida, como cumplimiento -como él creía- de su destino ineluctable. Sin quererlo iba haciendo carne la tortura y el tiempo byronianos.
En la ciudad vivió cincuenta años. En ella, desde luego, no había nada de aquello de las flores, de la luz y del amor, ni su mera prefiguración. Hubo, como en el poema, alguna cita memorable, despedidas, palmeras, muchos libros y no poca desdicha. Buscó en todo momento un mundo propio en el cual evadirse de los desafueros de la vida común. Ciego a todo ello fueron sus distracciones y sus dichas el alivio de sus enfermos y los libros escritos, leídos y releídos en los momentos profundos vividos en aquella habitación de muebles renegridos, de alta y bien nutrida biblioteca. Fue entonces cuando constató al fin que aquello no formaba parte de la vida, que la trascendía, como tal vez, él mismo. Sin embargo, esta creencia, no le dio consuelo. Año tras año se contentó con la idea de lo que tenía y con la esperanza de regresar algún día a un terreno que había preservado, temiendo que el tiempo le empujase a volver al lugar de sus orígenes.
Se llegó a sentir como Machen y su retazo de vida, huyendo con el pensamiento del monstruo de la gran ciudad y yendo a la espesura del bosque arcano, ese que tiene su lugar en el alma y que prefigura el sueño. La decisión llegó, como todas las cosas de la vida, con el tiempo; entonces, llegando al final, reconoció, no sin zozobra, que había vivido siempre con un sentimiento espeso en el corazón: la desgana de vivir y el miedo, que surgió de un sentimiento hondo de extrañeza hacia sí mismo y de la futilidad de las cosas, de la ciudad misma, como promesa fementida.
Llegó a la estación cuando todavía faltaba un cuarto de hora para que el autobús saliese; mató el tiempo tomando un café en el bar. Había poca gente en el local y disfrutó de un pitillo en aquellos momentos quedos, sellados y cálidos, incapaz de arrumbar cierta tristeza, porque aquellos minutos constituían el proscenio del adiós definitivo a la gran urbe que, pese a todo, le había albergado durante varias décadas.
Poco después, los últimos suburbios de Valencia quedaron atrás y el autobús atravesó campos de arroz dorados, prontos para la siega, y arrabales de algún pueblo que él sabía populoso. Debió dormirse durante un tiempo considerable, pues lo despertó el viraje del vehículo al tomar una curva y entrar en el valle. Atardecía y éste se extendía ubérrimo de naranjos hacia el horizonte, contra la herradura anfractuosa de las montañas, dejando a un lado el mediterráneo azur y proceloso. Nada parecía haber cambiado desde que él lo dejó, todo parecía permanecer sin alteración ninguna, en ese ritmo elemental del tiempo que no cambia a la tierra ni a algunos hombres, como también incólume se levantaba la masa venerable del monasterio cisterciense de Santa María de la Valldigna y los torreones devastados del castillo árabe, allá, en el este, en el límite del cielo, sobre su soberbio espolón rocoso.
Bajó en la plaza del pueblo. Estaba allí nuevamente, cincuenta años después, acompañado por el hosco rostro de la vejez, frente a un horizonte amplio de amigos perdidos y familiares muertos. Empero, todas las cosas radicaban en él, el mundo mismo, y el alfa y el omega: el tiempo, el deseo y la espera y aquel mundo aparte que había construido de libros y de pensamiento.
Volvió al bosque, se instaló en la casa y limpió el calvero que, muchos años atrás, había robado a los elfos con el trabajo de sus manos; y allí plantó un huerto. Asimismo, volvió a rendir culto a las deidades paganas y a conversar con sus amigos veros, los escritores muertos, pero de palabras eternas. Allí vivió de nuevo, del modo que él quería: vio una vez más la muerte roja, holló el bosque del gran dios Pan, contempló el tenebroso castillo de los Cárpatos y temió a los dioses antiguos que moraban en universos ominosos más allá del espacio-tiempo conocido; escucho así mismo el aullido del gran gris que, en el crepúsculo de los tiempos, devorará al sol y, en la noche profunda, volvió a sentir el vuelo del dragón. Y sintió con ello que era un hombre, un hombre entre muchos hombres -pero algo más-, y que la historia se repetía indefectiblemente, cada vez con diferente factura, pero de modo inevitable una replicación más en el ciclo de las repeticiones, con un propósito desconocido, que nunca llegaría a saber.
Se reafirmó una vez más en aquello que rezaba el adagio chino de que nacer es llegar y morir es volver y encontró la clave de la espera en releer aquellos libros que había amado cuando en él, la vida, se hacía a sí misma.
Etiquetas: Cuento, Salvador Alario Bataller
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