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DON JUAN DE LOS PASOS TRISTES
Salvador Alario Bataller, 2.012

A Gustavo Adolfo Becquer, in memoriam.


Juan, Don Juan, arrastraba su figura cenceña por la calle triste.
Al final, después de deambular sin rumbo fijo durante un buen rato, se acercó a una terraza concurrida y en la mesa más alejada del bullicio se sentó. Apenas le mostraba la luz de una farola y temió que el camarero no le viera. Pero al poco había un vino blanco muy frio entre sus manos.
Ay..., suspiraba. Antes nada era así.
Alcohol, drogas, proxenetas, viejas suripantas, vagos, delincuentes y mucha juventud echada a perder. Dolor, vacío, cosas rotas.
Y el amor, ¿dónde está el amor?, se preguntaba.
Este siglo veintiuno huero y desabrido.
La gente iba y venía, se agitaba, cerca de él, en su tóxica alegría, como una nube de moscas.
Con lo que he sido, se lamentaba, y arrastraba después un gemido quedo, doliente y profundo, en su rincón triste.
De vez en cuando alguien reparaba en su presencia, lo sabía, pero no se molestaba en levantar la vista, tan ensimismado y abatido se sentía.
Ay, ¿quién me querrá?, suspiraba, llevándose la copa a los labios, en aquella terraza solitaria y triste, un lugar cualquiera, en un barrio sin importancia, en un mundo incomprensible y deslavazado.
No había ni julietas, ni beatrices, ni Eva, ni la misma Venus, en su pecho quebrado, en su alma triste.
¿Quién más que tú?, pareció susurrar en torno la noche, pero Juan, Don Juan de los pasos tristes, no lo oyó... Algo pareció rielar apenas en su mirada aguanosa, pero no, nunca caían las lágrimas de los ojos de don Juan. Tan triste estaba que ya no podía llorar. Sin embargo, su corazón era una rosa ensangrentada.
Nadie como tú, otra vez.
Un músico pobre, una moneda meñique, una vieja melodía, sus arpegios evocadores, quizás.
Ay, suspiraba.
Una pareja de enamorados, palabras suaves, cogidos de la mano y el aleteo de un te amo, que no de un te quiero..., quizás.
Pero todo le parecía amenazante: la extraña gente, los tenues celajes del cielo, la noche que se espesaba.
¿Quién me amará?, se lamentaba Don Juan, el de los pasos tristes, él, que había encontrado el amor en un rayo de luna.
Y entonces, Don Luís, su Ángel de la Guarda, el más cachondo y zascandil entre los de su especie, le espetó al oído: “Ya vale, Juan, con tanto suspiro y tanta leche que, teniendo en cuenta los tiempos que corren, ya estás bien como estás.”

BESOS AFILADOS





Aquel día en la vida de Antoñito Melero Infante

            Si había en la provincia diez personas mimadas por la diosa Fortuna, una era, sin duda, el jerarca de los Melero Infante. Su familia siempre había tenido muchísimo dinero. De hecho, de joven había vivido en un palacete en el centro de la capital; la casa la atendían seis criadas y su padre tenía cochero uniformado que lo llevaba acá y acullá al requerimiento de sus negocios o a la molicie de sus queridas. Además estaban las empresas, las fincas agrícolas, los montes, el náutico, los solares y el piso en París.
            Ahora, don Juan de Dios, el doctor Melero, el patriarca, seguía siendo muy rico, pero los tiempos –el degenerado siglo XXI como se hartaba de decir apretando los dientes-, no se prestaban para las pasadas ostentaciones. Además, obsesionado por el poder y el dinero, más que por la verdad y los ideales, había aprovechado el talante de la época para constituirse en uno de los máximos representantes de un destacado partido de izquierdas, razón añadida por la cual no se debían exhibir en exceso laureles y oros. Entre los íntimos, todos sabían que odiaba ampliamente la permisividad de la democracia, la anuencia con los males, múltiples y mestizos, que devastaban la vieja Europa y la madre patria. Pero todo ello era capaz de soportarlo, siempre y cuando se bañase en lujo y poder, y mandase en su casa y en la facultad como un rey de taifas. Por lo demás, la familia seguía viviendo en el palacete, pero solamente un jardinero y una vieja ama de llaves se ocupaban de atenderles.
            A los treinta años, titular ya de la cátedra de Medicina Legal y Forense, se casó con Elisa, la unigénita de otra familia pudiente de la ciudad, la cual le dio cinco hijos, muriendo en el último alumbramiento. Quizás sintiese la pérdida, pero don Juan de Dios siguió impasible el camino de su vida, ahora con la fortuna engrosada tras la muerte de su cónyuge. De los chicos se ocupó la referida ama de llaves -sobre todo de Antonio, el menor-, mujer buena y diligente que hizo, hasta donde pudo, y bien por cierto, las labores de gobernanta y de madre putativa.
            Teniendo a gala su condición de católico, apostólico y romano (lo de la política sucedería bastantes años después), el doctor educó congruentemente a su progenie, para convertirlos en hombres rectos y destacados; pero sobre todo, siempre que podía se ufanaba que los Melero Infante, de su amplio conjunto de cualidades, destacaban por tres condiciones fundamentales: cabeza, bolsillo y cojones. Nuestro hombre nunca se planteó aquello de la bondad, la caridad, la piedad o la justicia, pese a ser también virtudes cristianas. Sea como fuere, lo importante aquí estribaba en que el padre se infatuaba de sus cinco sementales, de los Melero, a cada cual más hombre, a cada cual más macho, a cada cual más animal.
            Por su parte, los hijos obedecían al padre no por voluntad decidida o convicción plena, sino más bien por temor a su inmensa figura, a su carácter granítico. De esa suerte, cualquier petición suya era una orden, para cualquier determinación de su parte no había más que aquiescencia, feliz en alguna ocasión, como el ritual de convertirse en hombre, al cumplir la edad debida. Así, cada uno de los hijos tuvo su primera vez ante el altar de Eros en la Casa Rosa, un burdel de lujo a las afueras de la capital, apenas les salieron dos pelos en el escroto.
            En cualquier persona normal, el sexo excesivo acaba convirtiéndose, con el tiempo y con la misma hembra, en un trabajo de galeote, pero don Juan de Dios, además de variar la yegua, parecía dotado de un brío sobrehumano, el cual esperaba que heredasen todos sus hijos, sin excepción, desde el mayor al benjamín. Primero estaba el poder, después la mujer, tal era el lema de la familia, el oro y el coño.
            Así pues, cuando la testosterona empujó, los Melero Infante fueron cumpliendo con un rito familiar, que se llevaba a cabo desde tiempo secular. A decir verdad, el ilustre médico no tenía noticia cierta de cuál Melero inició aquella masculina tradición, pero lo tenía como uno de los más altos representantes de su árbol genealógico. De buena gana los cuatro primeros cumplieron y ninguno de ellos tenía los quince cuando degustaron los placeres arrebatadores de la carne. Con todo, se estaba acercando el turno para el menor, el Antonio, el cual parecía más lento en crecer, menos recio en el porte. Viéndole, de vez en cuando, una sombra apagaba la mirada del padre, sobre todo en alguna singular observación, que se obstinaba siempre en arrumbar.  Sin embargo, le preocupaba grandemente que no fuera tan peleón como los demás hermanos, tan orgulloso, que se mostrase menos pagado de su estirpe superior, que fuera menos destacado en los deportes violentos; le disgustaba su corazón amable y conciliador, sus perfectos modales y, sobre todo lo demás, el que fuera tan extremadamente elegante y bello.
            Cuando el Antoñito tuvo la edad, más tardíamente que los otros hermanos, don Juan de Dios se lo llevó compuesto y perfumado a la Casa Rosada, para que se hiciese un hombre. Entre temeroso y divertido, el chiquillo se dejaba llevar como alelado, sin llegar a adivinar de qué iba todo aquello. Una vez en el local, patriarca y serafín se encontraron con Pedro, el primogénito y con Juan, el segundo, que ya eran habituales en aquellas geografías y, como la cosa más natural del mundo, inflaron aún más la fiesta entre tragos, palabras fuertes y cruzadas miradas de inteligencia. Atolondrado, el pequeño se preguntaba qué hacía allí y de qué planeta habían venido aquellas mujeres pintarrajeadas y medio desnudas.
            Llegado el momento, el padre se lo llevó arriba, a una habitación enorme, con cama adoselada, donde desnuda y plácida se ofrecía la Juana, una muchacha del norte, experta en estrenar primerizos.
            -¡Anda Antoñito, no te quejarás! ¡Venga, fóllatela! –le azuzó su padre, rojo de excitación.
            Pero ante aquellas carnes generosas, lo que el cuerpo del niño le pidió, o mejor sus piernas, fue escapar corriendo, a cien por hora, gritando aterrorizado, como alma que lleva el diablo, dejando a sus espaldas un viejo pálido y desconcertado, y (nunca adiviné exactamente el porqué) el aúllo gallináceo de la mujer, la cual se había quedado sentada en la cama, los ojos como platos, las grandes pechos subiendo y bajando tratando de recuperar el aliento.
            El Antoñito anduvo tres días escondido, como quien huye del látigo inclemente, hasta que lo encontraron en el lugar menos esperado y obvio, en el ático de la casa, estragado por el pánico, el hambre y la sed. Aunque la anciana ama de llaves trató de evitar el desenlace, don Juan de Dios buscó remedio al conflicto a su manera: con fuertes correazos aplacó la supuesta indecisión del muchacho, castigó su gran desobediencia llevándolo cada día a la casa Rosada, donde jornada tras jornada se repetía lo mismo, el terror, la huida y las palizas. Al final, don Juan de Dios lo dio por imposible, ignorándolo por completo, sin dirigirle la palabra, sin prodigarle la menor atención. Sin embargo, humillado y herido en el alma, lo que más  le desconcertada estribaba en  que no se achantase ni un ápice ante el odio enorme que destilaba su mirada. No se resignaba, empero, a dar el caso por perdido. Después de un tiempo, renunció a los varapalos, pero mantuvo la humillación y el rechazo.
            -¡Hijo de la Gran Babilonia! ¡Marica! –le espetaba el viejo cada dos por tres y después seguía despotricando con la mirada encendida y las mandíbulas prietas.
            Pero aunque el padre lo doblase a correazos primero y lo despreciase abiertamente después para quitarle el miedo hacia el bello sexo, Antoñito nunca cedió. No sufrió tanto por el desdén de su padre ni aún por el previo fuego de la férula, como por aquello que se iba tornando en certidumbre surgiendo con el tiempo desde la penumbra de su alma, contra lo que por aquel entonces trataba de luchar, que veía como una naturaleza desatinada. Pero el tiempo fue fraguando las convicciones, forjando una determinación y, de esta guisa, una mañana, cuando el ama de llaves subió a la habitación a despertarle, encontró la cama de Antoñito hecha y una carta que encerraba una inevitable despedida.
            Durante un tiempo, el padre se volvió como loco y lo buscó por la ciudad y por toda la provincia, hasta que desistió, vencido y amargado. Durante dos años el viudo infame renegó de su hijo menor, afirmando que sus hijos eran cuatro y  no cinco, que el menor había muerto, prohibiendo tajantemente que se hablase de él. Así se hizo, pero su cabeza autoritaria maquinaba planes y unos meses después le pudo la rabia nacida de la pérdida de autoridad, de aquella intolerable desobediencia. Por esta causa, contrató los servicios de un prestigioso detective para que diese con el paradero del hijo canalla y desagradecido. Lo arrastraría de nuevo a casa y esta vez sí lo haría un hombre, un Melero, aunque se dejase el cuero de mil cinturones en el empeño. Entonces echó cálculos. Antoñito tendría ya los diecinueve, pero daba lo mismo, porque un padre siempre mandaba, un padre siempre debía ser obedecido.
            Por el detective supo de la ciudad y de la calle donde vivía el hijo desobediente, en una ciudad principal del país, a casi cuatrocientos kilómetros al noroeste. Así que, una madrugada, apenas el gallo cantó, don Juan de Dios, enfundado en un traje gris, con fulgente corbata de seda italiana, subió a su Jaguar y enfiló en dirección a la nacional. Si briosa y grave fue su partida, su vuelta fue alicaída y silente. Con la apariencia de un hombre envejecido prematuramente, dos semanas después, abrió la puerta principal de la casa, representando el signo vivo de la tristeza, de la derrota y de la desesperación; de ahí en adelante, su existencia fue una caída indefectible, ante la cual nada pudieron hacer los mejores médicos del país. Su vida se apagaba como la llama en el pabilo de un cabo de vela.
            Los hijos y la gobernanta, viéndolo tan mal y atormentados por la incertidumbre, se le acercaban para consolarlo, pero no sacaron prenda, sino que el viejo se los quitaba de encima con palabrotas, agravios y aspavientos. Al final, optaron por comunicarse con él cuando lo demandase. Poco después don Juan de Dios abandonó sus labores académicas y profesionales, y se encerró como un viejo hurón en su alcoba, de la cual solamente bajaba a la hora de comer, cosa que hacía solo, después de sus hijos, que ya daban el caso por imposible. Siguió, pues, taciturno y resabiado, sin hablar a nadie del motivo de su melancolía, hasta que el sufrimiento le fue sajando el hilo de su vida, hasta que una madrugada la vieja criada lo encontró muerto en la cama con el rostro desfigurado por una horrenda mueca de asco y estupor. Acababa de cumplir los sesenta y parecía una vieja momia centenaria.
El entierro se celebró con gran prosopopeya. Grandes personalidades de la política, del arte y de las ciencias acudieron a los oficios fúnebres para despedirse del prócer. La misa la ofició el obispo en la catedral y alguien dijo que, entre las altas dignidades, estaba el presidente de la nación y el mismísimo Papa de Roma. Ya en el cementerio, los hijos, de negro riguroso, alineados como una escuadra militar, fueron recibiendo sentidos pésames y no pocas condolencias fementidas. Todos se les acercaron y graves los rostros les estrecharon las manos, todos menos aquella joven desconocida, despampanante, enfundada en su traje blanco, el rostro bello apenas insinuado bajo el ala de la pamela, que asistió a la inhumación en un rincón lejano del camposanto, apartada de la multitud, y que se llevó en dos ocasiones un fino pañuelo a la nariz, la que, en silencio, subió a un Mercedes 500 plateado que estaba estacionado a la entrada, dirigiéndose después a la salida este de la ciudad. Nadie reparó en ella y quien lo hizo no le dio más importancia, como Pedro, el mayor, quien, por unos instantes, la miró con cierta perplejidad, como quien cree reconocer algo que la mente es incapaz de definir.


El pater Dan Defensor

-¿Oye, eres A? -pregunta la voz enrabietada de un anciano al otro lado del auricular.
-¡El mismo que viste y calza! –respondo, palpando ya problemas, con vozarrón prusiano.
Se trataba del padre de la anterior, que llamaremos B y que, cosa mala, se había metido por medio a instancias de la susodicha y me pedía explicaciones.
-¿Qué le has hecho a mi hija? ¡No para de llorar! ¡Tú y yo tendremos más que palabras!
-Lo que haga falta.
-¿Qué…?
Silencio al otro lado, una respiración tensa y poco después me llega el berreo de un llanto femenino desatado.
Me daba grima la situación, con toda su carga de absurdo y desatino, pero el viejo seguía muy crispado. Me imagine reventándole la cabeza a patadas y la imagen me pareció repulsiva. Tragué aire, tratando de paliar mi creciente irritación. Pensé en mandarlo a la mierda entonces, pero algo torpe siempre nos aferra a lo inoportuno e indeseable. Tampoco le veía mayores consecuencias.
-¿Cómo que la has dejao?
-¡Normal, no follábamos na!
-Eh… ¿Qué dices? ¿Cómo te atreves?
-Ponte en mi lugar moreno: me pasé seis meses pajarito, ahora sí, ahora no y más pajas que un sereno. Justo cuando la mando a freír espárragos le viene todo ese amor y se derrite de deseo.
-¡Esas intimidades…! ¡No riges!
-Lo mismito por ese lado. Nada, aire y vela.
-¿Cómo…?
- A tomar per vas nefandum.
-Eh…
-¡Qué cuelgues ya y cortes el rollo!
-¡Que nos veremos las caras!
-Mientras no sean las pollas.
Silencio brusco, respiración agitada, un “este tío esta loco” balbuceado entre disnea. Más lloros histéricos se desgranan de fondo, luego oigo que se rompen cosas.
-¡Suerte tienes que soy un anciano, pero arrieros somos! ¡Mañana por la mañana mi hijo te hará una visita, chulo, a ver qué te cuentas! ¡Es cinturón negro de karate!
-Ya me he cagado encima ¡Que venga, tengo aquí un nueve largo con el cargador lleno!
-¿Cómo?
-¡A tu hijo le pego dos tiros y después me voy a tu casa y os dejo a todos como un colador!
-¡Estás trastornado! ¿Te crees muy fiera?
-¡Me desayuno niños asados cada mañana!
Hay una maldición y el fulano cuelga con violencia. Todavía espero la visita del karateka. Independientemente de la anterior carnavalada, el hecho es que no aprendía de la experiencia, que no asumía, de una vez por todas, que el amor normativo no era lo mío. Continué cazando pelos, un par más, hasta que terminé replegándome en mí mismo para encontrar un poco de felicidad.



La malquerida

Se llamaba Azahar, un nombre antaño fuertemente vinculado a mi tierra, pero es la única mujer que he conocido con ese nombre. Ya de niña era muy bonita, tanto que llamaba la atención y también despertaba la lascivia de la mayoría de los que la miraban. Su familia era gente humilde y su padre se derrengó de tanto trabajar en faenas pesadas, que las padeció casi todas, desde la construcción hasta el puerto o la montaña. Por esas condiciones de cuna, Azahar no tendría muchas aspiraciones en su vida y, a menos que terciase un golpe de suerte, su futuro no se preveía halagüeño. Viéndole crecer los pechos prematuramente, su madre se preocupaba mucho, porque no deseaba que la pequeña se desbaratase como las dos mayores, que habían acabado de putas en la capital. Vivas ya lo fueron pronto, pero ahora vivían del oficio. Su marido decía que algunas ya nacían con ese vicio y otras se veían obligadas a ello por las malas circunstancias de la vida, refiriéndose con ello a aquel distingo popular entre la puta vocacional y la puta por necesidad. Las hermanas mayores, no cabía duda, pertenecían al primer grupo, pues se les caían las bragas con demasiada facilidad y perdieron la cosa en edad prepuberal, cuando aún no habían comenzado a marcar. Pronto se convirtieron en asiduas de los reservados de las discotecas o de coches ocultos en callejas oscuras.  No obstante, tanto el padre como la madre se propusieron hacer  todo lo posible para que la menor no acabase de esa suerte. Independientemente de férreos posicionamientos paternos, la realidad consistió en que la pequeña tuvo la regla a los diez años y a los doce ya se hablaba mal de ella en el barrio.
Cuando tenía catorce años, al parecer, conoció al primer amor de su vida, un chico de veinte, alto, guaperas y vividor, como la mayoría con  los que trabaría relaciones con el tiempo. Su madre, alarmada, veía a la niña que iba suspirando por la casa, con una mirada de semisueño y aquella boca siempre humedecida, como un clavel reventón que invitaba al beso. Lo que no sabía la vieja, estribaba en que, al primer día  de conocerse, ya hubo mirada, abrazo, beso y todo lo demás. Yo conocí a ese primer amor, como a dos más de los muchos que tuvo, los que sin excepción terminaron manifestándole sus sentimientos a base de bofetadas.
Siendo aún menor de edad se puso a vivir con el tipo, en un piso pequeño e infecto que a ella le pareció un palacio. Me comentaría después que apenas se miraron ya brotó el amor entre ellos y, durante un tiempo, tuvo la esperanza de que aquello durase eternamente; bueno, hasta que la semilla del desencanto germinó con la primera paliza. Después, pasó lo de siempre: múltiples arrepentimientos, propósitos de enmienda recurrentes, lunas de miel que acababan invariablemente con el amargor de nuevos golpes, hasta que un día el fulano desapareció del mapa, dejándola embarazada.
Después de aquél primer desastre, corrió a guarecerse en la casa de sus padres, a quienes no les quedó más remedió que recogerla, hasta que el niño nació. Poco después, ella encontró un trabajo mediocre, se alquiló un pequeño apartamento y se mudó allí con el niño.
Alguien dijo que la razón no es buena compañera de la acción y, a mi juicio, Azahar nunca fue muy espabilada, aunque sí demasiado activa y precipitada en lo que siempre fracasaba. Apenas encontraba un hombre que le interesaba, creía estar ante el amor de su vida y su cabeza forjaba la fantasía. Se entregaba demasiado raudo y la relación duraba hasta que al otro se le iban las ganas. Anhelaba que la amasen sin condiciones, eso me lo dijo un día, tal como era, y encontrar el amor verdadero, pero siempre acababa tropezando con el mismo tipo de hombre, putañeros, esquivos, pendencieros y violentos. Este mal mundo suele unir al destructor y a la víctima.
Cuando, después de uno de mis viajes, volví a la provincia, fui a visitar a los viejos y me dijeron que Azahar había mantenido varias relaciones, de las cuales indefectiblemente salió con un ojo morado y los huesos rotos. Bullía el desprecio en los ojos zarcos del anciano cuando dijo, con los dientes apretados, que su hija era peor que las perras y que así acabaría sus días, tirada y marchita, vagando sola por las calles. También a ella la vi poco después, por pura casualidad. Ya no era la niña bonita que recordaba, sino una sombra pálida de su anterior belleza. La mala vida y los peores hombres la habían estragado, pero aún resultaba atractiva, porque el fuste no se pierde fácilmente con los años ni con los palos. Me dijo que había encontrado la pareja definitiva, un tal Francisco Javier –nunca me agradaron los nombres compuestos, menos aquellos que poseían resonancias de santoral-, bastante mayor que ella, acomodado, serio y honrado, que la tenía enamorada hasta la médula. En él encontró, al fin, lo que anhelaba, una vida tranquila y normal, junto a un hombre bueno. Tomamos el café, le deseé suerte y nos despedimos. No volví a saber de ella durante casi un año.
Un día me llamaron sus padres al móvil. Creo que no he dicho que soy primo hermano de la chica, que mi madre y la suya eran hermanas, aunque nunca mantuve una relación muy estrecha con la familia. No estoy hecho para esas cosas, voy a la mía, tratando de implicarme lo mínimo en asuntos ajenos, aunque tengan mi sangre. En fin, lo que aquí interesa es que el viejo me dijo que el tipo bueno y elegante la había abandonado, que a partir de entonces mi prima cayó en un pozo oscuro y se desquició. La ingresaron en un psiquiátrico, por lo que el niño acabó criándose con los abuelos. Los médicos hicieron cuanto pudieron, pero ella murió. La mató la tristeza.
Durante un tiempo no pude evitar que este asunto me angustiase, pero poco a poco acabé olvidándolo, después de atar ciertos cabos sueltos, algo que no entendía  del comportamiento irracional de Azahar  -pues ya he dicho que no soy hombre de afectos profundos-, sobre todo cuando mi psicólogo, el doctor A, me contó aquella metáfora del elefante, con la que pude comprender la tragedia y el fin de Azahar.
Se trata de una historia mil veces contada, que figura en distintas tradiciones y que recientemente ha sido comentada en un libro de cuentos por un afamado médico y escritor. Pero creo recordar que alguien me la cantó antes. Sea como fuere, refiere algo unánime, la emoción que los niños que van al circo sienten por los animales, de los cuales el elefante, el coloso, ser poderosísimo y descomunal, suele ser el preferido. Uno no deja de asombrarse ante su mansedumbre, ante el hecho de que permanezca atado a una pequeña estaca, la que destrozaría en mil pedazos tan solo con el calor de su aliento. Y sin embargo, el elefante, el gigante, permanece sin mostrar la menor intención de huir ante la cadena y la estaca, cuando le habría resultado lo más sencillo del mundo, a él, un animal que podía arrancar un árbol con la fuerza de su trompa. 
Mucha gente no se explica esa esclavitud, la fuerza domeñada por una estaca enterrada apenas unos centímetros en el suelo y hasta que me lo explicaron yo tampoco di con la respuesta correcta, aunque ahora me parezca obvio. La tragedia del ahora enorme elefante comenzó cuando, poco después de nacer, lo ataron a la estaca con la gruesa cadena. El elefantito tiraría entonces decenas de veces, hasta acabar rindiéndose ante aquella estaca que, entonces sí, era demasiado fuerte para él. Por la noche caía rendido por su esfuerzo y al día siguiente y al otro, y al otro, y durante muchos días más, lo volvió a intentar, pero nunca conseguía librarse de la estaca, hasta que llegó aquel día fatídico en que el elefantito asumió su destino, aceptó que nunca podría liberarse de la estaca. Ahora, el elefante enorme del circo ni lo intenta, porque cree que no lo logrará, porque en su cabeza primitiva ha aceptado que no puede. Así se resigna a una suerte que cambiaría con tan solo mover la pata. En ese cerebro está grabada la impotencia, la derrota que sufrió poco después de nacer, y esa es su verdad, nunca volverá a intentarlo. Razonando como un humano, diríamos que piensa que haga lo que haga nunca podrá romper la cadena ni arrancar la estaca, que su destino no se modificará, que siempre será un esclavo. Se ha resignado a esa suerte y ya nunca será libre ni volverá a estar vivo como puede estarlo un animal majestuoso.
A Azahar le ocurrió lo mismo que al elefante. También sintió que, hiciese lo que hiciese nada cambiaría en su vida, que nunca obtendría el amor verdadero, que fue el motivo principal de su aciago peregrinaje por estos caminos de polvo y dolor, y que, por eso, no le valió la pena el vivir. Mi doctor me dijo que hay una palabra técnica para el fenómeno, indefensión aprendida o condicionada, learned helplesness en inglés.


Clarita, querida mía

            Lo mío con Clarita fue un flechazo, apenas la vi supe que iba a ser el amor de mi vida. Algo vibró entre nosotros que nos unió con la pasión de los enamorados. Era bonita, estilizada, el pelo lacio y rubio, los seños pequeños –como a mí me gustan- y el trasero chico, muy redondo, como una manzana. Parecía una reina élfica, el tipo de mujer que había deseado desde que se me movieron las hormonas, y que, hablando con honestidad, nunca creí llegar a enamorar. Me amó, de eso estoy seguro, con su especial forma de amor, con todo su encanto y dulzura. Esas cualidades fueron precisamente las que me unieron a ella de una manera sólida, llegando a creer que había encontrado el tópico del amor verdadero. Yo no era un tipo común, siempre fui cordial, simpático y buen conversador, además de sentimental y ardiente, todo lo que una mujer podía desear. Conmigo tuvo, además de atracción, seguridad, estabilidad, una promesa de futuro y evidentemente eso hizo que el sentimiento creciera. Por lo demás, en el plano físico, éste que habla es del montón, aunque siempre fui consciente de que mí casi un metro noventa atraía poderosamente a bastantes mujeres, algo así como la fijación por las rubias, que algunos varones encuentran fuertemente atrayente. Total que nos conocimos, nos amamos y finalmente decidimos vivir juntos.
            Al principio, ella subvenía a todas mis necesidades, me prodigaba mil ternuras y cuidados, me hacía pues feliz, en el mismo grado que yo creía corresponderle. Aquel primer año en un piso modesto –un tercero sin escalera de sesenta metros cuadrados en una zona humilde- lo recuerdo como el mejor tiempo que pasé al lado de una mujer. Yo estudiaba oposiciones para profesor titular de la universidad y aportaba a la economía familiar el sueldo de un profesor no numerario. No estaba mal, pero el catedrático tenía las esperanzas puestas en mí y, ya que nunca he sido humilde, sé que era brillante, buen profesor y sobre todo muy estudioso. Me llevaba en general bien con la gente, el mundo me parecía aceptable, y solo me apenaba la muerte de mis padres acaecida en fechas recientes. Fui hijo de progenitores mayores –mi madre tenía cuarenta y dos cuando me tuvo- y, por eso, siempre anticipé con angustia una despedida prematura. El desenlace fatal le ocurrió a ella con un accidente vascular cerebral y, mal destino, mi padre murió dos años después con un accidente de tráfico. Así que, a los veinticinco me vi solo, en una ciudad extraña –en la que no obstante había hecho la carrera, desapegándome cada vez más del pueblo natal. Acabé vendiendo la casa y un pedazo de tierra que me correspondía exclusivamente por ser hijo único y con ese dinero y una dosis elevada de tristeza, encaré con desaliento la vida que tenía por delante. Poco después conocí a Clara, Clarita, y fue un regalo del cielo; era, como se dice, amiga, amante y compañera en el trabajo de los días. Sus padres, aunque económicamente bien situados y de talante bastante conservador, le permitieron independizarse a los dieciocho años, realizando una serie diversa de trabajos, desde gogó a cajera de supermercado y se lamentaba siempre de su pereza innata en los estudios, la cual le impidió poder acceder a un trabajo mejor.  Mantenía buenas relaciones con sus padres, con quienes íbamos a comer todos los domingos, personas afectuosas y honradas, que además le dispensaban un substancioso cheque cada mes. Al igual que yo era unigénita.
            Le gustaba la literatura y el arte –yo había estudiado germánicas, concretamente inglés- y se implicaba con entusiasmo en cualquier actividad cultural que yo le sugiriese, el cine, el teatro, la música. De vez en cuando intentaba obtener un empleo, pero el mercado laboral estaba muy cerrado, de manera que, al no ser estrictamente necesario, le aconsejé que estuviese en casa cuanto quisiese, sin agobiarse, que con lo que teníamos nos sobraba y que el futuro dijera. En todo caso, debía hacer lo que decidiese y ella utilizó casi todo el tiempo disponible estudiando cursillos, de mecanografía, de puericultura, de diseño, hasta de astrología, pensando que, tal vez, algo de ello le serviría en un futuro y si no se daba el caso, nada importaba, porque nos teníamos el uno al otro.
            Lo único que lamentaba alguna vez radicaba en que fuera tan absorbente, porque quería que siempre estuviese pendiente de ella, que le demostrase amor a todas horas, que formásemos una piña y, paralelamente, llevaba mal los momentos de enclaustramiento que día a día, a causa de mis estudios, me veía en la obligación de llevar a cabo. Sin embargo, sopesando los pros y los contras, la nuestra era una relación envidiable y los pocos amigos comunes –que en realidad eran los suyos- nos tenían como un modelo de afecto y armonía; en suma, como decía Clarita, formábamos una pareja ideal.
            Conseguí la titularidad al año siguiente, y en dos más ya era agregado. La cátedra, mediante el tiempo y el trabajo de rigor, resultaba muy probable que la obtuviese. Aparte de los momentos en que se encerraba dentro de sí  y tenía que sacarle con cuchara las nimiedades por las cuales se preocupaba, nuestra tónica de felicidad y relajo se mantuvo estable, hasta que me vi obligado a viajar por el país para impartir algunas conferencias y en ocasión de  formar parte de tribunales de oposiciones. La veía más tensa, más distante, inexplicablemente irritable, hasta que un día estalló y me dijo que se sentía desgraciada porque no la quería. A esta bronca siguieron algunas más, y yo, necio o poco hábil, evitaba el la confrontación replegándome a sus deseos primero, pero huyendo de la casa y recurriendo a la compañía de amigos para intentar paliar y sobrellevar mejor una situación que se estaba volviendo insoportable. No tardó en acusarme de que la había engañado, estafado, y por aquellos días, fue cuando me acusó de serle infiel. A partir de esa discusión, en el hogar antiguamente apasionado y tranquilo, se desencadenó el infierno. Sobrevino lo peor, el descontrol total, cuando comenzó a montarse películas e intentar controlar hasta el aire que respiraba.
            Permanente angustiada hacia caso omiso a mis consejos, nunca tenía atenciones suficientes con las que tranquilizarla. Tuvo un intento de suicidio, motivado no por la desesperanza fundamental del depresivo sino, tal como confesó, para llamar mi atención. Eso implicaba también retenerme bajo sus faldas y exigirme cualquier despropósito. En escasos momentos de tranquilidad llegaba a reconocer que sus celos eran excesivos, que la desbordaban, que la mantenían insomme noche tras noche y sumida en un estado constante de nerviosismo. En el paroxismo, llegaba a autoagredirse, tirándose del cabello o golpeándose la cabeza contra la pared, arañándose y escapándose con el coche a todo gas sin dirección definida, saltándose los semáforos. La salvó probablemente el que siempre lo hacía de noche y la fortuna, que parecía no abandonarla en esos momentos de crisis, la libró de un accidente fatal. Incluso tuvo un intento de defenestración, que logré evitar. La agresividad también la proyectaba hacia mí, primero verbal, pero después llegué a parecer un Cristo, yendo a la facultad con las mangas bajadas, incluso en verano, para ocultar los arañazos, mordiscos y moratones.
            Después comenzó a automedicarse, atiborrándose de tranquilizantes y antidepresivos, que una amiga que llevaba veinte años en tratamiento psiquiátrico, le dispensaba sin moderación. Eso la aplacó un tanto, pero la causa fundamental de sus arrebatos estribaba en la gran inseguridad, debilidad y dependencia que, como rasgo de personalidad, subyacía a sus celos patológicos y se expresaban en la agresividad, el control hacia mí y el pavor a ser abandonada o traicionada característicos de estas personas que, en cualquier caso de celotipia, como en su caso, no tenían ningún motivo para sospechar de la pareja.
            Sospechando constantemente infidelidad de mi parte, ejercía insistentemente comportamientos excesivos para encadenarme a sus miedos, como inspeccionarme las llamadas perdidas, el mesenger, la agenda u olerme la chaqueta por si expelía el perfume de otra hembra. A ello debía añadirse los constantes interrogatorios, cuyas respuestas mismas nunca satisfacían porque incrementaban la inseguridad de base de manera inevitable. A cualquier chica que mirase, aunque fuera más fea que Pifio, atribuía un romance seguro conmigo y después se producía un tiempo horroroso de depresiones, discusiones, y violencia. Incluso un día la descubrí siguiéndome en taxi cuando yo conducía en dirección a la facultad. Había tocado fondo, ya no podía más. Era su vida o la mía.
            Así que huí, después de pedir a escondidas el traspaso a otra universidad, cuidándome muy mucho de que ella no supiese mi paradero. Aparentemente fuera de peligro, a doscientos kilómetros de mi antigua ciudad, me extrañó sobremanera no tener llamadas telefónicas, ni que me dejase de acosar de aquella forma abrupta –a primera vista no había forma de hacerlo, pero los celosos patológicos suelen desarrollar estrategias mil para localizar y hostigar a la pareja- , pero resultó, como me dijo un amigo veinte días después de mi huida, que Clarita estaba viviendo en nuestro piso con un tipo que era todo lo opuesto a mí, un energúmeno zafio, hediondo, gordo y borrachín, que no daba un palo al agua, que vampirizaba el cheque de sus padres, que la tenía dominada -con lo cual Clarita parecía encantada- y que, además, para más INRI, de vez en cuando, se le iba la mano.


Tres historias dislocadas

            -Lo que te voy a contar me sucedió hará algunos años, en un tiempo en que, por motivos que tal vez te revele algún un día, la vergüenza –la ajena, claro está- se asentó en la raíz de mi vida y la angustia se me hizo densa en el pecho, cuando asumí, de una vez por todas, que en este mundo lo que importa es el dinero y no las grandes temáticas.
            El hombre había dicho esto con el rostro arrebolado por una congestión nacida del desprecio; prendió uno de sus incontables pitillos y, con expresión taciturna, echó unas cuantas fumaradas antes de continuar.
            -Claro que después de aquello me cuidé de ganar lo suficiente para vivir bien y hacer mi vida, en el sentido de alejarme del aburrimiento y del dolor –repuso-. En eso Schopenhauer estaba en lo cierto, en que, para el hombre, ese estado es lo más parecido a la felicidad. A llamémosla “mi buena vida” contribuyó por aquel tiempo la relación que mantuve con don Arturo del Grial y Valledigno, hombre especial y eruditísimo, que conocía desde hacia mucho tiempo, cuando era catedrático en la universidad, pues fui discípulo suyo y, con ventaja, pues solamente a los alumnos destacados don Arturo prodigaba su amistad.
            >>Hacía más de una década que se había apartado el mundo, del trato general con las gentes. En los tiempos de que hablo, andaría por los noventa. Decía que su último vahaje lo daría encerrado en su biblioteca, a altas horas de la noche, mientras releía alguno de sus libros predilectos. Por aquella prebenda que su mucho dinero le brindaba, habitó hasta el final un palacete en el norte de la ciudad, donde le atendía una especie de testaferro, tan senil como él, que hacía las veces de cocinero, amigo del alma y albacea literario, quien me abrió la puerta aquel día de Agosto en que les visité. El traje de verano, de purísimo lino, se ajustaba a su cuerpo como una pálida colgadura, tan inane como su voz, cuando me dijo que le siguiese, que el profesor estaba en la biblioteca. Me lo imaginé vestido de negro riguroso, como siempre, independientemente de la estación en que se estuviese.
            Pocas personas visitaban la casa, aparte de los hermanos Martín y Juan Sepulcro del Lobo, Patricio del Toro y Godoy y otras contadas eximias soledades. En las ocasiones en que le visité, nunca dejaba de sorprenderme  y de deleitarme con alguna historia referente al variopinto paisanaje vernáculo. Aquella tarde no sería una excepción.
            Como de costumbre, el anciano académico estaba en la biblioteca, trabado al  escritorio, inclinado sobre un grueso volumen. Caía la tarde y las sombras se alargaban  sobre cuadros y panoplias, bronces y bustos, y sobre los repletos anaqueles de la enorme biblioteca. Apenas entramos, levantó la cabeza y se dirigió a mi encuentro, tendiéndome la mano. Enmarcando el rostro viejo y  cansado, la nívea cabellera le caía impoluta sobre los hombros, que a veces se recogía con una coleta.
            -Buenas tardes, amigo mío –dijo-. Me alegro de tenerlo otra vez en mi casa.
            -Gracias.
            Nunca pude dejar de impresionarme  ante aquellos ojos, animados, pese a la edad, por una extraña vida. Viéndole ahora, nonagenario, daba la impresión de ser una pavesa que se extinguía, que la vida se le fuese con cada palabra y con cada movimiento y, pese a todo, su marchamo retenía los signos del gran hombre que había sido y que era. Diré, como curiosidad, que don Arturo nos dejó pasados los cien.
            Hizo una señal con la cabeza a Urbano, su hombre para todo, y este salió del despacho, regresando unos minutos después con café y una botella de coñac que traía en  una bandeja de plata. En ese breve lapso, el anciano profesor había alumbrado varios candelabros y la luz, aunque no era intensa, permitió ver la magnificencia de su sancta sanctorum.
Hasta no hacía mucho, él también se había entretenido con el augusto platanar de su entrepierna y, aunque nunca se casó ni tuvo amantes reconocidas, yo sabía de buena fuente que había comido abundantemente de los frutos del árbol de la vida. Pero ahora, olvidado el mundo tabernario y prostibulario, la ilustre cabeza se ocupaba de sus temas intelectuales dilectos, algunos más propios del gusto de un egipán que de un hombre, asuntos  que parecían inspirados en la misma Biblia del Diablo. Hastiado ya, como decía, de las pasadas alocuciones para lerdos aquel, para las mentes bien pensantes de la época, viejo indigno, se encontraba al fin en el lugar y modo deseados, siendo él mismo en su mundo particular. Muy pocos conocí que pudieran afirmar lo mismo.
            Nos sentamos los tres en magníficos chesters, en torno a un centrillo, y encendimos unos habanos. Del otro lado del ventanal se veían las luces de la ciudad que aguardaba a la noche y al sueño. Urbano  llenó las copas de balón con un excelente coñac y nosotros, como era habitual, comenzamos a dialogar, mientras él se dedicaba, como hacía cada vez, a los tragos y a escuchar. Hombre bueno y ensimismado, no creo recordar haberle oído pronunciar dos frases seguidas, si bien don Arturo me comentó en más de una ocasión que su amigo era un pozo de conocimientos, que la pereza y, sobre todo, la timidez le impedían ostentar.
            -Lo que te voy a contar ocurrió hará unos cinco años –dijo el profesor del Grial, volviendo hacia mí un rostro invernal y severo-. Se trata de tres historias aparentemente distintas, tres hechos verídicos, que ocurrieron el mismo año en el valle donde nací, pero que se encuentran enhebradas por el mismo signo, por idéntico significado. El valle alberga tres pueblos y cada evento resulta indiferente si ocurrió en cualquiera de ellos porque, también en este caso, el orden de los factores no altera el producto, la moraleja que se desprende de estas vidas particulares.
            Yo sabía que una vez el profesor comenzaba a hablar, no había diálogo posible, no permitía la menor interferencia; así que me dediqué a escuchar aquello que no era otra cosa que un soliloquio.
            -A todos y cada uno de ellos tuve la ocasión de conocerlos personalmente, con mayor o menor hondura –añadió el anciano, repantigándose en el butacón-. El primero, pertenecía a una familia de rancio abolengo, aunque en aquellos años había venido a menos por los malbaratos del padre con unos, antaño, florecientes negocios familiares. El era un joven atractivo, inteligente, criado según la tradición y que tenía a gala definirse como el último romántico de su generación. Le conocí un primer amor adolescente, que se frustró por cuestiones ajenas –en definitiva, la chica era de otro país y tuvo que marcharse-, lo cual le sumió en una profunda tristeza durante bastantes años. En este intermedio se dedicó al estudio, terminó la carrera de filosofía y después el doctorado. Acabó de profesor en la facultad y, poco después, llegaría a catedrático, emérito en su honrosa vejez. Por allá los treinta, el monje salió de la celda y le veíamos cada semestre con una mujer distinta, todas hermosas, todas jóvenes, aunque no todas de buena familia. Era la envidia de sus amigos, pero con el curso de los años vimos crecer en su rostro una pátina de melancolía. Un día, ese hombre amante y romántico, el discípulo de Eros, aquel áureo pene, me confesó que odiaba a las mujeres, que se sentía absolutamente decepcionado. El, dijo, un caballero, no podía adaptarse a los cambios de los tiempos modernos, que habían llevado a que las mujeres se liberasen, en el sentido negativo, y que compitiesen con el hombre en aquello que le era más indigno, promiscuidad, agresividad y zafiedad. Compungido, suspiraba por un mundo mejor que ya no volvería. Mientras me contaba todo esto, en el café Ilava, cerca de mi antigua casa, me confesó que el corazón se le desocupaba de una gran angustia, que le resultaba de gran ayuda hablar conmigo. Por ello, tratando de aconsejarle, le dije que tal como estaba el palomar uno, él más propiamente, debía buscar el placer y no el amor. Entonces me habló de principios, de moral, de ideas sobrevaloradas, de un códice eterno que no podía negar. “Puede ser que tengas razón”, dijo ofuscado ante mi consejo.”Existen muchas alternativas, pero para mí hay solamente una válida. Me aburrí con tanta pedorra, con la constatación de que todo es lo mismo, de que al amor es pura fraseología y lo que les interesa es la estabilidad, la seguridad, es decir el dinero. Me roe un tedio horrible cuando estoy con ellas, no hablan de nada interesante, nos sueltan dos palabras inteligentes seguidas, hay un distanciamiento absoluto entre mi alma y las suyas; además, no soporto su agresividad producto de estos tiempos indecentes. Se me fueron las ganas, Arturo, perdí el deseo, se me murió el tigre”. Desde ese día siempre le vi solo, manteniéndose soltero hasta los restos. Así fue como el hombre más hombre del barrio, el más mujeriego de cuantos conocí, el más potente entre los machos activos, terminó perdiendo el sentimiento y después del deseo.
            >>Ese mismo año supe lo que le aconteció a otro hombre en el pueblo vecino, otro macho de la tierra –si bien de perfil muy divergente al anterior-, un tipo fuerte y trabajador, bronco, que sacó con la fuerza de sus brazos adelante a una familia numerosa, a la cual mantenía unida por la fuerza de su autoridad. Su mujer era lo que se suele decir una santa, pese a lo cual la mantenía a raya con partos sucesivos y la trataba como a un perro, mientras él se dedicaba a cortejar a cuantas mujeres se le pusiesen a tiro. De hecho la fama de putero le precedía y en más de una ocasión, mientras la mujer se afanaba arriba en las tareas pesadas de aquel hogar superplobado, más  de un vecino y hasta una hija, le sorprendió en el hueco de la escalera entre las carnes de una perdida. Como en muchos casos de aquellos tiempos, en una sociedad fuertemente patriarcal, la mujer tenía que tragar y conceder, y por ello, la situación se sobrellevó hasta que ambos murieron. 
Cuando el tipo era ya mayor, la edad no disminuyó el mal gesto ni la palabra ofensiva. Cuando tenía a la familia reunida, no dejaba de despotricar contra el mundo, contra las mujeres, exclamando que todas eran unas putas, hasta la propia madre que se casó con su madre por dinero, agriando de este modo cualquier reunión familiar. Inflamado por el odio a los tiempos y los cambios que no asumía, y por su propio deterioro (una hija le arrancó una escopeta de la boca cuando se le perdió la erección), torturaba a su mujer e hijas en cada una de estas ocasiones. Después de mil blasfemias y palabrotas, de las cuales no se salvaba ni el más pequeño del santoral, afirmaba con voz de trueno que, de tener él el poder, acabaría con el mal del mundo en un mes,  terrorismo incluido. En más de una ocasión, cuando la cosa se pasaba de castaño oscuro, la hija mayor, de carácter fuerte y no menos sólida personalidad, le increpaba: “¡Mira que eres burro!”, ante lo cual, él se ponía rojo de la ira y después de una nueva retahíla se improperios, se quedaba derrotado en la silla, con sus ciento veinte kilos de peso sujetados por la vejez y la enfermedad. Cuando era joven, se lamentaba, con solo oír su voz todos se ponían a temblar y ahora, que ya no era nadie, no le cabía otra salida que tragarse el vitriolo y explotar, lo cual sucedió un año después cuando un infarto lo mando raudo para el otro barrio. Nadie le echó en falta, no hubo lamentos sinceros tras su muerte y la hermana mayor, con su mujer, fueron las que menos sintieron la pérdida, porque sabían lo que había hecho con sus vidas aquel carcamal. Podían perdonar tal vez la infidelidad o algún tortazo nacido del arrebato de su cabeza descerebrada, pero lo que guardarían siempre para sí, con gran dolor, estribaba en aquella doblez o perversión, aquellos gustos e inclinaciones bizarras, cuando llevaba a casa a sus amigos para que se beneficiasen de su mujer, mientras él, debajo de la cama, se regodeaba en malsanas inclinaciones. Todo ello se supo y se ocultó, porque en aquellos tiempos la buena fama era un valor capital, aunque fuese a costa de un infierno miedo, odio y amargor.
            >>El tercer caso es el referente a un muchacho que, desde niño, constituyó la imagen del hijo perfecto, bueno, dócil, aplicado y pacífico. Andaba siempre pegado a las faldas de su madre, a la que nunca dio el menor problema, aunque esta estuvo pronto alerta porque su retoño no tuvo nunca amigos. Al final lo asumió, su hijo era así, y cuando se hizo un poco más mayor, aceptó que toda se geografía se limitase a su mesa de estudio y a las pilas de libros. No obstante, la abuela materna se lamentaba de la situación, preocupándose por aquel nieto que, a los quince, no salía a la calle, seguía sin tener amigos y no se interesaba en absoluto por las chicas, temiendo que la razón se le perdiese por los cerros de Úbeda. Poco después, el chico comenzó a tener crisis nerviosas y se le veía siempre agitado por miedos profundos de los cuales nunca hablaba. Andaba melancólico, cabizbajo, sumido en una pena que nadie entendía y de la cual no se dejaba ayudar. Nadie se explicaba cómo, aquel ángel de Dios, tan bueno, tan aplicado, tan dócil, tan modélico y tan guapo, había terminado así. Algunos hablaban de defectos congénitos o de crianza y se barajaron teorías disparejas  para explicar el caso en la pequeña vecindad. Su madre le decía, con un sentimiento de impotencia, que le quería, que todos le adoraban, que había nacido en el pueblo más bonito del mundo, que podía ser feliz si se lo proponía, si abría su alma para que le ayudasen. Pero él permanecía en silencio, la cara como una máscara de cera, porque ya había comenzado a experimentar sensaciones tenebrantes que vivía con la certidumbre del advenimiento de un cambio radical en su vida; y así fue, en efecto, porque a finales de esa semana, ante el estupor general, afirmó haber visto al Diablo y, seis meses después, hacía guardia en la terraza de su casa, los ojos como platos, la respiración tensa y difícil, tratando de captar mensajes extraterrestres, con una bacinilla en la cabeza y dos alambres pegados.>>
            Don Arturo se detuvo un segundo, satisfecho del impacto que sus historias habían hecho en mí y, divertido por mi estupefacción, añadió:
            -Estas historias, aparentemente tan inconexas, tienen elementos poderosos que las unen. Todas hablan de situaciones dañosas para uno o para los demás, de pérdidas definitivas, la del amor en el caso de nuestro ilustre machista, la de la bondad y la cercanía para el bruto ignominioso y la de la razón, para nuestro adolescente infeliz. Podemos concluir ya que del lado malo del hombre y de la vida, que es considerable y unánime, solo se desprende mierda, esa hedionda excreta que cada circunstancia del mundo vierte sobre cada hombre.
Dicho esto, se detuvo complacido y con una mirada de inteligencia concluyó:
-Así que lee mucho, come bien, bebe mejor y que no se te escape ocasión si la hembra lo merece.
             

No fueron los golpes
A la memoria de un gran boxeador argentino

A Paquito le conocía desde que era un niño, cuando jugaba a las canicas en la calle con los otros niños de la vecindad. Su familia eran mis vecinos inmediatos, los de la puerta de la izquierda. En la planta baja su padre tenía una charcutería y arriba estaba la vivienda. Aquí las casas son de dos pisos, romanas en su distribución. Paco era el menor de dos hijos. Los viejos eran buena gente, como los chicos, de los que, yo sepa, nunca se dijo una mala palabra.
El hermano Mayor, Ricardo, siempre estaba encerrado en su cuarto, metido entre libros. Con el tiempo sería abogado y, entre otras cosas, representante de su hermano. Era un individuo muy educado, como su padre. También Paquito lo era.
El menor era menos estudioso que Ricardo, pero terminó sobradamente el bachillerato superior. Su pasión era el deporte, más en concreto el boxeo. Su padre no se lo quitó de la cabeza, simplemente porque era un gran aficionado y porque su hijo, hasta que triunfase, si era el caso, le seguiría ayudando en el negocio. En la contingencia de que no se llegase a nada en el pugilismo,  él se encargaría de montarle un gimnasio, para que se ganara la vida si se cansaba de la tienda.
A los catorce años el muchacho ya era tan grande y fuerte como un hombre bragado, si bien su talante era tranquilo y amable, lejos del tópico del bronco y peleón. Al contrario, su carácter era sereno, sus modos discretos, su cabeza bien asentada. No le faltaban ahí muebles y, aunque no era lo que se dice un buen lector, de vez en cuando se le veía con un libro en las manos y sé que leyó algunos de mis poemarios, simplemente porque me lo dijo. Le interesaron especialmente algunos que tocaban temas heroicos.
La muerte del guerrero le había gustado espacialmente y  lo había leído más de diez veces, me confesaría años después cuando nos encontramos casualmente  en la ciudad y era ya campeón nacional. También dijo que le inspiraba, que sacaba enseñanzas para su oficio, lo cual no me sorprendió porque cada libro abre un mundo para cada lector y, aunque el poemario carecía de belicismo explícito, sí pudo resultarle de interés, por lo menos algunos poemas que no detallaré aquí por no ser relevante. Lo que interesa es el campeón y su suerte.
Recuerdo la expresión de su rostro cuando hablaba conmigo, siempre de profundo respeto. Ya había sido su maestro de escuela y además había obtenido cierto reconocimiento como poeta. Pero una vez que le vi, meses después, su expresión era distinta, grave, como si algo le hubiera llevado a un profundo ensimismamiento.
-Ten cuidado, ya sabes, la cabeza… -le dije, aventurándome- Nunca llegues a una situación límite si puedes evitarlo. Ya sabes, aquí tienes familia, gente que te quiere y un buen pasar.
Entonces se me acercó más y casi me cuchicheó al oído:
-No es eso lo que me preocupa, don Ramón. Son las mujeres las que me pueden hacer perder la cabeza.
Ya sabía de sus amoríos aireados en diversas revistas, lo que, pese a su seriedad y buenos modos, le habían conferido cierta fama de play-boy. Le aconsejé mesura, dado que ese era un mundo que podía echar a perder a cualquiera.
-No es el sexo, maestro -me dijo sin mirarme a los ojos-, son los sentimientos. Todo eso de los periódicos es hojarasca, nada importante, pero cuando siento algo especial por una mujer temo que pueda perjudicarme, agarrarme demasiado, ya sabe. Por eso salgo a la carrera cuando una chica me atrae demasiado.
-Pues sigue así, hasta que tal vez el tiempo disipe ese temor –le aconsejé, pienso que bien- Disciplina Paco, dedícate al boxeo y pasa de atarte, hasta que veas que estás preparado para ello, hasta que esa inseguridad se te vaya.
 El asintió y me estrechó la mano antes de salir del restaurante. En su rostro había una sonrisa agradecida. Pienso que a veces necesitamos oír de alguien lo que ya sabemos para tomar una decisión o ratificarnos en ella.
Me volví a encontrar con él dos años después, en mil novecientos setenta y dos, cuando paseaba por una de las calles de la capital. Iba con su hermano y un tipo al que no conocía. Ya era campeón continental.
Comimos en un buen restaurante y hablamos largamente, no solo de boxeo, aunque este asunto ocupó buena parte de nuestra conversación. Ya sabía que tenía que pelear por el mundial en  Enero del año siguiente. Estábamos en Octubre y se le veía muy en forma. Así que le deseé buena suerte y brindé porque lo celebrásemos en una próxima ocasión.
No fue el único caso en la historia, ni el hecho fatal sucedió contra todo pronóstico. No le mataron los puños, sino las tetas: mantenía una relación con la mujer de un personaje poderoso que, entre otras cosas, regentaba varios clubs de lujo de Nueva Orleans.
Ocurrió antes de que pudiese enfrentarse con el campeón mundial. Los periódicos hablaron de una noche de farra, de una pelea con un hampón, de un disparo, de alguien al que se detuvo, un segundón pienso, de una promesa, como muchas, sajada prematuramente.


Es malo ser egoísta

Estrella, con la guarrilla e histérica que era, acabó participando del estamento familiar que tanto había criticado en sus años de estudiante. No solamente eso, sino que pasó por el aro, de la peor de las maneras. Como algunas progres que he conocidos, aquellas chicas permanentemente deseadas de la facultad y de los pisos mixtos de estudiantes, pasó de una independencia extrema e histérica a una dependencia lastimosa.
            Hacía más de un año que no la veía, concretamente desde que se fue a trabajar a Barcelona. Pese a lo dicho anteriormente, al ir y venir de sus emociones, y a los cambios radicales en sus posicionamiento político e intelectual, habíamos seguido siendo buenos amigos antes de que se casase y se marchase de la provincia. Después, como suele pasar, nos veíamos solamente en vacaciones. La chica pálida y desmejorada que tenía al otro lado de la mesa de aquella cafetería, tratando no obstante de aparentar seguridad y buen humor, distaba mucho de la morenaza que conocí.
            En el pasado nos habíamos tenido mucha confianza y de hecho, con ella intimé más que con algunos de mis compañeros de grupo, por lo cual recelaba de sus palabras. Si deseaba aparentar sinceridad, sus rasgos tensos y sus ademanes vacilantes, cuando encendía el pitillo, o llevaba a sus labios la taza del café, la desmentían claramente. Su porte era todo lo contrario de aquella imagen de sosiego y aplomo que trataba de mostrarme.
            Comencé a preocuparme, aunque, de momento, no le dije nada y, sin que yo le preguntase, comenzó a hablarme de su matrimonio, de pareja. Constantemente echaba mano del vaso de agua, la voz le salía apagada, el tono bajo, demostrando que la garganta seca y el leve temblor que la agobiaba, representaban la punta del iceberg de un estado interno de gran angustia. Me preocupé más, pero dejé que fuese ella la que hablase.
            Yo apenas conocía a su esposo. Le vi hará unos dos años durante unas vacaciones de verano en el pueblo y la impresión que me dio fue la de un joven simpático y educado, y físicamente del montón que, al lado de una hembra tan espectacular, constituía una nota discordante. De todo hay en la viña del Señor, me dije entonces y me resigné a que la chica que siempre deseé apagase sus ardores con semejante macho. También he de confesar que nunca estuve enamorado de ella, pero sí que sentí una atracción física muy intensa, que ni tan siquiera ahora, ante la mujer alicaída y al borde del llanto que me apenaba con su dolor, me veía incapaz de arrumbar.
            Estrella, sin embargo, seguía ensalzando su vida conyugal, manifestándome con énfasis lo maravilloso que era su Jesús, después de lo cual, se lamentó de que estaba abrumada y que se había tomado dos semanas de vacaciones que le debía la empresa para descansar y reponerse junto a su madre y hermanas.
            Hacía frío afuera y el local no estaba bien caldeado, por lo que donde estábamos, en un rincón cerca de una ventana, hacía todo menos que calor. Sin embargo, ella transpiraba continuamente y se secaba la frente con un klinex y, notando que yo lo percibía, se disculpaba:
            -Perdona, pero debo haberme resfriado. Seguro que tengo unas decimitas.
            -No te preocupes, cuando vayas a casa te tomas algo –respondí, sabedor de que la hiperhidrosis tenía un origen muy distinto.
            Inmediatamente después, sin venir a cuento, y sin permitirme la posibilidad de soltar prenda, me desgranó con pormenor la crónica de su vida sentimental. Incluso me habló del momento en que se conocieron y posterior noviazgo. De manera constante, al igual que desde que comenzamos a hablar, mientras me contaba esa parte de su vida, las facciones las tenía tirantes y el ceño fruncido. Previamente a seguir con lo que hablamos, he de decir que en realidad Luz había venido a la casa materna porque estaba de baja por depresión -lo discerní yo desde el primer momento y después ella misma me lo confirmó- y trataba de zafarse del marido maravilloso, por un proceso separación largamente pensado pero que hasta entonces no se atrevió a llevar a cabo.
Si bien el marchamo de Jesús consistía en el de un tipejo de apenas uno sesenta y cinco, rechonchito y de cara arrebolada y vulgar, y con una personalidad carente de cuanto se pudiese asociar con la sensibilidad y la inteligencia, ella dijo que era guapo, maravilloso, decidido, encantador, extrovertido, generoso y simpático, que caía bien a todo el mundo, alguien a quien todos acababan queriendo. Estrella estaba colgada de sus encantos y solamente le molestaba que él hubiese tenido muchas novias y que miraba demasiado a las chicas, pero no le importó demasiado, con la esperanza de que, con el matrimonio, le haría cambiar. Después, sin embargo, sí cambió, porque ya no era tan simpático y le parecía ahora peor galán. Pero, sobre todo, le quería porque su Jesús era un hombre muy bueno.
            Todas sus amigas la envidiaban, por la suerte que había tenido. Formaban una pareja modélica y no pocos envidiaban el amor que se tenían. Después, vinieron algunas discusiones, algunas broncas incluso, pero resultaba normal, porque una pareja sin discusiones no era una pareja. Cuando le cayó el primer tortazo, ella se quedó atónita, pero disculpó el hecho debido a que Jesús tenía mal carácter cuando se estresaba por el trabajo y, de vez en cuando perdía el control, sobre todo si además bebía. Sea como fuere, Estrella porfiaba en que su marido era un hombre buenísimo y además, funcionario del Ayuntamiento como ella. No se podía pedir más.
            Con los malos tragos se desencadenaba la infidelidad, las juergas con los amigotes –que calificó, del primero al último, de borrachos y mujeriegos- y la repetición de las palizas. Después de estos terribles desenlaces, ella invariablemente acababa yéndole detrás, porque le dolía enormemente que él la ignorase. Él, infatuado en una efigie inamovible de displicencia y resabio, la criticaba aún,  señalándole acre y altivo que no le comprendía, que era una egoísta y peor esposa, y ella llegó a convencerse de que en realidad parte de la culpa era suya, porque si le amaba tanto no entendía como no le hacía feliz y nunca llegaba a comprenderle. El que no tuviera amigos íntimos y las relaciones con sus suegros fuesen torcidas y violentas, le apenaron más y reforzaron su actitud de apoyar a su marido, que había sufrido mucho de niño y que con el tiempo cambiaría, antes de que asumiese por un largo tiempo que era ella la que andaba torcida y la que debía cambiar. Después, cuando se multiplicaron las palizas, veía un poco raro que nunca le pidiese perdón. Pero estaba convencido que él era un hombre bueno y sensible y, sobre todo, debía quererle, tener paciencia y pulir sus cada vez más dudosos defectos.
Contra su deseo, cuando quedó embarazada, Jesús la obligó a abortar. Todavía no había superado ese trauma porque ella deseaba tener un hijo, pero su marido era lo primero, pues él le dijo tajante que estaba determinado a no complicarse la vida con niños, que bastante tenía con el trabajo y con aguantarla a ella. En esa fecha pasó una semana con su madre, ante la cual solamente se lamentó de las frecuentes discusiones que enturbiaban la relación con su Jesús.
            Su madre le decía que hay que comprender a la gente, además de aceptarla como era, que en el matrimonio una tenía que tragar mucho. No debía ser egoísta, porque nadie la querría y se quedaría sola, sin marido y sin amigos. Compartir consistía en dar, independientemente de lo que uno recibiese.
            -Tu deber es comprender a tu marido y aceptarlo –añadía su madre e insistía-: porque es malo ser egoísta.
            Y para dar solidez a sus palabras la buena mujer, porque además de buena era culta, citaba aquello de Spinoza: “No deplorar, no reír, no detestar, sino comprender”; la mujer no le dijo, o no lo sabía en realidad, que una cosa es comprender y otra cosa aceptar, y que hay muchos asuntos y fulanos que nos resultan ofensivos, execrables, incompatibles, inasumibles, dañinos o miserables, y que estamos en el pleno derecho de luchar y defendernos frente a su influjo, o simplemente mandarlos a tomar viento fresco. La comprensión y la mansedumbre no van necesariamente de la mano. Sea como fuera,  las consejas de la madre surtieron el efecto del retorno de la  hija junto al marido, sin exigencias, sin recriminaciones, con un nuevo énfasis de poner toda la carne en el asador, con la obligación ahora añadida de comprender cualquier deseo suyo aunque no se lo expresase –el amor suponía eso-, con la convicción absoluta de que algo estaba haciendo mal porque su Jesús nunca se sentía contento, ni mucho menos feliz, ni siquiera le había dado un beso después de una semana de ausencia. En cuando a la cama, hacía meses que no mantenían relaciones sexuales, pero daba lo mismo, a todo se acostumbra una, más ahora que ya no sentía deseo. Después, él impuso dormir en habitaciones diferentes y ella, terriblemente entristecida y sintiéndose abandonada, calló. Después, se impuso luchar con mayor denuedo por su amor.
            -Un hombre que es tan bueno con los animales, no puede ser malo –dijo Estrella-¡Si vieras lo bueno que era con nuestro perro!
            -¿Siempre es bueno con el perro? –pregunté, aunque ya adivinaba la respuesta.
            -Bueno, en ocasiones se enfadaba –respondió tratando de ocultar su abochornamiento, dudando unos segundos, antes de responder bajando los ojos a la taza de café que asía con una mano ya visiblemente temblorosa, hasta el punto de que, roja como un tomate, tuvo que sujetarla con las dos manos-. En realidad, cuando se enfadaba porque el perro no le obedecía, le daba unas palizas impresionantes y una vez incluso trató de colgarlo de la correa de un árbol del jardín. Un chico joven que pasaba, viéndolo, le llamó la atención y amenazó con colgarle a él de los huevos y él, amedrentado, descolgó al animal que ya casi no se debatía, y se lo llevó a casa. Allí lo bañó con su gel personal y lo perfumó, y te hubieras enternecido si hubieses visto cómo le besaba.
            Me dijo esto con una sonrisa boba colgada de su rostro ajado y, después, posiblemente viendo la gravedad con que la miraba, se derrumbó y explotó a llorar tapándose la cara con ambas manos. La consolé como pude y pedí una tila. Dije que no hablase y que terminase la infusión.
Fumamos un cigarrillo. Le cogí la mano con delicadeza, muy apesadumbrado, y le dije:
            -Estrella, ¿sabes que estás en un campo de minas? Debes buscar ayuda. Puedo indicarte adónde ir y a quién recurrir.
            No me respondió, pero se rió feble intentando mostrar incredulidad, como diciendo qué cosas dice este tonto.  Después, nos despedimos con un fuerte abrazo. Así que este tonto se fue muy preocupado y tres días después supe que había vuelto a Barcelona.
            Lo malo es que, pasados dos meses –la noticia evidentemente salió en todos los periódicos-, el marido la prendió fuego en casa, y después el hombrón intentó suicidarse defenestrándose desde el segundo piso. Pero cayó sobre una camioneta de verduras que estaba estacionada justamente abajo. Yo de ser él, me hubiese subido al décimo, o a la terraza mejor, a ver si con eso la fortuna me acompañaba y le hacía un favor al mundo, sobre todo a las mujeres.
            Lástima, no aprendemos con eso del miramiento social y del respeto incondicional a los demás. Por eso, a Estrella, con el es malo ser egoísta, se le fue primero el ego y después, con el fuego, la vida.



Salvador Alario Bataller

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