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20 de Agosto de 1.8...

Aquel era el gran día. Después de cenar me cambié de ropa y fui a la Clínica Denier, como se llamaba el hospital municipal, en honor al celebérrimo cirujano húngaro. Mientras esperaba a Viktor en la biblioteca, hojeando un libro de fisiología de reciente publicación, descubrí una forma vaporosa junto a las cortinas. No podría jurarlo, pero tuve la impresión de ver unas facciones femeninas, de voluptuosos labios rojos. Me miró procazmente, dejándome la impresión ardiente de su belleza singular; pero desapareció, como si se hubiera esfumado en el vacío, cuando entró mi amigo. Sin duda fue una alucinación, posiblemente motivada por el exceso de trabajo. Ahora pienso que fue una decisión muy acertada alejarme unos días del páramo, evadirme de los rigores del trabajo experimental y de campo. Debo reconocer que mis nervios están un tanto alterados porque, cuando nos dirigíamos al club, creí notar que alguien nos seguía. Empero, cuantas veces me volví con disimulo, no pude ver a nadie. Pienso que comienzo a excitarme con demasiada facilidad. Tendré que buscar un remedio, antes de que mi salud se resienta.
Hacia las once entramos en el club. Viktor se quedó en el bar saboreando un brandy, esperando a que llegase en conde. Le dije que me encontrarían en la biblioteca cuya puerta, accionada por una pesa de reloj, se cerró por sí misma, detrás de mí. Me encontré con un lacayo vestido de roja librea que enseguida me dejó sólo. Me senté en una butaca, encendí la pipa y me reproché, aunque no con excesiva severidad, el olvido en que tenía a mi esposa. Aquellos pensamientos me azoraban, por lo que desvié inmediatamente la atención a otros asuntos. Me gustaba el país, aunque no el espíritu del pueblo. Pero, por lo demás, mi trabajo me entusiasmaba, gozaba de una vigorosa salud y, así mismo, experimenté un grato reconfortamiento al pensar que, antes de que el invierno llegara, habría resuelto el “enigma” que tanto intrigaba y preocupaba a sir Archibald y a van Vooren.
Con los pies apoyados relajadamente en los morillos metálicos y acomodado en aquel confortable sillón de cuero bruñido, me sentí muelle y profundamente solazado. Llevaba apenas media hora en aquella agradable situación cuando entró Viktor. Le acompañaba un anciano caballero, alto y alarmantemente enjuto, aunque de porte extrañamente enérgico. La nariz aquilina, la hosca mandíbula y el gran mostacho le daban una fisonomía resuelta, severa y audaz. En su faz de hombre entero y voluntarioso brillaban unos ojos extraños, en los que se reflejaba, a la vez, una gran decisión y la serena escrutación de un hombre inteligente y equilibrado. Había, sin embargo, algo profundamente inquietante en él, un rasgo primitivo, casi cruel, que disimulaban sus perfectos modales. Su voz era profunda y cavernosa y tenía un no sé qué vibrante, casi metálico, que nunca antes había apreciado en otra persona.
Por lo común las gentes del este de Europa son extremadamente reservadas y el conde no desmerecía en nada este patrón de conducta, pues en todo momento mostró, en grado mayor o menor, esa elusividad tan característica de los países balcánicos, sobre todo cuando se hablaba de folklore, religión o supersticiones, pero no de bienes, familia o ascendencia. Sin embargo, las reglas básicas de cortesía, que ha de observar cualquier caballero, le obligaban a cierto grado de comunicación y de deferencia. Todo era, no obstante, maravillosamente extraño en él. Su mirada parecía, atravesando las apariencias, hundirse en lo más hondo de su interlocutor, llegar al alma, dando la impresión a éste de que sus íntimos deseos eran escrutados como las hojas de un libro. Parecía que este hurón de los Cárpatos adivinase el pensamiento y cuando me presenté y hablé sobre mi vida diríase, por la expresión de su cara, que estaba escuchando una historia consabida, que estuviera extrañamente al tanto de todo, hasta de los más nimios pormenores. Incluso cuando habló de Inglaterra, me dio la impresión de estar ante un ciudadano británico, si bien el conde me juró que no había puesto la planta en mi país. Aquello me fascinó y al inquirirle sobre la razón de tal portento, me dijo simplemente que existían muchas cosas en la naturaleza que escapaban a las simples reglas con que la gente normal interpretaba el mundo. Ni decir tiene que el aire misterioso con que orlaba cada una de sus palabras, cada uno de sus actos, llegó a subyugarme todavía más. Estaba convencido que aquel personaje poseía dones o poderes muy fuera de lo común. A los excéntricos nos agradan las excentricidades, a los que realizamos empresas fuera del orden habitual de las cosas, nos encanta todo aquello que se sale de la norma.
Ya había, en efecto, oído comentar que el conde poseía facultades extraordinarias y había tenido una buena muestra de ello. La mente humana encierra misterios que nosotros, acostumbrados a usar demasiado la razón -o mejor dicho a emplearla a un nivel de análisis empírico-, quizás nunca lleguemos a valorar en su justa medida. Sabía que me encontraba ante un ser excepcional y, aunque no tenía ningún deseo de averiguar más de él de lo que quisiera decirme (las normas del buen gusto y de la corrección se han impuesto siempre, a causa de la educación recibida, a mi natural curiosidad), me felicité ante la perspectiva de una relación interesante. Hablaba en perfecto alemán -dicho sea de paso, su inglés era muy aceptable- aunque con un acento muy característico. Me dijo, en un principio, lo que yo ya sabía: era valaco y vivía en un viejo castelul en una región apartada, donde apenas solía llegar algún viajero. Tan agreste y recóndito era el lugar que ni siquiera figuraba en los mapas oficiales. Sus compañeros, según dijo, eran las fieras del bosque y, de tanto en tanto, solamente los szeganys montaban sus campamentos en los valles próximos, de modo que gozaba de la más completa soledumbre. Raras veces se veía obligado a volver a la civilización para ocuparse de sus negocios, cuya naturaleza no especificó.
Me alegró mucho comprobar que sus conocimientos sobre historia natural eran amplios y precisos y me sentí hondamente halagado cuando manifestó ser un sincero y ferviente admirador de mi obra. Nunca hubiese imaginado que en un remoto país, un anciano gentilhombre se deleitara con la lectura de mis estudios experimentales y sistemáticos. Aquello me conmovió profundamente y animó una larga conversación científica, en la que los tres participamos con entusiasmo. Al día siguiente le regalaría un ejemplar autografiado de mi último libro, del que él no tenía noticia, mis Fundamentos de conducta animal (vertebrados); se mostró encantadísimo con ello y sus ojos reflejaron una emoción genuina que, hasta entonces, había estado ausente. A la par, he de indicar que, a despecho de su vigor y fortaleza aparentes, debía ser una persona muy anciana, debido al color clorótico de su piel, de aspecto apergaminado.
Era casi medianoche cuando Viktor se vio obligado a retirarse ya que a la mañana siguiente, a primera hora, tenía que estar en el hospital. Así que el conde y yo nos quedamos solos y tuvimos el placer de continuar nuestra conversación. He de decir, si bien no sé hasta qué punto se trataba de una impresión mía, que el conde tenía un aire de contención, como si tratase de ocultar su verdadera naturaleza o personalidad. Tuve dicha intuición en varias ocasiones a lo largo de la velada y sentí, posiblemente de manera ilógica o desproporcionada, esa aprensión que siente cualquier humano cuando se enfrenta a situaciones inciertas, ambiguas o desconocidas. También me llamó la atención su aire en exceso melancólico, introspectivo y exánime, que contrastaba grandemente con la energía y fluidez de su vocablo.
Me quedé atónito al comprobar que estaba al corriente de todas mis investigaciones, de todas y cada una sin excepción; incluso conocía el motivo real de mi viaje a Hungría. ¿Cómo podía haberse enterado?. ¿Conocía acaso a sir Archibald o a alguna de las poquísimas personas relacionadas con el asunto?. Estaba estupefacto y, cuando le pregunté al respecto, me dijo que simplemente prefería no responder a mi pregunta pero que, no obstante, no tenía el menor motivo para preocuparme de nada, de nada en absoluto (enfatizó estas últimas palabras). Di el caso por concluido, aunque me sentía desazonado y con cierta preocupación, pero me recuperé un tanto cuando el conde me dijo que si buscaba en el lugar adecuado, encontraría el gran murciélago, pues existía. ¡Entonces, no se trataba de una quimera!. Me respondió que era tan real como la vida misma y esta aseveración hizo que ipso facto se me fueran de la cabeza los anteriores temores. Según él, se trataba de un espécimen extraordinario, una bestia asustadiza y difícil de capturar. Lo importante era que mi viaje no había sido en vano. El Thurul, como lo llamaban los nativos de esta parte de Hungría, se caracterizaba por su gran tamaño y por chupar la sangre de animales y niños indefensos. Existía, sin duda, pese a que nunca se habían presentado pruebas fehacientes. El conde me confesó haber visto al animal en varias ocasiones, asegurándome que no faltaban buenos ejemplares en los Cárpatos húngaros.
Le estreché la mano sumamente agradecido por tan valiosa información : apenas pude resistirlo, pues casi me vi obligado a retirarla en el acto porque su tacto era tan frío como un témpano de hielo. El conde retiró su mano con cierta turbación, confesándome inmediatamente que sufría una rara enfermedad que pronto acabaría con su estadía en este mundo. Me hizo esta confesión, no obstante, sin emoción alguna, como aquél que esta cansado de vivir y espera la muerte tranquilamente. A ello añadió que, desde su infancia, sin embargo había gozado de excelente salud pero, desde que volvió hacía una década de unos viajes por países tropicales, su cuerpo había ido perdiendo poco a poco la salubridad. Le sugerí un examen en la clínica Desnien, pero él dijo que ya había visitado a todos los especialistas del país y de parte del extranjero y añadir uno más a la lista no supondría otra cosa que confirmar un veredicto consabido. El hecho es que estaba enfermo, enfermo de muerte, a despecho de que nadie le hubiera asegurado la etiología exacta de su mal. Con una expresión de tedio en sus facciones, confesó que prefería dejar este asunto por concluido, que las cosas eran como eran y que se debía dejar actuar al destino. Me sentí impresionado por su sangre fría y ecuanimidad en un asunto tan grave.
Me testimonió su ferviente y sincero deseo en pro del éxito de mi empresa científica y su convicción de que estaba ante la persona más indicada para llevarla a cabo, apelando a mi trayectoria científica y personal. Me sentí profundamente halagado; agradecí con emoción estas palabras gentiles y no puede evitar cierta contrariedad cuando me aseguró que no nos veríamos el próximo día, pues se veía obligado a viajar a Budapest para formalizar determinados asuntos legales y comerciales.
Charlando habíamos llegado al rellano de la escalera con las bujías en la mano. Un largo corredor separaba las habitaciones del conde de las mías. El criado abrió las puertas y, tras desearnos buen descanso, se retiró. Como el conde y yo estábamos muy próximos, cuando nos dimos las buenas noches, el reflejo de mi bujía iluminó su cara. ¡Entonces me estremecí!. ¿Qué extraño ser tenía ante mí?. Bien iluminado -y no al amparo de la decrépita luz de los candelabros de la biblioteca- descubrí en su rostro unos rasgos que no había apreciado hasta ese momento. La faz que yo contemplaba era grave, cenceña, de una palidez extrema, una palidez de muerte. Toda su persona estaba revestida de una solemnidad tal que no creí hallarme ante el mismo hombre, sino ante una figura hierática perteneciente a un mundo que no era el nuestro. Una vaga inquietud me oprimió nuevamente, una incipiente y feble certidumbre trató de tomar forma, a la cual siguió una confusión aún mayor. Empero, no me avergüenza confesar que en aquellos instantes de marasmo absoluto sentí miedo, como si me encontrase frente a algo superior y, en parte, desconocido, a despecho de saber que se levantaba ante mí un perfecto caballero centroeuropeo, cuyo vocablo y ademán denotaban la educación más esmerada y los modales más refinados. Sus ojos, por contra, tenían un brillo extraño y fue entonces cuando advertí hasta qué punto su expresión era cruel, a lo que sin duda contribuía la dureza de una boca de dientes singularmente aguzados. Pero su sonrisa amistosa disipó en mí toda intranquilidad, haciéndome sentir culpable por haber albergado ese tipo de pensamientos hacia un hombre frente al cual, como poco, no podía sentir otra cosa que deferencia. El anciano conde me deseó por segunda vez las buenas noches y se retiró después de una corta reverencia.
Esperaba dormirme pronto y profundamente pero, al cabo de unos instantes, tuve que reconocer la imposibilidad de un sueño inmediato. Cuando traté de encender la luz para leer un libro noté que el sueño, minutos antes tan lejano, iba dominándome y una especie de letargo acabó envolviéndome el cuerpo y la mente. Estaba quedándome dormido y rápidamente, sin intervalo alguno, entré en un estado de sopor indefinible. ¿Acaso dormía?. No podría decirlo. Aunque tendido en la cama, con los ojos completamente cerrados, podía ver perfectamente cada objeto del dormitorio. Cosa extraña, ignoraba el lugar exacto donde me encontraba, si bien me creía en Londres. Mi primera impresión fue una repentina sensación de terror. La luna llena brillaba enfrente de la ventana y, a través de las cortinas blancas, proyectaba su luz sobre el centro de la estancia, allí donde un rayo de luna formaba turbulencias, donde rielaba una nube de motas quiméricas. Algo se movió en su mismo vórtice y pareció dirigirse a una velocidad de vértigo hacia donde yo yacía, si bien no fui capaz de ver, en ese instante, nada en concreto. Empero sí presentí una presencia al lado del lecho, una presencia femenina y la vi, como en un sueño, tenue e inapresible, envuelta en un aura contranatural, que resaltaba de una forma máxima su juvenil y extraña belleza. No podría asegurar cómo había entrado ni como se había acercado a la cabecera de mi cama sin que yo la viera, pero en mi ilusión loca me persuadí de que había llegado con la luna y había tomado forma en la tiniebla, inexplicablemente, y que también algo inextricable la había llevado, como una exhalación, a mi vera, en la solitud pagana del dormitorio, tan cerca de mí que podía tocarla, pero tan lejana e inapresible como los deseos de los sueños o la felicidad humana. Pero ya no sentí miedo, sino deseo.
Con un aire levemente perezoso, casi juguetón, rozagante, la dama se inclinó, con el propósito evidente de examinarme. Vi que tenía el cabello obscuro, el seno turgente y abundante y que era bella, muy hermosa y esbelta, de rasgos lívidos y voluptuosos labios encendidos. Sus grandes ojos, casi con avidez, llameaban como ascuas encendidas en la penumbra. Reconocí entonces los rasgos de la dama que, un día antes, creí ver en la biblioteca del hospital. Ella había vuelto, al amparo de la noche, tan silenciosamente como la primera vez, pero mil veces más seductora. Noté su larga y sedosa cabellera cerca de mí -olía a violetas- y deseé ardientemente que se acercase más. En ese momento creo que habló, más su voz era como un eco, sin ningún referente en derredor, que sonó en la ubicuidad de mi cerebro como música cristalina. Me sentí turbado cuando se relamió los labios, como un animal, por cuyas comisuras sobresalían sus dientes erizados como escarpas. Había un sesgo cruel e instintivo en sus facciones singulares. Sentí, a la vez, deseo y terror, pero el primero oprimió al segundo, inhibiéndolo, y solamente tuve deseos de su proximidad, de su contacto. Pero ella levantó la cabeza y me escrutó, seguramente para comprobar si seguía dormido, tiempo suficiente para admirar de cerca aquellos ojos que, a un tiempo, me excitaban y me deprimían. Se inclinó aún más, hasta el punto de que pude oir su respiración y su gélido aliento, que tenía un fondo acre e indefinido. Sus labios rozaron mi cuello, muy delicadamente, y me estremecí. Después, con una fruición casi morbosa, besó y relamió mi cuello. Sentí una vez más su aliento embriagador, pero había en él una insinuación repugnante que la primera vez ya había barruntado. Era frío como el hielo y exquisitamente perfumado pero, entre la ambrosía, mezclábase una esencia acre, que me recordó el olor de la sangre.
Fue entonces cuando presentí que había alguien más en la habitación. La sombra, en verdad, era extraordinaria. En el vano de la puerta estaba parada una figura alta y negra. La luna la iluminaba por completo, a excepción sólo de su cara. Yo no veía más que el fuego de sus pupilas, que nos observaban con una fijeza solemne. Un aura del otro mundo bañaba al incógnito visitante, que permanecía hierático como una estatua de mármol. Vi entonces que levantaba la mano con lentitud y la dama, azorada, se separó de mí, retrocediendo de inmediato hasta el muro, que atravesó, desapareciendo al otro lado. La sombra seguía en su sitio sin moverse. No le vi marcharse aunque, sin mediar apenas un segundo, me encontré sólo en la estancia. Pero recuerdo que una especie de pájaro nocturno pasó cerca de mí y el viento de sus alas rozó mis párpados, Sentí que estaba volando por la habitación; después, el silencio, y me desperté. Bajo la camisa, el corazón me latía enloquecido, golpeando las paredes de mi pecho con grandes golpes que podía percibir claramente y con gran angustia. Había sido un sueño extraño, insólito, aunque algo en mí no se resignaba a que no fuese algo más.
Mi insuperable ansiedad aún persistía. Moví el brazo buscando las cerillas. Las oí crujir entre mis dedos, en el candelero. Encendí la bujía y, al instante, me sentí mucho mejor. La luz acabó por disipar los malos terrores. Estaba sólo en el dormitorio. Resolví beber un vaso de agua fría y volví a acostarme. Traté de razonar y me costó un tanto -me sentía especialmente alterado- pero acabé convenciéndome de que acababa de sufrir un acceso alucinatorio especialmente vívido. A partir de ese momento, me fui tranquilizando poco a poco. Después la fatiga se apoderó de mí como una hola y me dormí enseguida.
Cuando desperté, un sol brillante iluminaba la habitación. Me vestí con premura, olvidándome por completo de los sombríos acontecimientos de la noche anterior. Miré la hora, eran las diez. La parte posterior del club, cuyo edificio se encontraba adosado en esa zona a la imponente muralla que circundaba la ciudad, se alzaba al margen de un impresionante precipicio. Mi ventana daba al mismo y desde allí se veía perderse en lontananza la inmensa masa del bosque, entre las masas filosas y azuladas de los picos de la cordillera cárpata. Aguzando la vista, podían discernirse insignificantes caminillos que cruzaban la espesura por algún tramo, los cuales conducían a los valles, donde se levantaban los pequeños núcleos habitados, aldehuelas perdidas de la mano de Dios y aferradas a costumbres medievales, más bien que a las propias de los tiempos modernos. Este bosque inmenso llegaba, en algunas zonas, a recubrir tupidamente parte de la misma cordillera, por cuyas laderas fluían, de trecho en trecho, numerosos riachuelos que, como finos hilillos argénteos, nacían en las cumbres, desde donde manaban estrepitosamente por las gargantas profundas.
Reconfortado por aquella mirífica visión, acabé de reanimarme con abluciones reiteradas de agua fría. Al cabo de media hora escasa, ya me encontraba vestido, con el ánimo espléndido, y dispuesto para bajar.
Viktor me esperaba en el comedor, sentado delante de un mantel ya dispuesto. Leía el periódico, ante una mesa magníficamente preparada. Siempre me han agradado los detalles y el personal del club se habían esmerado en ello: candelabros de plata, vajilla de porcelana antigua y cubiertos de plata; la buena comida que íbamos a disfrutar, acabó por levantarme el ánimo completamente.
-¿Has pasado buena noche?- quiso saber mi amigo, dejando el periódico a un lado.
-Excelente- mentí, por razones obvias-. Estuve con el conde hasta muy tarde y me dormí como un plomo.
Un sirviente, con librea negra y oro, trajo el desayuno. Hablamos animadamente sobre mis impresiones atingentes al cenceño aristócrata húngaro y también sobre la marcha de mis investigaciones. Sobre este último punto, he de decir que manejé el tema con mucha cautela, pero de una manera que resultase perfectamente creíble. Me centré en asuntos de investigación básica, pero novedosos, como es el de la transmisión del sonido como guía para el vuelo, si bien le pedí que mantuviese la información en secreto, hasta que apareciese publicado un artículo al respecto. Esto sucedería en el próximo bimestre, pues ya había mandado los artículos originales a Inglaterra y había recibido recientemente su aceptación. Me congratulé de que no mencionase para nada el asunto del vampiro gigante, lo cual no era improbable, habida cuenta de que el conde tenía noticia de ello. Me alegré de su carácter reservado y grave, máxime ahora cuando me había prometido que el asunto quedaría entre él y yo. Pese a que hacía apenas nada que nos conocíamos, no tenía el menor motivo para dudar de su palabra.
Una hora después, dejábamos el club, marchándonos al hospital, Viktor a visitar a sus enfermos y yo en busca de algún buen libro. Me solacé algunas horas con la Anatomía superior de Ranko Pravia y los Fundamentos de comportamiento animal de Edward Boring.

1 Comment:

  1. Anónimo said...
    Engolado y pretencioso, ¿no te parece? Y por encima de todo, aburrido...

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OBRA PUBLICADA A)CIENTÍFICA: 8 libros de Psicoterapia y Sexología (editorial Promolibro, valencia). 36 artículos especializados en diversas revistas (redactor de Cuadernos de Medicina Psicosomática y Psiquiatría de Enlace, www.editorialmedica.com, y los artículos y otros textos se relacionan en la web). B)NARRATIVA: “La conciencia de la bestia”, edición privada, finalista (de los 15 finalistas) del Premio Planeta de Novela de 1997. “La ciudad desvanecida”, relato seleccionado por concurso de la revista Escribir y Publicar en su editorial Grafein Ediciones, Colección Escritura Creativa, integrante del volumen de cuentos ASI ESCRIBO MI CIUDAD (2001). “Descensus ad Inferos”, lo mismo que antes, pero este cuento pertenece al libro de cuentos “32 MANERAS DE ESCRIBIR UN VIAJE” , Grafein Ediciones (2002). “Maltidos. La Biblioteca olvidada”, Iván Humanes Bespín y Salvador Alario Bataller, Grafein Ediciones, Barcelona, (2.006). "101 coños, Ilustraciones y breves" (2008), Carlos Maza Serneguet, Salvador Alario Bataller e Iván Humanes Bespín. Ilustraciones de Vanesa Domingo Montón, Grafein Ediciones, Barcelona. "Antología Iberoamericana de MIcrorelatos" (2008),coautor, Ediciones Lord Byron, Madrid (en prensa) La acre lácrima (2006), novela, en http://www.lulu.com/alario7 Un estudio crítico del Necronomicón Apócrifo (2006), ensayo, en http://www.lulu.com/alario7 Las aventuras carpatianas del profesor Exhorbitus (2006), novela, autoedición, en http://www.lulu.com/alario7 Astrum Argentum . La vara del mago (biografía novelada de Aleister Crowley) (2006), novela, en www.lulu.com, en http://www.lulu.com/alario7 El murciélago monstruoso (2006), novela, en http://www.lulu.com/alario7 Nunca volví de cuba (2007), novela, en www.lulu.com, http://www.lulu.com/alario7 Cuentos en www.narrativas.com: Espejos (2007), Los pequeños (2007). La angustia última (2008). Lo que trajo la noche (2008). OBRA INÉDITA: Las nocturnidades de don Arturo del Grial, (2002), novela. Los ojos del moro (2003), novela. El doctor amor y las mujeres (2006), novela. La trama sináptica (2007), novela. Historias de amor, muerte y trascendencia (2007), novelas (dos novelas breves relacionadas). Los estados intestinales (2007), novela. Cuando cazaba pelos (2008), novela breve Cuentos completos (1999-2008) Blogs: http://clinica-psicomedica.iespana.es http://alario1.blogspot.com http://undostrescuentos.blogspot.com http://undostrescuentos2.blogspot.com http://elloboylaluna.blogspot.com http://lasnocturnidades.blogspot.com http://nohaymentesincerebro.blogspot.com
 

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