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Salvador Alario Bataller
Espejos
Entré en el bar y pedí ensaladilla rusa y un doble de cerveza. Eran las nueve y cuarto. Había algunas parejas cenando, gente de edad mediana o avanzada. Los más jóvenes estarían reunidos ante un televisor viendo los mundiales; por eso las calles se veían vacías, como hornos irremediables pese a la noche, a causa de aquel calor pegajoso e insufrible. Cada vez el clima estaba más insoportable, el cambio climático hacia la desertización se acusaba año a año. En poco tiempo el levante pasaría a ser una tierra de ratas y alacranes. Pero allí dentro se estaba bien con el frescor del aire acondicionado. El lugar era grande, bien iluminado y bastante lujoso.
No tenía hambre, mi cena se reduciría a la tapa y a la cerveza. Siempre me sucedía lo mismo antes del trabajo, se me cerraba el estómago, me sentía paradójicamente vigoroso, como si me sobrasen las fuerzas y los redaños para acometer la faena. Decidí esperar un poco más e irme. Fumaría un pitillo mientras tanto. Tenía que hacer tiempo, no deseaba mantener ninguna conversación con él, tener que mirarle a la cara antes de matarle. Prefería entrar y acabar rápido.
A las diez salí a la calle. Conocía perfectamente sus costumbres, habíamos compartido piso durante los últimos siete años, y también recuerdos y experiencias, penas y odios. Podía afirmar, con poco margen de error, que era lo más parecido a un amigo con que me había tropezado en toda mi vida, tal vez un hermano mayor e incluso un padre. Todos estos sentimientos me los fue inspirando poco a poco, a través de nuestra relación profesional, aunque nuestro trabajo ponía un límite para ciertas cosas, una frontera que uno no debía rebasar. Lo único importante era el trabajo en sí y, claro, el dinero.
Seguramente habría cenado en un chino, y ahora estaría ante el televisor viendo el partido del mundial de Alemania. Jugaban el anfitrión e Italia y, como supe después, pese a mis previsiones acabaron ganando los latinos. Yo también lo era, pero me disgustó su victoria, porque siempre había sido un germanófilo convencido. De todas formas los mundiales constituían un gran espectáculo, en evento que me agradaba. Me lo imaginé ante el aparato de televisión, fumando incontables pitillos y bebiendo cerveza.
Me crucé en la calle con una chica muy atractiva, que caminaba con mecimiento de puta redomada. Me volví para mirarla. Me vinieron a la cabeza mil imágenes, una mezcla de sexo y violencia, la única manera con que llegué a relacionarme con las mujeres. La causa era el trabajo, siempre el trabajo, lo más importante.
Mientras me acercaba a la finca, tuve una sensación extraña, la certidumbre de que un ciclo se acababa y comenzaba otro, con lo cual mi vida cambiaría inevitablemente. Fue la misma sensación que tuve hace años cuando comencé a trabajar con Escurra, el jefe supremo. Resultaba evidente donde me había metido y no había vuelta atrás.
Entonces era casi un niño, dieciocho años recién cumplidos. De la mano de Carlos me inicié en el trabajo. Recuerdo que me afeité con esmero, mientras él, perfectamente trajeado, me observaba mientras lo hacía. Podría afirmar que su mirada era amable, casi dulce, pese a ser un tipo grande y bronco, al que todos respetaban y temían. Creo que me tuvo simpatía desde un principio. Me había dejado perilla para endurecer mi cara y el rostro de muchacho agrio que el espejo me devolvió me dio confianza, aunque habrían de ser los actos los que irían maliciando con los años cada uno de mis rasgos. Después, como el maestro que evalúa al discípulo, el me siguió observando de cerca, sin intervenir, como una juez frío y distante, cuando le pegaba aquella paliza soberana a un viejo que casi tenía un pie en la tumba. El motivo era una deuda impagada, una suma ridícula vista objetivamente, pero el jefe, pese a su inconmensurable fortuna y poder, no podía dejar el menor asunto pendiente, aunque se tratase de cien pesetas. Después, claro, vinieron asuntos mayores, de más envergadura, desde el escarmiento al asesinado, pasando por la coacción y la tortura, pero todo lo hice eficientemente. Era mi trabajo, lo único que tenía en la puta vida y con él me fui desprendiendo de tripas, dudas, remordimientos y demás maricadas voladas.
-Esto es como una rueda que no para, al final da igual ocho que ochenta –me dijo Carlos un día-, acabas perdiendo el alma.
Yo no nací malo, eso es de cajón. Tampoco tuve una infancia traumática, ni una juventud especialmente desgraciada. Simplemente era un vago y me gustaba demasiado el dinero y lo que proporcionaba. Comencé jugando a las cartas, haciendo pequeños robos, extorsionando a los débiles y a los viejos del barrio, pero nunca pensé que acabaría en esto. Incluso soy un tío leído y más de una vez he coqueteado con la idea de cursar estudios universitarios, cosa que tal vez haga algún día, pero no soy como los otros, nunca me han importado las demás personas como debieran haberlo hecho. Tampoco soy ningún psicópata ni nada por el estilo, simplemente realizo un trabajo sucio en el contexto de una organización determinada. No es la misma cosa. Se trata de un trabajo y nada más. Llegados aquí diré que mi nombre es Juan Monarca y obviamente soy un asesino.
Lo más fuerte, no obstante, fue cuando tuvimos que eliminar a la familia de Galera, el competidor en el narcotráfico; lo quemamos vivo junto a su mujer y sus tres niños pequeños, un escarmiento brutal, un aviso letal para quienes quisieran enfrentarse a Escurra. Tras aquel acto atroz, apenas tuve una punzada de dolor, una inane conmoción interna que se asemejase a la culpa. Recuerdo que aquella noche, mientras me aseaba en el lavabo antes desvanecerme en un sueño habitualmente tranquilo, pude ver por un momento, que mis rasgos parecían desdibujarse en el cristal, que el reflejo vacilaba y se volvía más tenue por instantes.
Muchas cosas habían pasado desde entonces. Ahora tenía que hacer. Abrí el portón principal y me metí en la finca. Pulsé el botón del ascensor. Estaba en el quinto, se había quedado allí cuando Carlos subió a casa, ya que nadie más vivía en la planta.
Esta tarde me llamó Escurra y, con un tono de voz que no admitía apelación, me dijo lo que tenía que hacer. No sabía el motivo, solamente tenía que cumplir la orden, sin tener en cuenta cuestiones personales o simpatías, y allí estaba, resuelto y sin miedo.
Entré en el piso y me encaminé al salón. Estaba sentado en el sofá, de espaldas a mí, viendo el fútbol. Llevaba una camiseta esport, que dejaba ver que todavía, pese a sus cincuenta años, era un tipo bragado. Se movió y me lanzó una mirada de inteligencia por encima del hombro.
-Hola, hijo –dijo y volvió la vista al televisor.
Disparé. El tiro le atravesó limpiamente el cráneo de parte a parte e hizo añicos el aparato, que se desmoronó con un estrépito de chispas y humo. Apenas se había movido, tenía la barbilla caída sobre el pecho, pero la materia encefálica se desparramaba por el agujero como gelatina.
El jefe lo ordenó y yo lo hice, como debía.
Salí y ya en la casa de Escurra, éste me recibió con una dilatada sonrisa bajo sus ojos zainos. Me pidió que cenase con él.
Llegué a mi apartamento y me acosté. Estaba cansado, pero tranquilo y nada me preocupaba, ni el hecho de que, cinco minutos antes, cuando me cepillé los dientes en el aseo, no se reflejara mi imagen en el azogue
Entré en el bar y pedí ensaladilla rusa y un doble de cerveza. Eran las nueve y cuarto. Había algunas parejas cenando, gente de edad mediana o avanzada. Los más jóvenes estarían reunidos ante un televisor viendo los mundiales; por eso las calles se veían vacías, como hornos irremediables pese a la noche, a causa de aquel calor pegajoso e insufrible. Cada vez el clima estaba más insoportable, el cambio climático hacia la desertización se acusaba año a año. En poco tiempo el levante pasaría a ser una tierra de ratas y alacranes. Pero allí dentro se estaba bien con el frescor del aire acondicionado. El lugar era grande, bien iluminado y bastante lujoso.
No tenía hambre, mi cena se reduciría a la tapa y a la cerveza. Siempre me sucedía lo mismo antes del trabajo, se me cerraba el estómago, me sentía paradójicamente vigoroso, como si me sobrasen las fuerzas y los redaños para acometer la faena. Decidí esperar un poco más e irme. Fumaría un pitillo mientras tanto. Tenía que hacer tiempo, no deseaba mantener ninguna conversación con él, tener que mirarle a la cara antes de matarle. Prefería entrar y acabar rápido.
A las diez salí a la calle. Conocía perfectamente sus costumbres, habíamos compartido piso durante los últimos siete años, y también recuerdos y experiencias, penas y odios. Podía afirmar, con poco margen de error, que era lo más parecido a un amigo con que me había tropezado en toda mi vida, tal vez un hermano mayor e incluso un padre. Todos estos sentimientos me los fue inspirando poco a poco, a través de nuestra relación profesional, aunque nuestro trabajo ponía un límite para ciertas cosas, una frontera que uno no debía rebasar. Lo único importante era el trabajo en sí y, claro, el dinero.
Seguramente habría cenado en un chino, y ahora estaría ante el televisor viendo el partido del mundial de Alemania. Jugaban el anfitrión e Italia y, como supe después, pese a mis previsiones acabaron ganando los latinos. Yo también lo era, pero me disgustó su victoria, porque siempre había sido un germanófilo convencido. De todas formas los mundiales constituían un gran espectáculo, en evento que me agradaba. Me lo imaginé ante el aparato de televisión, fumando incontables pitillos y bebiendo cerveza.
Me crucé en la calle con una chica muy atractiva, que caminaba con mecimiento de puta redomada. Me volví para mirarla. Me vinieron a la cabeza mil imágenes, una mezcla de sexo y violencia, la única manera con que llegué a relacionarme con las mujeres. La causa era el trabajo, siempre el trabajo, lo más importante.
Mientras me acercaba a la finca, tuve una sensación extraña, la certidumbre de que un ciclo se acababa y comenzaba otro, con lo cual mi vida cambiaría inevitablemente. Fue la misma sensación que tuve hace años cuando comencé a trabajar con Escurra, el jefe supremo. Resultaba evidente donde me había metido y no había vuelta atrás.
Entonces era casi un niño, dieciocho años recién cumplidos. De la mano de Carlos me inicié en el trabajo. Recuerdo que me afeité con esmero, mientras él, perfectamente trajeado, me observaba mientras lo hacía. Podría afirmar que su mirada era amable, casi dulce, pese a ser un tipo grande y bronco, al que todos respetaban y temían. Creo que me tuvo simpatía desde un principio. Me había dejado perilla para endurecer mi cara y el rostro de muchacho agrio que el espejo me devolvió me dio confianza, aunque habrían de ser los actos los que irían maliciando con los años cada uno de mis rasgos. Después, como el maestro que evalúa al discípulo, el me siguió observando de cerca, sin intervenir, como una juez frío y distante, cuando le pegaba aquella paliza soberana a un viejo que casi tenía un pie en la tumba. El motivo era una deuda impagada, una suma ridícula vista objetivamente, pero el jefe, pese a su inconmensurable fortuna y poder, no podía dejar el menor asunto pendiente, aunque se tratase de cien pesetas. Después, claro, vinieron asuntos mayores, de más envergadura, desde el escarmiento al asesinado, pasando por la coacción y la tortura, pero todo lo hice eficientemente. Era mi trabajo, lo único que tenía en la puta vida y con él me fui desprendiendo de tripas, dudas, remordimientos y demás maricadas voladas.
-Esto es como una rueda que no para, al final da igual ocho que ochenta –me dijo Carlos un día-, acabas perdiendo el alma.
Yo no nací malo, eso es de cajón. Tampoco tuve una infancia traumática, ni una juventud especialmente desgraciada. Simplemente era un vago y me gustaba demasiado el dinero y lo que proporcionaba. Comencé jugando a las cartas, haciendo pequeños robos, extorsionando a los débiles y a los viejos del barrio, pero nunca pensé que acabaría en esto. Incluso soy un tío leído y más de una vez he coqueteado con la idea de cursar estudios universitarios, cosa que tal vez haga algún día, pero no soy como los otros, nunca me han importado las demás personas como debieran haberlo hecho. Tampoco soy ningún psicópata ni nada por el estilo, simplemente realizo un trabajo sucio en el contexto de una organización determinada. No es la misma cosa. Se trata de un trabajo y nada más. Llegados aquí diré que mi nombre es Juan Monarca y obviamente soy un asesino.
Lo más fuerte, no obstante, fue cuando tuvimos que eliminar a la familia de Galera, el competidor en el narcotráfico; lo quemamos vivo junto a su mujer y sus tres niños pequeños, un escarmiento brutal, un aviso letal para quienes quisieran enfrentarse a Escurra. Tras aquel acto atroz, apenas tuve una punzada de dolor, una inane conmoción interna que se asemejase a la culpa. Recuerdo que aquella noche, mientras me aseaba en el lavabo antes desvanecerme en un sueño habitualmente tranquilo, pude ver por un momento, que mis rasgos parecían desdibujarse en el cristal, que el reflejo vacilaba y se volvía más tenue por instantes.
Muchas cosas habían pasado desde entonces. Ahora tenía que hacer. Abrí el portón principal y me metí en la finca. Pulsé el botón del ascensor. Estaba en el quinto, se había quedado allí cuando Carlos subió a casa, ya que nadie más vivía en la planta.
Esta tarde me llamó Escurra y, con un tono de voz que no admitía apelación, me dijo lo que tenía que hacer. No sabía el motivo, solamente tenía que cumplir la orden, sin tener en cuenta cuestiones personales o simpatías, y allí estaba, resuelto y sin miedo.
Entré en el piso y me encaminé al salón. Estaba sentado en el sofá, de espaldas a mí, viendo el fútbol. Llevaba una camiseta esport, que dejaba ver que todavía, pese a sus cincuenta años, era un tipo bragado. Se movió y me lanzó una mirada de inteligencia por encima del hombro.
-Hola, hijo –dijo y volvió la vista al televisor.
Disparé. El tiro le atravesó limpiamente el cráneo de parte a parte e hizo añicos el aparato, que se desmoronó con un estrépito de chispas y humo. Apenas se había movido, tenía la barbilla caída sobre el pecho, pero la materia encefálica se desparramaba por el agujero como gelatina.
El jefe lo ordenó y yo lo hice, como debía.
Salí y ya en la casa de Escurra, éste me recibió con una dilatada sonrisa bajo sus ojos zainos. Me pidió que cenase con él.
Llegué a mi apartamento y me acosté. Estaba cansado, pero tranquilo y nada me preocupaba, ni el hecho de que, cinco minutos antes, cuando me cepillé los dientes en el aseo, no se reflejara mi imagen en el azogue
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Amigo, qué buen cuento! Siempre me impresionan tus finales donde una verdad imperceptible es velada formando parte de la belleza de la historia. No es fácil colocar beldades entre ríos de sangre, tú lo logras. Abrazos.
(esport, como debe ser, como güisqui, también)