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En un castillo umbrío un viejo sabio creó un humanoide que en vez de manos tenía tijeras y lo llamó Eduardo Manos-tijeras. Era un ser melancólico y, pese a ello, consiguió congeniar, durante un tiempo, con la gente del pueblo vecino del valle e incluso enamorarse. Pero nunca se adaptó a las costumbres humanas y numerosos accidentes desafortunados causados por su filosa anatomía le propiciaron el rechazo de todos, incluso de la hermosa joven que amaba. Por dicha razón sigue penando solo en el desolado castillo, que heredó tras la muerte de su padre humano.
El varón
desmembrado
Cualquiera no tuvo en su vida ninguna enfermedad grave.
Las pocas dolencias habituales que padeció se le fueron curando solas. Era, por
lo demás, un hombre de buen humor y trato cordial. Su posición social era
envidiable, como su cabeza, y, se le mirase por donde se le mirase, era un
hombre de honor, lo que se conoce como un perfecto caballero. En general,
además, resultaba una persona accesible y sencilla.
Un día, al levantarse de la cama, se sintió débil y
desmadejado, una extraña sensación general de inestabilidad y zozobra
crecientes. Notaba que las extremidades apenas se le mantenían unidas al
cuerpo, con una floja adherencia gelatinosa, como si se le fueran a desprender
de un momento a otro. Aún así, por su carácter fuerte y resuelto, trató de no
preocuparse.
-Me siento bien, pese a todo –le dijo a su mujer- Pero no
puedes imaginar las sensaciones tan extrañas que noto por todo el cuerpo. Es
como si me fuera a desgranar de un momento a otro.
-Alucinas –le respondió su mujer.
No obstante, al día siguiente percibió una especie de
recuperación y, aunque se sintiera bien en términos generales, no estaba tan en
forma como en los días anteriores a la insólita experiencia de aquella
madrugada de Marzo, cuando puso los pies en el suelo después de una noche
apacible. Sin embargo, el futuro le deparaba acontecimientos amargos.
Ya dijimos que era un hombre de honor, además de bueno
(en realidad no se puede ser una cosa sin la otra) y jamás hubiera esperado que
su esposa, el gran amor de su vida, le engañase con uno de sus amigos. Sufrió
un gran colapso emocional, pero no aseguraría que perdiera la razón. Sin
embargo, comenzaron a ocurrirle cosas muy extrañas desde el instante fatal que
tuvo ante sí a la ofensora, que temblaba como una hoja, temiendo el fin.
Quiso sodomizarla, forzarla con gran dolor, hacerle pagar
el desdoro de su hombría, pero ante su estupefacción y por una razón
inexplicable, el pene se le desprendió, resbalando pantalón abajo hasta quedar
en el suelo inerte como un guiñapo.
Horrorizado como estaba, tomó coraje y decidió
estrangularla, pero los brazos se le desprendieron del tronco como ramas secas
de un árbol añoso.
A esas alturas la suripanta ya estaba loca y gritaba como
una cerda, pero él aún intentó destrozarla a patadas, pero sus piernas
corrieron la misma suerte que sus brazos. Cualquiera no recuerda qué sucedió a
partir de ese momento, ya que perdió el conocimiento. Yo me lo imaginaba como
un hombre reducido a casi nada, que rodaba por el suelo como una peonza patética
mientras sufría los golpes que le propinaba la destructora. Pero eso no puedo
afirmarlo, porque desde aquel día ella no ha recobrado la razón y, como cabe
pensar, no hubo testigos en el desarrollo de los insólitos acontecimientos.
Fue el hermano de Cualquiera quien lo encontró en aquel
estado lamentable, próximo a la agonía. Sin embargo, después de muchos
cuidados, logró sobrevivir y ahora, aunque disminuido, no se siente menos que
cualquiera. Se mueve mediante una silla mecánica diseñaba ex professo y las veces que hablé con él manifestaba un excelente
humor, cosa que yo nunca entendí. Dijo que, a pesar de tanta pérdida, agradecía
tener el pensamiento y la palabra, lo más sobresaliente del hombre, lo que más
podía acercarle a la libertad y al honor, los que, a decir verdad, nunca
perdió.
Un día, el infortunio volvió a presentarse en su vida y a
golpearle de manera definitiva. Fue en una cena de trabajo en su casa, mientras
hablaba de sus negocios con su hermano y otras personas allí reunidas. Ante la
estupefacción de todos, cualquiera, sentado en su patético sitial, pareció
vacilar y disminuir de tamaño y después, de modo inexplicable, su cuerpo se fue
licuando como un helado al sol, lenta pero irreversiblemente. Todo él quedó
reducido a una mancha pardusca y nauseabunda en su sitio al pie de la gran
mesa. Y finalmente todo aquel amasijo de lo que fue un hombre notable,
desapareció poco a poco en un punto del suelo, a través de una grieta
infinitesimal en la que nadie había ni hubiera podido reparar.
Antes de perderse para siempre en la nada absoluta, en su
caída abismal, un vestigio de inteligencia, cuatro neuronas conexas que se
fundieron al fin en el légamo pestilente, le llevaron a pensar con resignación
que, pese a todo, no fue la única víctima de esos descalabros de la vida, que
antes que él hubo un hombre que se convirtió en un insecto y un segundo que,
por su patológica levedad, acabó perdiéndose para siempre en un punto del cielo
halado en un viaje infinito.
El ser mentecumméntula
Él, nuestro hombre, fue notable en algunas cosas de su
vida, aunque nunca trascendió, es decir, que no fue famoso ni rico. Sin
embargo, a medida que pasaban los años, extraños accidentes e infortunios le
hicieron perder poco a poco todas las partes de su economía corporal, excepto
la cabeza. Sería prolijo y tedioso enumerar aquí cada uno de los accidentes que
le llevaron a la mengua de su cuerpo, pero iban desde la agresión de una
despechada al habitual accidente de tráfico. Lo importante, sí, es que ahora
Juan, Pedro, Ramón, llámenle como quieran, vivía adosado a un complejísimo
aparato cibernético que un altruista, conociendo su caso, le prodigó, al igual
que un asistente disciplinado que le subvenía a todas sus necesidades, con el
tiempo cada vez más elementales.
Como un apequeña torre de apenas un metro, aquel
desafortunado se desplazaba de acá para allá en su pequeña casita, activaba con
la lengua sensores que le permitían conectarse a Internet o leer, en una
pantalla asociada a sus circuitos, un libro digital. Las complejidades de sus
dificultades diarias, no las explicaríamos aquí, porque caeríamos en lo
lamentable o en el humor negro, cosa que nunca ha sido del gusto de quien
escribe.
También es relevante indicar, ahí comenzó realmente la
asombrosa historia de este hombre venido a muy menos, que en la calva, en el centro mismo, cierto
día le creció una especie de pequeño grano que poco a poco fue tomando formas
diversas: una protuberancia apenas primero, un pizca cárnica circuida con
algunos pelos duros que mostraba una abertura central, como ojo de gato poco
después; a las tres semanas alcanzaba ya los cinco centímetros, veinte al mes
y bastante más a los dos meses,
ofreciéndose a los ojos propios y a los del pasmado servidor como un gran
miembro viril, cuyo dueño llegó a dominar no sé con qué extraño método,
sistema, arte o como se quiera. Con ello, el nabo se ponía duro, crecía, se
curvaba, incluso amenazaba el aire como una pitón y un día, dado ya a lo
bizarro, la vesania o perversas influencias, aquello se torció y la boca lo
mamó. No se dio por el culo, porque culo propiamente no tenia, pero se puede
afirmar rotundamente y de modo inapelable que él fue el primer ser, hombre,
ente, que unió mente y méntula (una variedad biológica si se quiere de la
cuadratura en el círculo), es decir, que de una vez por todas ambas cosas no
fueron por un lado, sino que la razón se coordinó a la perfección con la
emoción, el cerebro con la llamada pequeña mente, que no es otra cosa que el
glande del pene, en fin, que la cabeza fue
a una con la verga. Desde luego, también rompió con el hecho comprobado
referente a aquello de que donde manda corazón no manda genio.
Tartius Tesius,
transcriptor de El Corán
A la memoria de Jorge Luis Borges
Dijo Claude Mauriac que después de leer a Borges uno
cambiaba, que ya no era el mismo, y estaba en lo cierto. Influido claramente
por la notable excitación que había producido en mí la reciente relectura de
los cuentos del ilustre argentino, aquella noche me dormí fascinado y soñé con
un libro. Soñé también con un hombre que lo encontraba : el soñado que yo
soñaba, soñó a su vez con su propio libro cuyo título significativo y
coincidente era aquél de Tartius Tesius,
transcriptor del Corán ; también, como mi libro soñado, tenía letras
negras sobre envejecidos planos amarillos. Del mismo modo, tuve la impresión
que él me dijo que yo era el transcriptor de historias ya escritas en lo alto y
que, cumpliendo con ese papel, las daría a conocer a los hombres: más
específicamente esa voz antigua me aseguró, para mi injustificable vanidad, que
yo escribía y Borges me contaba.
Me acosté tarde, como de costumbre y, a poco de quedar
vencido por el sueño, lo que éste me mostró, acabó despertándome. Ese breve
lapso de tiempo no disipó mis recuerdos y, por ello, el dato precioso
vislumbrado en el mar incierto del sueño no se convirtió en nada. Encendí la
luz de la mesilla de noche y escribí cuanto había soñado, recurriendo a la
cuartilla y al lápiz que siempre tenía allí, a mano, y que utilizaba muchas veces
cuando, desde lo empíreo, alguien rompía mi sueño después de poner en mi
cerebro hermosas palabras o sentencias graves. Después, cuando la noche me
aherrojó y volví a dormir, el sueño continuó.
A la mañana siguiente lo recordé todo vívidamente, sin
dejar de asombrarme : cómo azorado tomé nota en el papel que -como quedó
dicho- dejaba siempre para este uso en la mesita de noche, la frescura de las
imágenes, el recuerdo indeleble del libro amarillo, facsímil, con letras negras
caratulando el lomo. No obstante, la historia era idéntica a la que escribiera
la pasada noche, cuando me desperté al poco, creo, de conciliar el sueño. No
recordaba haberla terminado en mi incómoda vigilia, pero ahora las palabras
acababan la historia, siguiendo el contenido exacto de lo soñado.
También
supe inmediatamente cuando desperté y esta certeza no menguó ni un ardite en
las semanas venideras, que el caprichoso azar le había dado un título, al que,
según se me aseguraba desde lo alto a través de mi sueño, era el libro por
excelencia, el libro de todos los libros.
En el celebérrimo Anecdotario del Absurdo, editado en
Tubinga en 1.851, Aurelius Tauffmann, refiere el caso de Tartius Tesius, el que fue conocido, por equívocas y oscuras
circunstancias, como “creador del Corán”. Ese calificativo, implicando falacia
y generación era, por supuesto, excesivo y en su ámbito numinoso, la misma mano
mórfica cambió la palabra y en su lugar, el que soñaba, acabó leyendo
transcriptor. También le fue sugerido que cualquier libro podía tener un transcriptor
y aún un creador antes que él y así, mientras todo sucedía, a él no le pareció
impío.
Aún
en el mismo sueño, del Real fue consciente de que el título del libro era una
chanza del propio Hipnos, que igualmente podría haberse tratado de la Biblia o del Libro de los
Muertos. Es sobradamente conocido lo dispar existente entre el contenido
manifiesto del sueño y el latente o profundo, como bien Freud nos enseño de
manera clara y fructuosa.
Tartius Tesius era, a todas luces, un hombre impar,
máxime cuando de él ninguna referencia se tenía en enciclopedias o libros
eruditos -más allá del aludido “Anecdotario”-, pero nuestro hombre supo que
algo le ligaba al personaje, un hecho profundo y trascendente : que tanto
para él como para el otro, eran más importantes los libros que las
gentes ; como su oscuro predecesor, anuló los males que el mundo dejaba en
su carne y en su espíritu mediante los libros, huyendo casi completamente de
los deseos comunes ; sí, se maravilló con aquel libro, como antes lo había
hecho con cada uno de los volúmenes que nutrían su biblioteca, como se
maravillaría siempre ante las cosas bellas ; y supo entonces, si bien
siempre lo había sabido, que la belleza era la palabra de Dios y que el placer
que dimanaba de esa belleza era, así mismo, la obra de Dios.
Nuestro hombre se llamaba, algo hemos dicho al respecto,
Felipe del Real y Fuenbuena y era un estudioso autodidacta que había ganado
cierta notoriedad escribiendo ensayos sobre temas ocultos y mitológicos. Tenía
fama de ser, por lo demás, persona de carácter taciturno, melancólica -y lo era
en verdad-, que fue ganando algo la batalla a la tristeza mediante el
enclaustramiento y la dedicación casi exclusiva a la lectura de sus temas
predilectos. La obstinación en la creación literaria le ayudaría ulteriormente
a arrumbar, en mayor grado, su infelicidad, que sentía innata, produciendo
algunos relatos que fueron considerados excelentes, al menos por un círculo
allegado de escritores de dudoso reconocimiento. Pese a ser un ser apocado, lamentoso
y débil, su pluma encarnaba personajes generalmente bizarros y de gran
violencia, como más que probable compensación para una vida anodina y sin
vitalidad. Acabó sintiéndose mejor entre los libros que entre los hombres y,
por ello en parte, habitó la noche, huyendo del dominio del sol y sus adustos
moradores.
Bien es cierto que, en una de las escasas fases no
abúlicas de su vida y por ello mismo memorable, (sobrepasaría ya los cuarenta)
del Real pudo salir vagamente de su apocamiento e intentó acercarse al Alma Mater, pero se le desacomodó pronto
el magín, disintiendo del empeño; una cosa era la autodeterminación en materia
intelectual y otra que le cayesen encima onerosas asignaturas, rigurosos
exámenes e imposiciones académicas insoslayables. A trancas y barrancas
consiguió llegar al segundo curso, pero allí se encontró con el óbice
definitivo, con la piedra que le detendría los pasos. Después recordaría estos
años preteridos como una aventura irrazonable, disculpándose para sí: a la
postre el había perdido ya el hábito del estudio sistemático y flaqueaba en las
energías necesarias más propias de la juventud, pero sobre todo no podía
negarse a sí mismo. El era, al fin y al cabo, un autodidacta. De esta guisa
razonaba en las pocas ocasiones que hablaba por necesidad de aquellos tiempos,
recuerdos que vivía para sí, las más de las veces, con gran fatiga y zozobra,
por cuanto reconocía, para su coleto, que no pudo con ello, máxime cuando se
relacionó con académicos de la talla de don Edmundo Ardente, quien era, de todo
punto, un espíritu sublime, una cabeza privilegiada ; debelaba con las
armas del pensamiento las fortalezas de la duda y solía afirmar que la meta de
la ciencia no era buscar la certeza sino luchar contra la incertidumbre. Y esto
lo aseveraba con su vozarrón contundente, hinchando el pecho sobre sus fuertes
piernas, atravesando el aire con su cara angulosa y severa. Al fin de cuentas,
en la naturaleza nada se daba en un ciento por ciento, por lo cual el hombre de
pensamiento (entiéndase científico), tenía que establecer experimentos
rigurosos con los que obtener ps
iguales o menores a 0,05, como mínimo.
La resultante, en lo que atañía a nuestro personaje,
consistió en que, entre dimes y diretes, nunca entendió bien aquello, aunque se
justificaba aduciendo que la suya era una mente verbal, no lógico-matemática.
Con estos argumentos estaba diciendo que no deseaba meterse en camisa de once
varas, prefiriendo terminar en otros lares. Así que retornó a su vida limitada
y sin mucha luz, asumiendo sus posibilidades y a cobijo en el vano de sus
limitaciones. Sin embargo, sabía que, pese a aquel fracaso casi secreto, ahora
tenía algo que, bien manejado, podría llevarle al relumbre, a la notoriedad.
Asunto que nunca llegó a explicarse cabalmente fue el
relativo a que, en ciertos círculos se comenzase a propalar, primero como un
rumor y como un dato consolidado después, la existencia de un libro sacro de
primera enjundia y a susurrarse el nombre de su supuesto propietario. Algunas
miradas le circuían, algunos dedos le señalaron y llegaron a sus oídos palabras
insidiosas en las escasas reuniones literarias a que asistía o en las sesiones
de algún café.
Por ese mismo tiempo, Carpelius, un poderoso aunque poco
escrupuloso editor, comenzó a frecuentarle y, por fin, le habló abiertamente
del asunto, haciéndole una substanciosa oferta. El negó contumazmente y en todo
momento la existencia del libro. Sin embargo, Carpelius no le quitaba ojo y
todo este asunto comenzó a inquietarle. Del Real fue sabedor, unas veces por
palabras sueltas que llegaban a sus oídos, por rumores intencionados o por la
intervención directa de algún amigo sincero, que la obra era casi un asunto
público, de interés general, y que alguien se estaba interesando demasiado en
el seno de determinados círculos teológicos y herméticos.
El miedo comenzó a invadir sus días y sus noches y en las
esquinas y calles recoletas, que tenía que atravesar para llegar a su hogar,
comenzó a temer sombras agoreras que le amenazaban.
Con todo, del Real continuó con sus acendradas
costumbres. Alguna vez gozaba de la compañía de Amargo y otras nocturnidades,
aunque pasaba la mayor parte del tiempo encerrado en su biblioteca. Entre el
véspero y la aurora gastó muchas horas de muchos días en su labor fecunda. La
fatiga le derrotó en las altas horas de la noche y en muchos amaneceres,
encontrándolo sumido y circunspecto encorvándose sobre las páginas amarillentas
del viejo libro.
En suma, llegó a la conclusión de que Tartius Tesius era
un hombre, en parte como él, entretejido de dudas y angustias, pero con mayor
fortuna en la tarea que lo divino dispuso para él en este mundo. Fue persona
singular y de mucha relevancia y él la sabía como de las más polifacéticas de
su tiempo, tal vez de la historia. Dominó la pintura y la escultura, y su saber
y arte fueron grandes también en las matemáticas y en la arquitectura. De igual
forma, por el sueño, le vino la certeza de que vivió en una de los tiempos de
mayor renovación en todos los órdenes del pensamiento y de la ciencia y que fue
realmente uno de los artífices de dicha revolución; del mismo modo concluyó que
el libro le pertenecía, pese a los rumores que apuntaban un origen más antiguo,
un hallazgo en un lugar que nunca se determinó. No guardaba la menor duda
relativa a su autenticidad. El pliego hablaba de pensamientos y también de
placeres que, a despecho de lo que suele pensarse, van juntos casi siempre.
Una tarde cualquiera, a eso de las cinco y siguiendo la
costumbre, holló con sus pasos solitarios el deslucido éter de la biblioteca
atardecida, donde se retiraba a trabajar cada día. La tarde declinaba tras los
cristales y, al fin, un gris plúmbeo invadió la estancia. El encendió la
lámpara y continuó leyendo, durante un tiempo que no sabría precisar. En el
pasillo escuchó opacos rumores que, al poco, se agolparon en su pecho como
densos presentimientos negros, que, en un segundo, se convirtieron en una sorda
certidumbre cuando la puerta se abrió. También sonó sordo y sombrío su cuerpo
cuando cayó sobre la madera añosa, desmadejado, al ser abatido por los
disparos.
Nadie conoció nunca la identidad del ejecutor, aunque se
habló de él largamente y durante mucho tiempo en la pequeña ciudad; pero
solamente el ojo invisible y los genios del aire pudieron ver cuanto aconteció
en aquella habitación retirada, donde el polvo y el fin del tiempo de una vida
se unieron al olor de la pólvora y al miedo; nadie supo jamás lo que
sucedió en aquel breve lapso, el que mediaba entre el vil acto y la salida
furtiva del agresor. Fue al escritorio y sus ojos ávidos se posaron sobre el
libro, cuyo lomo admiró y el cual abrió, con una expresión de honda sorpresa.
Libro
notable era, por cierto, pero no hablaba de Dios, pero sí de cuestiones que
siempre fueron gratas a los hombres, la esencial comida, de la pluma de aquel
que fue maestro de banquetes en la corte de Ludovico Sforza, el Moro, durante
más de treinta años, el conocido como Codex
Romanoff que, en lo empírico, sería descubierto en 1.981. El libro que
propicio el desvelo y la sangre no fue otro que el que compilaba las notas de
cocina de Leonardo da Vinci.
Ante
todo estaba el hecho execrable de que el hombre había derramado la sangre de su
hermano mil veces y por mil motivos, ninguno de ellos justificados. Nada podía
lavar el estigma de la muerte, nada podía perdonar el acto de Caín. Si breve
fue el sufrimiento del Real, menor fue la causa de su óbito.
Cuando
del Real murió, algo mío partió con él; un adarme de mi espíritu vagó no sé
donde, pero entendí que entrañaba un significado capital, como ese mismo libro
que tengo entre las manos, que me conturba, que me amedrenta. Experimento un
vago temor que me lleva a un presentimiento funesto y a una certidumbre cada
vez mayor que ni me atrevo a expresar con palabras, la certeza de que alguien
ha muerto y me ha precedido.
Magic whithout tears
Me demoré unos instantes fumando un pitillo antes de
entrar en la capilla. Cerca estaba un grupo de gente, todos amigos o discípulos
del finado, entre los que reconocí a John Sydmons, Kenneth Grant y su esposa,
Gilbert Bayley, Frieda Harris, Kenneth Hopkins y Gerald York.
El féretro cubierto de flores se levantaba en el centro
de la capilla, que era angosta, oscura y tétrica, como aquella tarde fría y
gris. No hubo fastuosidad ninguna en el entierro, como hubiera sido muy del
gusto de Aleister Crowley. Era viernes, cinco de diciembre de mil novecientos
cuarenta y siete. Estábamos en Brighton y él había muerto, el día uno, muy
humanamente, de una degeneración del miocardio complicada con una bronquitis
crónica.
Recordé entonces la última vez que le vi, unos años
atrás; era ya la llama de una vela que el soplo del tiempo apagaba
irremediablemente. Distaba mucho de aquel hombre robusto ataviado con el Kilt
de las Highlands que, con ambas manos levantadas, me bendijo, diciendo
su thelemita “Haz lo que Quieras, será toda la Ley”. Poco quedaba ciertamente de aquél, que en
su tiempo, fue llamado el hombre más malvado del orbe, del universo inclusive,
el coco con que las madres inglesas de principios de siglo asustaban a sus
niños traviesos. Nada quedaba de todo aquello cuando le vi, ni del mundo que
gozó y casi nada del mensaje que dejó, tan solo un anciano en rotunda
decrepitud, atenazado por el decurso final del tiempo.
Estaba muy envejecido: su cuerpo, enteco casi hasta lo
alarmante, se había encorvado y encogido y, enfundado en aquellos antiguos
ropajes bávaros, con hebillas de plata y con los pantalones por encima de las
rodillas, perecía realmente lo que en verdad fuera, un espíritu de otro mundo,
un maestro reencarnado para dejar un mensaje trascendente, que quizás pocos
oirían y menos aún seguirían con consecuencia. Sus ojos reflejaban el dolor y
el cansancio hechos en una vida de disolución, pero también de pensamiento, de
iluminación y de acción creadora. Su cabeza, apenas una calavera, mostraba
cuatro pelos ralos sobre una faz lívida, donde lucía una perilla que acababa
como la barba de un chivo. El gran mago, él lo sabía, vivía en esa inercia
acibarada de los que mueren lentamente; el Logos del Eón de Ra-Hoor-Khuit
posaba ya su mano sobre la puerta y estaba presto a cruzar el umbral y yo sabía
bien que se iba con angustia, por aquel
pecado de su gran vanidad insatisfecha, que le roía el corazón al dejar este
mundo sin, tal vez, depositar en él una huella magna e incólume, quizás la
huella de un dios.
Fue entonces cuando alguien entonó el Himno a Pan y eso
me sustrajo de mis cavilaciones. Wilkinson declamaba las áureas palabras desde
la tribuna, sosteniendo en su mano el Liber
Legis. Aseguraría que todos nos estremecimos en aquel lugar lóbrego y casi
sellado, que se tiñó con una luz cálida y sobrecogedora, que yo, buen discípulo
y romántico empedernido, identifiqué con la luz astral. Desde luego, aunque soy
un sujeto perceptivo, no vi nada extraordinario, ni siquiera al ubicuo Aiwass,
ni tan siquiera su sombra envolvente. Nada se oía en el recinto más allá de las
palabras mistéricas:
¡Estremécete con el muelle deseo de la luz!
¡Oh, hombre! ¡Oh, tú, hombre!
¡Ven corriendo desde la noche de Pan! ¡Io Pan!
¡Io Pan!.¡Io Pan!. ¡Ven a través del mar...
...Dame el signo del Ojo Insomne
y el exaltado augurio del áspero muslo
y la palabra de insensatez y misterio...
Por razones que se concretaban en evitar el escándalo en
las mentalidades pacatas y burguesas de aquella época, solamente se le permitió
a Wilkinson leer algunos pasajes del Libro de la ley. Aún después de muerto, el
Maestro dejaba sentir el poder de sus azufres, la marca de la Gran Bestia 666, la
presencia infausta del enfant terrible de
la época victoriana, quizás del mago por excelencia.
Para él el último velo se había levantado; ahora sabía
definitivamente la verdad de todas las cosas. Yo le admiré y le quise y creo
que fui correspondido. Me agrada pensar que él vela ahora por mí desde su cielo,
o desde su infierno.
Afuera, el mundo y su canalla seguirían su rumbo caótico
y malhadado, un mundo cuyos placeres él había adorado pero que odió
abiertamente, como odian al mundo los grandes hombres, porque pertenecen a una
estirpe distinta que un aciago destino ha hecho caminar entre la grey de pies
terrenales.
En él convivieron en insólito maridaje un yo divino y un
yo bestial, un alma trascendente y aquello que solamente puede ser arrojado al
dornajo de los cerdos. De ello, Aleister extrajo la parte sublime y lo acercó a
lo empíreo en su magia ritual. Posiblemente uno y otro fueran los extremos de
una misma cosa.
Caminé con él un trecho de la senda de su vida y siempre
me presentí a la vera del crimen, deudor del fuego del infierno, si bien nunca
vi nada que pudiera ser calificado de execrable. Había dolor y sangre en el
camino de la felicidad, tal como él la entendía, en la satisfacción de lo que
denominaba su auténtica voluntad. Caminé al lado del destructor de la Ley, del Matrimonio y de Dios.
Sabía que era maestro de oficios prohibidos, que pocas cosas respetaba, que lo
más puro excitaba sus más perversas pasiones. No obstante, nunca pude romper la
coyunda: fui partícipe de los misterios con una sensación de embriaguez y de
terror.
Había tratado, a su manera, de aportar una verdad y había
hecho lo que los demás deseaban hacer, si bien de un modo excesivo. Pero no fue
el hombre más maligno de la tierra, ni de lejos encarnó el mal absoluto. Tal
vez éste se relacione con la crueldad, con el acto de inflingir daño
gratuitamente y no verse afectado por ello. Con esto se produce una ofensa
contra aquello que se consideran los sentimientos básicos de la humanidad,
contra la moral natural que impone, fuera de toda duda, lo bueno y lo malo a
cualquier hombre mentalmente sano. En términos actuales, muy probablemente este
concepto del mal tenga que ver estrechamente con el de psicopatía. Vemos por
doquier masacres atroces, crímenes horrendos, injusticias sin freno ni límites,
hasta el punto que ha acabado convirtiéndose en una metáfora de nuestro tiempo.
En las décadas venideras, mucho me temo, este hecho desafortunado se hará
patente en mayor medida.
Los tiempos modernos no conducirán a una transmutación de
los valores, porque no habrá un sistema nuevo, sino la negación, dispersión y
confusión de todo valor como producto del eclipse de los principios. Será la
era del vacío ético y de sus nefastas consecuencias. No habrá referencias
morales para las nuevas generaciones, al igual que pasa con las mentes asesinas.
No habrá una nueva moral con sus connotaciones económicas, políticas o
sexuales; nada reemplazará a la pérdida absoluta de valores. No habrá
ideología, ni destino, ni moral, solamente locura y caos. Ni siquiera se
pensará en el mal, el opuesto del bien, frente al cual éste último de ratifica
y crece. La sociedad habrá perdido sus fundamentos y, con ello, su destino; el
hombre habrá perdido su sombra.
Nada de esto sucedió en el
caso de Crowley. El tenía sus principios, la moral del placer y del conocimiento.
Había recuperado, aunque fuera en parte, los frutos del árbol de la ciencia y
del árbol de la vida. En su obra se encuentra escrito. Posiblemente el mal sea
el psicópata puro y Crowley, aunque tuviera comportamientos que pudieran
tildarse con este epíteto, no era una de estas personalidades desviadas.
Respecto a si era, en algún sentido, malo, concluiré
aseverando que, para la moral convencional,
representaba un elemento más de la cadena de hombres malvados que han
habitado la tierra, tal vez, eso sí, uno de los más depurados en su torcido
existir, una parte tan solo de esa lacra que nadie nunca podrá explicar
suficientemente. Mysterium iniquitatis.
Natura horribilis
El
hombre, mientras trabajaba en sus campos de naranjos, en una de las acequias se
encontró unos restos que, pese a ser orgánicos, no pudo identificar. Unos meses
después también entre las aguas remansadas de la gran acequia volvió a
descubrir nuevas tiras pulposas que, aún a causa del deterioro natural de
microorganismos, humedad y tiempo, con gran azoro se negó a verificar. Parecía semejarse a algo que su miedo y
desconcierto le impedían cotejar, pero no estaba completamente seguro de qué
era aquello.
Pasó
el tiempo y esta vez ante el nuevo hallazgo no le cupo la menor duda. Se
trataba, deforme y ninguneada por los elementos, de una mano diminuta, con una
factura tan similar a la suya que, pese a su minimidad y deterioro, descartaba
que perteneciese a cualquier otra especie. Angustiadísimo remontó la acequia,
dispuesto a explorar con detalle todo el canal de riego, llegar al mismo pozo
si hiciera falta, aunque estaba de su campo más de dos kilómetros. No tuvo que
andar mucho, sin embargo, para encontrar al pequeño ser mutilado, semienterrado
en un légamo de basuras y plantas acuáticas.
Corrió
de inmediato al Ayuntamiento, se presentó al alcalde y éste llamó al juez de
paz, y después al cabo de la guardia civil. Los agentes de la Benemérita rastrearon
la zona y siguieron el caso mes a mes, hasta que dieron con la causa de aquel
hecho tremendo. Junto a la pared de una
casa ruinosa, abiertas las piernas como columnas sobre la acequia caudalosa,
una mujer enorme, grotesca, arrancaba de sus entrañas un pequeño despojo al que
descabezaba y arrojaba como un desperdicio a la corriente que lo arrastraría
lejos. La ogresa, un ser límite en las más oscuras nebulosas del alma, un
engendro posiblemente maltratado por la herencia y la vida, apenas mascullaba
cuatro palabras y poco dijo en su defensa, salvo que se juntaba con cualquiera
que se le arrimase y que, por su miseria,
no podía dar de comer al producto de sus partos. Su progenie, sus hijos
natos, dos criaturas de pesadilla cinco y siete años, varones ambos, fueron
examinados por el médico del pueblo y después por un especialista de la capital
y, aunque no estaban desnutridos, acumulaban severas taras mentales propias de
una naturaleza degenerada.
No
sé realmente cómo terminó aquel caso, relato solo lo que me contó una conocida
en una noche lúgubre, la que, sin llegar a los límites referidos, tampoco era
una buena hembra.
La máquina del tiempo
Mi amigo Artemio Ferro, el
conocido ingeniero, construyó la máquina del tiempo más perfecta que ha
existido nunca. Solamente tenía un defecto: se podía cambiar el pasado
eliminando algunos personajes funestos (lo que era el propósito inicial de la
investigación), pero uno, si así era su deseo, no podía permanecer en ese mundo
pasado indefinidamente, sino solamente un día. El motivo de esto último carece
de importancia para la presente historia.
En realidad a nadie de mi
tiempo interesaría regresar al pasado, ya que los conocimientos y la ética de
nuestra civilización superaban las mejores aspiraciones de cualquiera de
nuestros antepasados. Viviendo entonces en un mundo adecuado, además cabe
prever que el futuro continuase siendo como lo que ha sido siempre, una
esperanza, un tiempo que ha de venir, algo en lo que un humano muy satisfecho
nunca interferiría. El ser humano necesita un mañana con algo de incertidumbre
y de misterio para ser lo que es, un ser histórico y en permanente y múltiple
evolución. Además, si el futuro está hecho de pequeños presentes, el pronóstico
para el porvenir no podía ser más favorable.
Nuestra moral altísima y
arraigado espíritu de justicia nos llevó pronto a pensar en la posibilidad de
viajar al pasado para rectificar los errores de nuestros antecedentes, sobre
todo los variopintos males causados por los poderosos. De entre ellos, yo tuve
la fortuna de poder especializarme en dictadores y políticos que habían
sembrado el dolor entre el pueblo en el tiempo que gobernaron. Eliminándolos,
crearíamos una posibilidad más favorable para el desarrollo de los hombres y
mujeres de ese pretérito desdichado. En realidad la anterior afirmación nunca
la pudimos comprobar, porque nos parecía, como poco, desconsiderado interferir
o juzgar las decisiones de las sociedades nuevas originadas a partir de la
ausencia de los opresores. Tal fue mi dedicación que logré actuar en el mismo
momento del alumbramiento de esos locos.
La lista de dictadores y
políticos era larga, lo que no desalentó a especialistas como nosotros,
auténticamente comprometidos en hacer justicia en un particular retorno al
ayer. Muerta la bestia, no habría opresión, tortura o exterminio. No pueden
imaginar el placer que sentí asando como a un cochinillo al demente, seboso e
incendiario romano; al bufón italiano que vivió siglos después lo maté a palos,
como a un perro y al canco germano lo fileteé como a un ternerillo. Aún así,
para mi gusto, fueron finales demasiado piadosos para semejante basura. Algunos
de mis colegas poseen métodos muy ingeniosos para provocar la muerte a los
indeseables de la historia, hasta el punto de que nunca se les ve actuar y el
sujeto en cuestión fallece por digamos una especie de muerte súbita. Yo no les
envidio, sin embargo. No hay nada comparable a la sensación del cuchillo en la
mano cuando hay que matar a un cerdo.
Hacedores
En un castillo umbrío un viejo sabio creó un humanoide que en vez de manos tenía tijeras y lo llamó Eduardo Manos-tijeras. Era un ser melancólico y, pese a ello, consiguió congeniar, durante un tiempo, con la gente del pueblo vecino del valle e incluso enamorarse. Pero nunca se adaptó a las costumbres humanas y numerosos accidentes desafortunados causados por su filosa anatomía le propiciaron el rechazo de todos, incluso de la hermosa joven que amaba. Por dicha razón sigue penando solo en el desolado castillo, que heredó tras la muerte de su padre humano.
Por el mismo tiempo, en
una fortaleza recóndita, otro sabio creó no un humanoide, sino un mutante, un
ser muy parecido al hombre (demasiado hombre), salvo en una condición. En sus
manos, en vez de diez dedos, tenía diez pollas, de distinto tamaño, pero todas
ellas vigorosas y de cabezas relucientes y por cuya razón fue llamado Eduardo
Manos-penes. Nunca estuvo solo, cautivando a muchas mujeres de la comarca e
incluso del país (y a la misma Reina, cosa que no se dice) y poseyó un gineceo
que fue envidiado por el mismo Gran Turco.
Uno de Providence
Llevo un montón de tiempo
detrás de él y sus secuaces. Ellos vienen a por mí, pero venderé caro mi
pellejo a los servidores de ese andrajo despreciable que mora en los abismos.
Seis meses de locura y de
fatigas, para nada. Sé que están cerca y él demasiado lejos e inaccesible para
encontrarle…, todavía. Por eso he decidido darme un respiro y, si se media,
echar una canita al aire.
Entré en este garito
infecto y tras varias copas tengo un punto de puta madre. ¿Cómo se llamaba el
pueblo? Ins… Insteut. No. Insmut o algo así, no importa… Aquella zorra del
rincón me mira con ojos golosos. La muy guarra. Al ataque.
Tengo un pedete lúcido que
no me impide gozar del momento, más bien lo aviva. Mmmmmmmm. Esas piernas
abiertas me ofrecen en tesoro preciado, su coño glorioso, negro y peludo, como
a mí me gustan, como los de antes, grande y frondoso como una boina bilbaína.
Chupo, chupo, me deleito, ahhhhhhhhhhhhhh.
¡Ehhhhhhhhhhhhhhh! ¿Qué es
eso? Algo se mueve adentro, sale, cerca de mi lengua juguetona. ¡Rediez!
Parecía un pólipo, pero no, crece y tiene dien… ¡Debo hacer algo o no
sobreviviré! Tal vez sea el fin:
-¡Ftnaggg, faftanngggg,
fhatgahnnnn!
…
Crónica de Bucarest
Es de noche, ya he cenado
y salgo del hotel a dar una vuelta. Decido tomar un coche de tiro, no un taxi,
que me lleve a un paseo apacible por esta ciudad peculiar. Viene hacia mi uno,
pero no es un coche abierto, sino una calesa negra, tirada por dos caballos del
color de la noche. Apenas sin mirar al conductor, subo y me siento cómodamente.
Enciendo un pitillo, encantado de estar al fin dentro de este vehículo de los
viejos tiempos, algo que deseo hacer desde hace mucho. Le indico al hombre unos
sitios específicos, nada que ver con esos barrios de edificios mastodónticos y
horrendos que el dictador régimen construyó masivamente destruyendo gran parte
en la antigua urbe.
Echo unas fumaradas, un
tanto inquieto. La razón de mi zozobra estriba en que aún no me he arrancado de
la cabeza esa frustración: fui a Borgo
Pass, subí a las ruinas del castillo, pero no descubrí el menor vestigio de
la existencia del viejo conde. Nada olía a él, nada lo sugería, era como si el
sistema se hubiese tragado absolutamente la remembranza de una antigua
presencia.
Sigo fumando, ya más
resignado. El postillón, que para mi sorpresa habla un perfecto castellano con
un extraño acento, me cuenta parte de su vida. Me habla de su heredad paterna,
de una ruinosa fortaleza en la cordillera nevada, de los lobos y de la hermosa
música que hacen. Me entra el vértigo y, por un instante, casi escapo de allí
corriendo. Pero él me dice que me tranquilice e insólitamente lo hago: tiene
demasiado apego a la vida, se lamenta, pese a su condición, y negoció con las
autoridades este humilde oficio y la nocturnidad a cambio de auto-control (es
decir, comer prácticamente grandes roedores) y trabajo, además de la más
absoluta sumisión al sistema, un sistema al que, a la postre, lo que más le
importa es la mano de obra.
Actualidad
Los políticos hablan pero
no hacen nada.
Los votantes votan sin
saber a quién.
Los médicos no curan.
Los medios de
comunicación, engañando, desinforman.
Los jóvenes, consumiendo,
no se desarrollan.
Los amantes no se quieren.
Los valores mueren, las
marcas predominan.
Los vampiros siguen
mordiendo.
Del oficio
Todo aspirante a escritor ha de convertirse en
una especie de vampiro literario: debe comerse las palabras innecesarias.
Mejor si escribe en
tinta roja.
Soledad
Me suicidé para estar
solo. Pero es imposible, estoy rodeado de fantasmas.
Palabra de vampiro
La tumba no es el final.
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