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CUENTOS MENGUANTES


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El varón desmembrado


Cualquiera no tuvo en su vida ninguna enfermedad grave. Las pocas dolencias habituales que padeció se le fueron curando solas. Era, por lo demás, un hombre de buen humor y trato cordial. Su posición social era envidiable, como su cabeza, y, se le mirase por donde se le mirase, era un hombre de honor, lo que se conoce como un perfecto caballero. En general, además, resultaba una persona accesible y sencilla.
Un día, al levantarse de la cama, se sintió débil y desmadejado, una extraña sensación general de inestabilidad y zozobra crecientes. Notaba que las extremidades apenas se le mantenían unidas al cuerpo, con una floja adherencia gelatinosa, como si se le fueran a desprender de un momento a otro. Aún así, por su carácter fuerte y resuelto, trató de no preocuparse.
-Me siento bien, pese a todo –le dijo a su mujer- Pero no puedes imaginar las sensaciones tan extrañas que noto por todo el cuerpo. Es como si me fuera a desgranar de un momento a otro.
-Alucinas –le respondió su mujer.
No obstante, al día siguiente percibió una especie de recuperación y, aunque se sintiera bien en términos generales, no estaba tan en forma como en los días anteriores a la insólita experiencia de aquella madrugada de Marzo, cuando puso los pies en el suelo después de una noche apacible. Sin embargo, el futuro le deparaba acontecimientos amargos.
Ya dijimos que era un hombre de honor, además de bueno (en realidad no se puede ser una cosa sin la otra) y jamás hubiera esperado que su esposa, el gran amor de su vida, le engañase con uno de sus amigos. Sufrió un gran colapso emocional, pero no aseguraría que perdiera la razón. Sin embargo, comenzaron a ocurrirle cosas muy extrañas desde el instante fatal que tuvo ante sí a la ofensora, que temblaba como una hoja, temiendo el fin.
Quiso sodomizarla, forzarla con gran dolor, hacerle pagar el desdoro de su hombría, pero ante su estupefacción y por una razón inexplicable, el pene se le desprendió, resbalando pantalón abajo hasta quedar en el suelo inerte como un guiñapo. 
Horrorizado como estaba, tomó coraje y decidió estrangularla, pero los brazos se le desprendieron del tronco como ramas secas de un árbol añoso.
A esas alturas la suripanta ya estaba loca y gritaba como una cerda, pero él aún intentó destrozarla a patadas, pero sus piernas corrieron la misma suerte que sus brazos. Cualquiera no recuerda qué sucedió a partir de ese momento, ya que perdió el conocimiento. Yo me lo imaginaba como un hombre reducido a casi nada, que rodaba por el suelo como una peonza patética mientras sufría los golpes que le propinaba la destructora. Pero eso no puedo afirmarlo, porque desde aquel día ella no ha recobrado la razón y, como cabe pensar, no hubo testigos en el desarrollo de los insólitos acontecimientos.
Fue el hermano de Cualquiera quien lo encontró en aquel estado lamentable, próximo a la agonía. Sin embargo, después de muchos cuidados, logró sobrevivir y ahora, aunque disminuido, no se siente menos que cualquiera. Se mueve mediante una silla mecánica diseñaba ex professo y las veces que hablé con él manifestaba un excelente humor, cosa que yo nunca entendí. Dijo que, a pesar de tanta pérdida, agradecía tener el pensamiento y la palabra, lo más sobresaliente del hombre, lo que más podía acercarle a la libertad y al honor, los que, a decir verdad, nunca perdió.
Un día, el infortunio volvió a presentarse en su vida y a golpearle de manera definitiva. Fue en una cena de trabajo en su casa, mientras hablaba de sus negocios con su hermano y otras personas allí reunidas. Ante la estupefacción de todos, cualquiera, sentado en su patético sitial, pareció vacilar y disminuir de tamaño y después, de modo inexplicable, su cuerpo se fue licuando como un helado al sol, lenta pero irreversiblemente. Todo él quedó reducido a una mancha pardusca y nauseabunda en su sitio al pie de la gran mesa. Y finalmente todo aquel amasijo de lo que fue un hombre notable, desapareció poco a poco en un punto del suelo, a través de una grieta infinitesimal en la que nadie había ni hubiera podido reparar.
Antes de perderse para siempre en la nada absoluta, en su caída abismal, un vestigio de inteligencia, cuatro neuronas conexas que se fundieron al fin en el légamo pestilente, le llevaron a pensar con resignación que, pese a todo, no fue la única víctima de esos descalabros de la vida, que antes que él hubo un hombre que se convirtió en un insecto y un segundo que, por su patológica levedad, acabó perdiéndose para siempre en un punto del cielo halado en un viaje infinito.



El ser mentecumméntula


Él, nuestro hombre, fue notable en algunas cosas de su vida, aunque nunca trascendió, es decir, que no fue famoso ni rico. Sin embargo, a medida que pasaban los años, extraños accidentes e infortunios le hicieron perder poco a poco todas las partes de su economía corporal, excepto la cabeza. Sería prolijo y tedioso enumerar aquí cada uno de los accidentes que le llevaron a la mengua de su cuerpo, pero iban desde la agresión de una despechada al habitual accidente de tráfico. Lo importante, sí, es que ahora Juan, Pedro, Ramón, llámenle como quieran, vivía adosado a un complejísimo aparato cibernético que un altruista, conociendo su caso, le prodigó, al igual que un asistente disciplinado que le subvenía a todas sus necesidades, con el tiempo cada vez más elementales.
Como un apequeña torre de apenas un metro, aquel desafortunado se desplazaba de acá para allá en su pequeña casita, activaba con la lengua sensores que le permitían conectarse a Internet o leer, en una pantalla asociada a sus circuitos, un libro digital. Las complejidades de sus dificultades diarias, no las explicaríamos aquí, porque caeríamos en lo lamentable o en el humor negro, cosa que nunca ha sido del gusto de quien escribe.
También es relevante indicar, ahí comenzó realmente la asombrosa historia de este hombre venido a muy menos,  que en la calva, en el centro mismo, cierto día le creció una especie de pequeño grano que poco a poco fue tomando formas diversas: una protuberancia apenas primero, un pizca cárnica circuida con algunos pelos duros que mostraba una abertura central, como ojo de gato poco después; a las tres semanas alcanzaba ya los cinco centímetros, veinte al mes y  bastante más a los dos meses, ofreciéndose a los ojos propios y a los del pasmado servidor como un gran miembro viril, cuyo dueño llegó a dominar no sé con qué extraño método, sistema, arte o como se quiera. Con ello, el nabo se ponía duro, crecía, se curvaba, incluso amenazaba el aire como una pitón y un día, dado ya a lo bizarro, la vesania o perversas influencias, aquello se torció y la boca lo mamó. No se dio por el culo, porque culo propiamente no tenia, pero se puede afirmar rotundamente y de modo inapelable que él fue el primer ser, hombre, ente, que unió mente y méntula (una variedad biológica si se quiere de la cuadratura en el círculo), es decir, que de una vez por todas ambas cosas no fueron por un lado, sino que la razón se coordinó a la perfección con la emoción, el cerebro con la llamada pequeña mente, que no es otra cosa que el glande del pene, en fin,  que la cabeza fue a una con la verga. Desde luego, también rompió con el hecho comprobado referente a aquello de que donde manda corazón no manda genio.



Tartius Tesius, transcriptor de El Corán

A la memoria de Jorge Luis Borges



            Dijo Claude Mauriac que después de leer a Borges uno cambiaba, que ya no era el mismo, y estaba en lo cierto. Influido claramente por la notable excitación que había producido en mí la reciente relectura de los cuentos del ilustre argentino, aquella noche me dormí fascinado y soñé con un libro. Soñé también con un hombre que lo encontraba : el soñado que yo soñaba, soñó a su vez con su propio libro cuyo título significativo y coincidente era aquél de Tartius Tesius, transcriptor del Corán ; también, como mi libro soñado, tenía letras negras sobre envejecidos planos amarillos. Del mismo modo, tuve la impresión que él me dijo que yo era el transcriptor de historias ya escritas en lo alto y que, cumpliendo con ese papel, las daría a conocer a los hombres: más específicamente esa voz antigua me aseguró, para mi injustificable vanidad, que yo escribía y Borges me contaba.
            Me acosté tarde, como de costumbre y, a poco de quedar vencido por el sueño, lo que éste me mostró, acabó despertándome. Ese breve lapso de tiempo no disipó mis recuerdos y, por ello, el dato precioso vislumbrado en el mar incierto del sueño no se convirtió en nada. Encendí la luz de la mesilla de noche y escribí cuanto había soñado, recurriendo a la cuartilla y al lápiz que siempre tenía allí, a mano, y que utilizaba muchas veces cuando, desde lo empíreo, alguien rompía mi sueño después de poner en mi cerebro hermosas palabras o sentencias graves. Después, cuando la noche me aherrojó y volví a dormir, el sueño continuó.
            A la mañana siguiente lo recordé todo vívidamente, sin dejar de asombrarme : cómo azorado tomé nota en el papel que -como quedó dicho- dejaba siempre para este uso en la mesita de noche, la frescura de las imágenes, el recuerdo indeleble del libro amarillo, facsímil, con letras negras caratulando el lomo. No obstante, la historia era idéntica a la que escribiera la pasada noche, cuando me desperté al poco, creo, de conciliar el sueño. No recordaba haberla terminado en mi incómoda vigilia, pero ahora las palabras acababan la historia, siguiendo el contenido exacto de lo soñado.
También supe inmediatamente cuando desperté y esta certeza no menguó ni un ardite en las semanas venideras, que el caprichoso azar le había dado un título, al que, según se me aseguraba desde lo alto a través de mi sueño, era el libro por excelencia, el libro de todos los libros.
            En el celebérrimo Anecdotario del Absurdo, editado en Tubinga en 1.851, Aurelius Tauffmann, refiere el caso de Tartius Tesius, el que fue conocido, por equívocas y oscuras circunstancias, como “creador del Corán”. Ese calificativo, implicando falacia y generación era, por supuesto, excesivo y en su ámbito numinoso, la misma mano mórfica cambió la palabra y en su lugar, el que soñaba, acabó leyendo transcriptor. También le fue sugerido que cualquier libro podía tener un transcriptor y aún un creador antes que él y así, mientras todo sucedía, a él no le pareció impío.
Aún en el mismo sueño, del Real fue consciente de que el título del libro era una chanza del propio Hipnos, que igualmente podría haberse tratado de la Biblia o del Libro de los Muertos. Es sobradamente conocido lo dispar existente entre el contenido manifiesto del sueño y el latente o profundo, como bien Freud nos enseño de manera clara y fructuosa.
            Tartius Tesius era, a todas luces, un hombre impar, máxime cuando de él ninguna referencia se tenía en enciclopedias o libros eruditos -más allá del aludido “Anecdotario”-, pero nuestro hombre supo que algo le ligaba al personaje, un hecho profundo y trascendente : que tanto para él como para el otro, eran más importantes los libros que las gentes ; como su oscuro predecesor, anuló los males que el mundo dejaba en su carne y en su espíritu mediante los libros, huyendo casi completamente de los deseos comunes ; sí, se maravilló con aquel libro, como antes lo había hecho con cada uno de los volúmenes que nutrían su biblioteca, como se maravillaría siempre ante las cosas bellas ; y supo entonces, si bien siempre lo había sabido, que la belleza era la palabra de Dios y que el placer que dimanaba de esa belleza era, así mismo, la obra de Dios.
            Nuestro hombre se llamaba, algo hemos dicho al respecto, Felipe del Real y Fuenbuena y era un estudioso autodidacta que había ganado cierta notoriedad escribiendo ensayos sobre temas ocultos y mitológicos. Tenía fama de ser, por lo demás, persona de carácter taciturno, melancólica -y lo era en verdad-, que fue ganando algo la batalla a la tristeza mediante el enclaustramiento y la dedicación casi exclusiva a la lectura de sus temas predilectos. La obstinación en la creación literaria le ayudaría ulteriormente a arrumbar, en mayor grado, su infelicidad, que sentía innata, produciendo algunos relatos que fueron considerados excelentes, al menos por un círculo allegado de escritores de dudoso reconocimiento. Pese a ser un ser apocado, lamentoso y débil, su pluma encarnaba personajes generalmente bizarros y de gran violencia, como más que probable compensación para una vida anodina y sin vitalidad. Acabó sintiéndose mejor entre los libros que entre los hombres y, por ello en parte, habitó la noche, huyendo del dominio del sol y sus adustos moradores.
            Bien es cierto que, en una de las escasas fases no abúlicas de su vida y por ello mismo memorable, (sobrepasaría ya los cuarenta) del Real pudo salir vagamente de su apocamiento e intentó acercarse al Alma Mater, pero se le desacomodó pronto el magín, disintiendo del empeño; una cosa era la autodeterminación en materia intelectual y otra que le cayesen encima onerosas asignaturas, rigurosos exámenes e imposiciones académicas insoslayables. A trancas y barrancas consiguió llegar al segundo curso, pero allí se encontró con el óbice definitivo, con la piedra que le detendría los pasos. Después recordaría estos años preteridos como una aventura irrazonable, disculpándose para sí: a la postre el había perdido ya el hábito del estudio sistemático y flaqueaba en las energías necesarias más propias de la juventud, pero sobre todo no podía negarse a sí mismo. El era, al fin y al cabo, un autodidacta. De esta guisa razonaba en las pocas ocasiones que hablaba por necesidad de aquellos tiempos, recuerdos que vivía para sí, las más de las veces, con gran fatiga y zozobra, por cuanto reconocía, para su coleto, que no pudo con ello, máxime cuando se relacionó con académicos de la talla de don Edmundo Ardente, quien era, de todo punto, un espíritu sublime, una cabeza privilegiada ; debelaba con las armas del pensamiento las fortalezas de la duda y solía afirmar que la meta de la ciencia no era buscar la certeza sino luchar contra la incertidumbre. Y esto lo aseveraba con su vozarrón contundente, hinchando el pecho sobre sus fuertes piernas, atravesando el aire con su cara angulosa y severa. Al fin de cuentas, en la naturaleza nada se daba en un ciento por ciento, por lo cual el hombre de pensamiento (entiéndase científico), tenía que establecer experimentos rigurosos con los que obtener ps iguales o menores a 0,05, como mínimo.
            La resultante, en lo que atañía a nuestro personaje, consistió en que, entre dimes y diretes, nunca entendió bien aquello, aunque se justificaba aduciendo que la suya era una mente verbal, no lógico-matemática. Con estos argumentos estaba diciendo que no deseaba meterse en camisa de once varas, prefiriendo terminar en otros lares. Así que retornó a su vida limitada y sin mucha luz, asumiendo sus posibilidades y a cobijo en el vano de sus limitaciones. Sin embargo, sabía que, pese a aquel fracaso casi secreto, ahora tenía algo que, bien manejado, podría llevarle al relumbre, a la notoriedad.
            Asunto que nunca llegó a explicarse cabalmente fue el relativo a que, en ciertos círculos se comenzase a propalar, primero como un rumor y como un dato consolidado después, la existencia de un libro sacro de primera enjundia y a susurrarse el nombre de su supuesto propietario. Algunas miradas le circuían, algunos dedos le señalaron y llegaron a sus oídos palabras insidiosas en las escasas reuniones literarias a que asistía o en las sesiones de algún café.
            Por ese mismo tiempo, Carpelius, un poderoso aunque poco escrupuloso editor, comenzó a frecuentarle y, por fin, le habló abiertamente del asunto, haciéndole una substanciosa oferta. El negó contumazmente y en todo momento la existencia del libro. Sin embargo, Carpelius no le quitaba ojo y todo este asunto comenzó a inquietarle. Del Real fue sabedor, unas veces por palabras sueltas que llegaban a sus oídos, por rumores intencionados o por la intervención directa de algún amigo sincero, que la obra era casi un asunto público, de interés general, y que alguien se estaba interesando demasiado en el seno de determinados círculos teológicos y herméticos.
            El miedo comenzó a invadir sus días y sus noches y en las esquinas y calles recoletas, que tenía que atravesar para llegar a su hogar, comenzó a temer sombras agoreras que le amenazaban.
            Con todo, del Real continuó con sus acendradas costumbres. Alguna vez gozaba de la compañía de Amargo y otras nocturnidades, aunque pasaba la mayor parte del tiempo encerrado en su biblioteca. Entre el véspero y la aurora gastó muchas horas de muchos días en su labor fecunda. La fatiga le derrotó en las altas horas de la noche y en muchos amaneceres, encontrándolo sumido y circunspecto encorvándose sobre las páginas amarillentas del viejo libro.
            En suma, llegó a la conclusión de que Tartius Tesius era un hombre, en parte como él, entretejido de dudas y angustias, pero con mayor fortuna en la tarea que lo divino dispuso para él en este mundo. Fue persona singular y de mucha relevancia y él la sabía como de las más polifacéticas de su tiempo, tal vez de la historia. Dominó la pintura y la escultura, y su saber y arte fueron grandes también en las matemáticas y en la arquitectura. De igual forma, por el sueño, le vino la certeza de que vivió en una de los tiempos de mayor renovación en todos los órdenes del pensamiento y de la ciencia y que fue realmente uno de los artífices de dicha revolución; del mismo modo concluyó que el libro le pertenecía, pese a los rumores que apuntaban un origen más antiguo, un hallazgo en un lugar que nunca se determinó. No guardaba la menor duda relativa a su autenticidad. El pliego hablaba de pensamientos y también de placeres que, a despecho de lo que suele pensarse, van juntos casi siempre.
            Una tarde cualquiera, a eso de las cinco y siguiendo la costumbre, holló con sus pasos solitarios el deslucido éter de la biblioteca atardecida, donde se retiraba a trabajar cada día. La tarde declinaba tras los cristales y, al fin, un gris plúmbeo invadió la estancia. El encendió la lámpara y continuó leyendo, durante un tiempo que no sabría precisar. En el pasillo escuchó opacos rumores que, al poco, se agolparon en su pecho como densos presentimientos negros, que, en un segundo, se convirtieron en una sorda certidumbre cuando la puerta se abrió. También sonó sordo y sombrío su cuerpo cuando cayó sobre la madera añosa, desmadejado, al ser abatido por los disparos.
            Nadie conoció nunca la identidad del ejecutor, aunque se habló de él largamente y durante mucho tiempo en la pequeña ciudad; pero solamente el ojo invisible y los genios del aire pudieron ver cuanto aconteció en aquella habitación retirada, donde el polvo y el fin del tiempo de una vida se unieron al olor de la pólvora y al miedo; nadie supo jamás lo que sucedió en aquel breve lapso, el que mediaba entre el vil acto y la salida furtiva del agresor. Fue al escritorio y sus ojos ávidos se posaron sobre el libro, cuyo lomo admiró y el cual abrió, con una expresión de honda sorpresa.
Libro notable era, por cierto, pero no hablaba de Dios, pero sí de cuestiones que siempre fueron gratas a los hombres, la esencial comida, de la pluma de aquel que fue maestro de banquetes en la corte de Ludovico Sforza, el Moro, durante más de treinta años, el conocido como Codex Romanoff que, en lo empírico, sería descubierto en 1.981. El libro que propicio el desvelo y la sangre no fue otro que el que compilaba las notas de cocina de Leonardo da Vinci.
Ante todo estaba el hecho execrable de que el hombre había derramado la sangre de su hermano mil veces y por mil motivos, ninguno de ellos justificados. Nada podía lavar el estigma de la muerte, nada podía perdonar el acto de Caín. Si breve fue el sufrimiento del Real, menor fue la causa de su óbito.
Cuando del Real murió, algo mío partió con él; un adarme de mi espíritu vagó no sé donde, pero entendí que entrañaba un significado capital, como ese mismo libro que tengo entre las manos, que me conturba, que me amedrenta. Experimento un vago temor que me lleva a un presentimiento funesto y a una certidumbre cada vez mayor que ni me atrevo a expresar con palabras, la certeza de que alguien ha muerto y me ha precedido.


Magic whithout tears


            Me demoré unos instantes fumando un pitillo antes de entrar en la capilla. Cerca estaba un grupo de gente, todos amigos o discípulos del finado, entre los que reconocí a John Sydmons, Kenneth Grant y su esposa, Gilbert Bayley, Frieda Harris, Kenneth Hopkins y Gerald York.
            El féretro cubierto de flores se levantaba en el centro de la capilla, que era angosta, oscura y tétrica, como aquella tarde fría y gris. No hubo fastuosidad ninguna en el entierro, como hubiera sido muy del gusto de Aleister Crowley. Era viernes, cinco de diciembre de mil novecientos cuarenta y siete. Estábamos en Brighton y él había muerto, el día uno, muy humanamente, de una degeneración del miocardio complicada con una bronquitis crónica.
            Recordé entonces la última vez que le vi, unos años atrás; era ya la llama de una vela que el soplo del tiempo apagaba irremediablemente. Distaba mucho de aquel hombre robusto ataviado con el Kilt de las Highlands que, con ambas manos levantadas, me bendijo, diciendo su thelemita “Haz lo que Quieras, será toda la Ley”. Poco quedaba ciertamente de aquél, que en su tiempo, fue llamado el hombre más malvado del orbe, del universo inclusive, el coco con que las madres inglesas de principios de siglo asustaban a sus niños traviesos. Nada quedaba de todo aquello cuando le vi, ni del mundo que gozó y casi nada del mensaje que dejó, tan solo un anciano en rotunda decrepitud, atenazado por el decurso final del tiempo.
            Estaba muy envejecido: su cuerpo, enteco casi hasta lo alarmante, se había encorvado y encogido y, enfundado en aquellos antiguos ropajes bávaros, con hebillas de plata y con los pantalones por encima de las rodillas, perecía realmente lo que en verdad fuera, un espíritu de otro mundo, un maestro reencarnado para dejar un mensaje trascendente, que quizás pocos oirían y menos aún seguirían con consecuencia. Sus ojos reflejaban el dolor y el cansancio hechos en una vida de disolución, pero también de pensamiento, de iluminación y de acción creadora. Su cabeza, apenas una calavera, mostraba cuatro pelos ralos sobre una faz lívida, donde lucía una perilla que acababa como la barba de un chivo. El gran mago, él lo sabía, vivía en esa inercia acibarada de los que mueren lentamente; el Logos del Eón de Ra-Hoor-Khuit posaba ya su mano sobre la puerta y estaba presto a cruzar el umbral y yo sabía bien que se iba con angustia,  por aquel pecado de su gran vanidad insatisfecha, que le roía el corazón al dejar este mundo sin, tal vez, depositar en él una huella magna e incólume, quizás la huella de un dios.
            Fue entonces cuando alguien entonó el Himno a Pan y eso me sustrajo de mis cavilaciones. Wilkinson declamaba las áureas palabras desde la tribuna, sosteniendo en su mano el Liber Legis. Aseguraría que todos nos estremecimos en aquel lugar lóbrego y casi sellado, que se tiñó con una luz cálida y sobrecogedora, que yo, buen discípulo y romántico empedernido, identifiqué con la luz astral. Desde luego, aunque soy un sujeto perceptivo, no vi nada extraordinario, ni siquiera al ubicuo Aiwass, ni tan siquiera su sombra envolvente. Nada se oía en el recinto más allá de las palabras mistéricas:

¡Estremécete con el muelle deseo de la luz!
¡Oh, hombre! ¡Oh, tú, hombre!
¡Ven corriendo desde la noche de Pan! ¡Io Pan!
¡Io Pan!.¡Io Pan!. ¡Ven a través del mar...
...Dame el signo del Ojo Insomne
y el exaltado augurio del áspero muslo
y la palabra de insensatez y misterio...

            Por razones que se concretaban en evitar el escándalo en las mentalidades pacatas y burguesas de aquella época, solamente se le permitió a Wilkinson leer algunos pasajes del Libro de la ley. Aún después de muerto, el Maestro dejaba sentir el poder de sus azufres, la marca de la Gran Bestia 666, la presencia infausta del enfant terrible de la época victoriana, quizás del mago por excelencia.
            Para él el último velo se había levantado; ahora sabía definitivamente la verdad de todas las cosas. Yo le admiré y le quise y creo que fui correspondido. Me agrada pensar que él vela ahora por mí desde su cielo, o desde su infierno.
            Afuera, el mundo y su canalla seguirían su rumbo caótico y malhadado, un mundo cuyos placeres él había adorado pero que odió abiertamente, como odian al mundo los grandes hombres, porque pertenecen a una estirpe distinta que un aciago destino ha hecho caminar entre la grey de pies terrenales.
            En él convivieron en insólito maridaje un yo divino y un yo bestial, un alma trascendente y aquello que solamente puede ser arrojado al dornajo de los cerdos. De ello, Aleister extrajo la parte sublime y lo acercó a lo empíreo en su magia ritual. Posiblemente uno y otro fueran los extremos de una misma cosa. 
            Caminé con él un trecho de la senda de su vida y siempre me presentí a la vera del crimen, deudor del fuego del infierno, si bien nunca vi nada que pudiera ser calificado de execrable. Había dolor y sangre en el camino de la felicidad, tal como él la entendía, en la satisfacción de lo que denominaba su auténtica voluntad. Caminé al lado del destructor de la Ley, del Matrimonio y de Dios. Sabía que era maestro de oficios prohibidos, que pocas cosas respetaba, que lo más puro excitaba sus más perversas pasiones. No obstante, nunca pude romper la coyunda: fui partícipe de los misterios con una sensación de embriaguez y de terror.
            Había tratado, a su manera, de aportar una verdad y había hecho lo que los demás deseaban hacer, si bien de un modo excesivo. Pero no fue el hombre más maligno de la tierra, ni de lejos encarnó el mal absoluto. Tal vez éste se relacione con la crueldad, con el acto de inflingir daño gratuitamente y no verse afectado por ello. Con esto se produce una ofensa contra aquello que se consideran los sentimientos básicos de la humanidad, contra la moral natural que impone, fuera de toda duda, lo bueno y lo malo a cualquier hombre mentalmente sano. En términos actuales, muy probablemente este concepto del mal tenga que ver estrechamente con el de psicopatía. Vemos por doquier masacres atroces, crímenes horrendos, injusticias sin freno ni límites, hasta el punto que ha acabado convirtiéndose en una metáfora de nuestro tiempo. En las décadas venideras, mucho me temo, este hecho desafortunado se hará patente en mayor medida.
            Los tiempos modernos no conducirán a una transmutación de los valores, porque no habrá un sistema nuevo, sino la negación, dispersión y confusión de todo valor como producto del eclipse de los principios. Será la era del vacío ético y de sus nefastas consecuencias. No habrá referencias morales para las nuevas generaciones, al igual que pasa con las mentes asesinas. No habrá una nueva moral con sus connotaciones económicas, políticas o sexuales; nada reemplazará a la pérdida absoluta de valores. No habrá ideología, ni destino, ni moral, solamente locura y caos. Ni siquiera se pensará en el mal, el opuesto del bien, frente al cual éste último de ratifica y crece. La sociedad habrá perdido sus fundamentos y, con ello, su destino; el hombre habrá perdido su sombra.
Nada de esto sucedió en el caso de Crowley. El tenía sus principios, la moral del placer y del conocimiento. Había recuperado, aunque fuera en parte, los frutos del árbol de la ciencia y del árbol de la vida. En su obra se encuentra escrito. Posiblemente el mal sea el psicópata puro y Crowley, aunque tuviera comportamientos que pudieran tildarse con este epíteto, no era una de estas personalidades desviadas.
            Respecto a si era, en algún sentido, malo, concluiré aseverando que, para la moral convencional,  representaba un elemento más de la cadena de hombres malvados que han habitado la tierra, tal vez, eso sí, uno de los más depurados en su torcido existir, una parte tan solo de esa lacra que nadie nunca podrá explicar suficientemente. Mysterium iniquitatis.


Natura horribilis


El hombre, mientras trabajaba en sus campos de naranjos, en una de las acequias se encontró unos restos que, pese a ser orgánicos, no pudo identificar. Unos meses después también entre las aguas remansadas de la gran acequia volvió a descubrir nuevas tiras pulposas que, aún a causa del deterioro natural de microorganismos, humedad y tiempo, con gran azoro se negó a verificar.  Parecía semejarse a algo que su miedo y desconcierto le impedían cotejar, pero no estaba completamente seguro de qué era aquello.
Pasó el tiempo y esta vez ante el nuevo hallazgo no le cupo la menor duda. Se trataba, deforme y ninguneada por los elementos, de una mano diminuta, con una factura tan similar a la suya que, pese a su minimidad y deterioro, descartaba que perteneciese a cualquier otra especie. Angustiadísimo remontó la acequia, dispuesto a explorar con detalle todo el canal de riego, llegar al mismo pozo si hiciera falta, aunque estaba de su campo más de dos kilómetros. No tuvo que andar mucho, sin embargo, para encontrar al pequeño ser mutilado, semienterrado en un légamo de basuras y plantas acuáticas.
Corrió de inmediato al Ayuntamiento, se presentó al alcalde y éste llamó al juez de paz, y después al cabo de la guardia civil. Los agentes de la Benemérita rastrearon la zona y siguieron el caso mes a mes, hasta que dieron con la causa de aquel hecho tremendo.  Junto a la pared de una casa ruinosa, abiertas las piernas como columnas sobre la acequia caudalosa, una mujer enorme, grotesca, arrancaba de sus entrañas un pequeño despojo al que descabezaba y arrojaba como un desperdicio a la corriente que lo arrastraría lejos. La ogresa, un ser límite en las más oscuras nebulosas del alma, un engendro posiblemente maltratado por la herencia y la vida, apenas mascullaba cuatro palabras y poco dijo en su defensa, salvo que se juntaba con cualquiera que se le arrimase y que, por su miseria,  no podía dar de comer al producto de sus partos. Su progenie, sus hijos natos, dos criaturas de pesadilla cinco y siete años, varones ambos, fueron examinados por el médico del pueblo y después por un especialista de la capital y, aunque no estaban desnutridos, acumulaban severas taras mentales propias de una naturaleza degenerada.
No sé realmente cómo terminó aquel caso, relato solo lo que me contó una conocida en una noche lúgubre, la que, sin llegar a los límites referidos, tampoco era una buena hembra.


La máquina del tiempo

Mi amigo Artemio Ferro, el conocido ingeniero, construyó la máquina del tiempo más perfecta que ha existido nunca. Solamente tenía un defecto: se podía cambiar el pasado eliminando algunos personajes funestos (lo que era el propósito inicial de la investigación), pero uno, si así era su deseo, no podía permanecer en ese mundo pasado indefinidamente, sino solamente un día. El motivo de esto último carece de importancia para la presente historia.
En realidad a nadie de mi tiempo interesaría regresar al pasado, ya que los conocimientos y la ética de nuestra civilización superaban las mejores aspiraciones de cualquiera de nuestros antepasados. Viviendo entonces en un mundo adecuado, además cabe prever que el futuro continuase siendo como lo que ha sido siempre, una esperanza, un tiempo que ha de venir, algo en lo que un humano muy satisfecho nunca interferiría. El ser humano necesita un mañana con algo de incertidumbre y de misterio para ser lo que es, un ser histórico y en permanente y múltiple evolución. Además, si el futuro está hecho de pequeños presentes, el pronóstico para el porvenir no podía ser más favorable.
Nuestra moral altísima y arraigado espíritu de justicia nos llevó pronto a pensar en la posibilidad de viajar al pasado para rectificar los errores de nuestros antecedentes, sobre todo los variopintos males causados por los poderosos. De entre ellos, yo tuve la fortuna de poder especializarme en dictadores y políticos que habían sembrado el dolor entre el pueblo en el tiempo que gobernaron. Eliminándolos, crearíamos una posibilidad más favorable para el desarrollo de los hombres y mujeres de ese pretérito desdichado. En realidad la anterior afirmación nunca la pudimos comprobar, porque nos parecía, como poco, desconsiderado interferir o juzgar las decisiones de las sociedades nuevas originadas a partir de la ausencia de los opresores. Tal fue mi dedicación que logré actuar en el mismo momento del alumbramiento de esos locos.
La lista de dictadores y políticos era larga, lo que no desalentó a especialistas como nosotros, auténticamente comprometidos en hacer justicia en un particular retorno al ayer. Muerta la bestia, no habría opresión, tortura o exterminio. No pueden imaginar el placer que sentí asando como a un cochinillo al demente, seboso e incendiario romano; al bufón italiano que vivió siglos después lo maté a palos, como a un perro y al canco germano lo fileteé como a un ternerillo. Aún así, para mi gusto, fueron finales demasiado piadosos para semejante basura. Algunos de mis colegas poseen métodos muy ingeniosos para provocar la muerte a los indeseables de la historia, hasta el punto de que nunca se les ve actuar y el sujeto en cuestión fallece por digamos una especie de muerte súbita. Yo no les envidio, sin embargo. No hay nada comparable a la sensación del cuchillo en la mano cuando hay que matar a un cerdo.


Hacedores


En un castillo umbrío un viejo sabio creó un humanoide que en vez de manos tenía tijeras y lo llamó Eduardo Manos-tijeras. Era un ser melancólico y, pese a ello, consiguió congeniar, durante un tiempo, con la gente del pueblo vecino del valle e incluso enamorarse. Pero nunca se adaptó a las costumbres humanas y numerosos accidentes desafortunados causados por su filosa anatomía le propiciaron el rechazo de todos, incluso de la hermosa joven que amaba. Por dicha razón sigue penando solo en el desolado castillo, que heredó tras la muerte de su padre humano.

Por el mismo tiempo, en una fortaleza recóndita, otro sabio creó no un humanoide, sino un mutante, un ser muy parecido al hombre (demasiado hombre), salvo en una condición. En sus manos, en vez de diez dedos, tenía diez pollas, de distinto tamaño, pero todas ellas vigorosas y de cabezas relucientes y por cuya razón fue llamado Eduardo Manos-penes. Nunca estuvo solo, cautivando a muchas mujeres de la comarca e incluso del país (y a la misma Reina, cosa que no se dice) y poseyó un gineceo que fue envidiado por el mismo Gran Turco.



Uno de Providence


Llevo un montón de tiempo detrás de él y sus secuaces. Ellos vienen a por mí, pero venderé caro mi pellejo a los servidores de ese andrajo despreciable que mora en los abismos.
Seis meses de locura y de fatigas, para nada. Sé que están cerca y él demasiado lejos e inaccesible para encontrarle…, todavía. Por eso he decidido darme un respiro y, si se media, echar una canita al aire.
Entré en este garito infecto y tras varias copas tengo un punto de puta madre. ¿Cómo se llamaba el pueblo? Ins… Insteut. No. Insmut o algo así, no importa… Aquella zorra del rincón me mira con ojos golosos. La muy guarra. Al ataque.
Tengo un pedete lúcido que no me impide gozar del momento, más bien lo aviva. Mmmmmmmm. Esas piernas abiertas me ofrecen en tesoro preciado, su coño glorioso, negro y peludo, como a mí me gustan, como los de antes, grande y frondoso como una boina bilbaína. Chupo, chupo, me deleito, ahhhhhhhhhhhhhh.
¡Ehhhhhhhhhhhhhhh! ¿Qué es eso? Algo se mueve adentro, sale, cerca de mi lengua juguetona. ¡Rediez! Parecía un pólipo, pero no, crece y tiene dien… ¡Debo hacer algo o no sobreviviré! Tal vez sea el fin:
-¡Ftnaggg, faftanngggg, fhatgahnnnn!

Crónica de Bucarest


Es de noche, ya he cenado y salgo del hotel a dar una vuelta. Decido tomar un coche de tiro, no un taxi, que me lleve a un paseo apacible por esta ciudad peculiar. Viene hacia mi uno, pero no es un coche abierto, sino una calesa negra, tirada por dos caballos del color de la noche. Apenas sin mirar al conductor, subo y me siento cómodamente. Enciendo un pitillo, encantado de estar al fin dentro de este vehículo de los viejos tiempos, algo que deseo hacer desde hace mucho. Le indico al hombre unos sitios específicos, nada que ver con esos barrios de edificios mastodónticos y horrendos que el dictador régimen construyó masivamente destruyendo gran parte en la antigua urbe.
Echo unas fumaradas, un tanto inquieto. La razón de mi zozobra estriba en que aún no me he arrancado de la cabeza esa frustración: fui a Borgo Pass, subí a las ruinas del castillo, pero no descubrí el menor vestigio de la existencia del viejo conde. Nada olía a él, nada lo sugería, era como si el sistema se hubiese tragado absolutamente la remembranza de una antigua presencia.
Sigo fumando, ya más resignado. El postillón, que para mi sorpresa habla un perfecto castellano con un extraño acento, me cuenta parte de su vida. Me habla de su heredad paterna, de una ruinosa fortaleza en la cordillera nevada, de los lobos y de la hermosa música que hacen. Me entra el vértigo y, por un instante, casi escapo de allí corriendo. Pero él me dice que me tranquilice e insólitamente lo hago: tiene demasiado apego a la vida, se lamenta, pese a su condición, y negoció con las autoridades este humilde oficio y la nocturnidad a cambio de auto-control (es decir, comer prácticamente grandes roedores) y trabajo, además de la más absoluta sumisión al sistema, un sistema al que, a la postre, lo que más le importa es la mano de obra.



Actualidad

Los políticos hablan pero no hacen nada.
Los votantes votan sin saber a quién.
Los médicos no curan.
Los medios de comunicación, engañando, desinforman.
Los jóvenes, consumiendo, no se desarrollan.
Los amantes no se quieren.
Los valores mueren, las marcas predominan.
Los vampiros siguen mordiendo.


Del oficio


 Todo aspirante a escritor ha de convertirse en una especie de vampiro literario: debe comerse las palabras innecesarias.
Mejor si escribe en tinta roja.



Soledad


Me suicidé para estar solo. Pero es imposible, estoy rodeado de fantasmas.



Palabra de vampiro

La tumba no es el final.





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Salvador Alario Bataller

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OBRA PUBLICADA A)CIENTÍFICA: 8 libros de Psicoterapia y Sexología (editorial Promolibro, valencia). 36 artículos especializados en diversas revistas (redactor de Cuadernos de Medicina Psicosomática y Psiquiatría de Enlace, www.editorialmedica.com, y los artículos y otros textos se relacionan en la web). B)NARRATIVA: “La conciencia de la bestia”, edición privada, finalista (de los 15 finalistas) del Premio Planeta de Novela de 1997. “La ciudad desvanecida”, relato seleccionado por concurso de la revista Escribir y Publicar en su editorial Grafein Ediciones, Colección Escritura Creativa, integrante del volumen de cuentos ASI ESCRIBO MI CIUDAD (2001). “Descensus ad Inferos”, lo mismo que antes, pero este cuento pertenece al libro de cuentos “32 MANERAS DE ESCRIBIR UN VIAJE” , Grafein Ediciones (2002). “Maltidos. La Biblioteca olvidada”, Iván Humanes Bespín y Salvador Alario Bataller, Grafein Ediciones, Barcelona, (2.006). "101 coños, Ilustraciones y breves" (2008), Carlos Maza Serneguet, Salvador Alario Bataller e Iván Humanes Bespín. Ilustraciones de Vanesa Domingo Montón, Grafein Ediciones, Barcelona. "Antología Iberoamericana de MIcrorelatos" (2008),coautor, Ediciones Lord Byron, Madrid (en prensa) La acre lácrima (2006), novela, en http://www.lulu.com/alario7 Un estudio crítico del Necronomicón Apócrifo (2006), ensayo, en http://www.lulu.com/alario7 Las aventuras carpatianas del profesor Exhorbitus (2006), novela, autoedición, en http://www.lulu.com/alario7 Astrum Argentum . La vara del mago (biografía novelada de Aleister Crowley) (2006), novela, en www.lulu.com, en http://www.lulu.com/alario7 El murciélago monstruoso (2006), novela, en http://www.lulu.com/alario7 Nunca volví de cuba (2007), novela, en www.lulu.com, http://www.lulu.com/alario7 Cuentos en www.narrativas.com: Espejos (2007), Los pequeños (2007). La angustia última (2008). Lo que trajo la noche (2008). OBRA INÉDITA: Las nocturnidades de don Arturo del Grial, (2002), novela. Los ojos del moro (2003), novela. El doctor amor y las mujeres (2006), novela. La trama sináptica (2007), novela. Historias de amor, muerte y trascendencia (2007), novelas (dos novelas breves relacionadas). Los estados intestinales (2007), novela. Cuando cazaba pelos (2008), novela breve Cuentos completos (1999-2008) Blogs: http://clinica-psicomedica.iespana.es http://alario1.blogspot.com http://undostrescuentos.blogspot.com http://undostrescuentos2.blogspot.com http://elloboylaluna.blogspot.com http://lasnocturnidades.blogspot.com http://nohaymentesincerebro.blogspot.com
 

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