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Cuento perteneciente al libro EL DISFRAZ DE DIOS
(CUENTOS COMPLETOS, GV-RPI, Nº. 1181-05)
VISIONES MARIANAS
Kiki, quien en realidad se llamaba Pakito –con K, como se escribe ahora, igual que Karlos, Karina, kokakola o kojón-, a sus veinte añitos, había perdido el oremus. Dos años atrás era un muchacho jovial, buenorro y serio –aunque, la verdad sea dicha, poco inteligente y tontorrón-, pero la muerte de su madre le derrumbó, arrojándolo a la mala vida, adhiriéndole a la noche crápula y a la química dura. Con su padre siempre tuvo un trato superficial y distante, porque el hombre iba a la suya; se dedicaba en la perra vida a trabajar y poco más. En cambio, a su madre profesó un amor absoluto, por lo que su muerte se le llevó la más importante razón para vivir. El nunca fue capaz de hablar abiertamente de sus sentimientos y andaba taciturno, sumido en un silencio letal, mientras su progenitor seguía sin hablarle, vivía su vida, no se ocupaba de él, como tenía por costumbre. Nunca supo, como debe hacerlo un padre, de su hijo y el muchacho dejó de preocuparse por el viejo. Inmerso en este abismo de soledad y desafecto, Kiki comenzó a hollar el camino torcido donde se perderían muchos de su generación. Tomaba de todo, farlopa, éxtasis, caballo y, en el presente, para mantener su dependencia, traficaba, es decir era un camello.
Sus juergas comenzaban los jueves y terminaban los martes, dilapidando el tiempo, el dinero y la vida entre pubs y bares, distotecas, lugares de amanecida y aftherhours, siempre colocado, tratando de obtener una gratificación para su vida huera y adolorida. Había llegado a un punto en el que solamente buscaba colocarse, drogarse hasta la coronilla, para reírse un poco y pasar el tiempo y, aún así, se sentía infeliz y abandonado, ignorado por todos, especialmente por las chatis; incluso las más guarras, las que por una raya se lo hacían con casi cualquiera, pasaban de él. Le obviaban porque era feillo, bajito y gordinflón, con una calva incipiente que al año entrante le vencería de seguro la guerra a la rala pelambrera de su testa. Tampoco era simpático, ni tenía gracia.
Además, toda su nueva vida la vivía con un tono amargo y culpable porque él, junto a su madre, había sido un joven de fe, un católico practicante, más papista que el Papa, que iba a misa regularmente, catequista, masturbador angustiado, lamentoso y funesto, pero, en definitiva, un tipo serio y recatado, devoto y bueno. Pero ese dios del cual, a estas amarguras, no podía desprenderse completamente, le había abandonado, como su madre, cuya muerte no lograba superar. La verdad estribaba en que Kiki medía la fuerza de la fe por el grado de comodidad y ahora, que todo le iba mal, estaba convencido de que Dios le había olvidado y, peor aún, que tal vez no existiera.
Devoto de la Virgen de los Desamparados, impretaba a lo alto una ayuda que nunca recibía, y todavía rezaba en alguna ocasión, sintiéndose, cada vez menos, cobijado y protegido, por una fuerza inextricable y superior, de la cual su buena madre era un reflejo sublime y claro, en el presente, profundísimamente triste. Había aprendido, -y creía en ello con plena convicción- que la primera madre era Ella, la Altísima, cuya bondad y magnificencia se reflejaba en el amor desinteresado y puro de una buena madre y la suya, la terrenal, era tan buena como la mejor y tan pura como el agua clara; era su madre, su vida, todo. Aquello de Madre Amantísima, Torre eEúrnea de los Mayos preteridos aún ahora, cada vez menos la verdad sea dicha, le calaba hondo y amargo.
Ahora, sin embargo, Dios, la Virgen, su madre y su padre, todos, le habían abandonado: solamente le quedaba la noche, la marcha, el dolor y el caos, aunque, en el fondo, mantenía la esperanza de que se hiciese el milagro, que sucediese algo que le cambiase la vida.
Como cada viernes había ido a Blood, una discoteca de moda que estaba en las afueras de la ciudad, entre arrozales, como una gran cagada en un territorio yermo y triste. Pero, como los demás, durante las primeras horas, él pensaba que era la leche estar allí, bailando con aquella música estridente y loca, tomando copas y rayas, viviendo la movida, hablando con los colegas, tratando de comerse algo bueno que nunca caía, poniéndose de pastillas y coca hasta el culo. Antes había estado en El Cubata, un pub de la capital y se había fumado más de cinco petas, a los cuales había agregado unas cuantas cervezas y unas rayitas. Un amigo de francachelas, el Periko, le había traído con su coche, pero el tipo había desaparecido con una chica potente, cuya amiga al verle se perdió rauda entre la muchedumbre. Estaba claro, nunca ligaba, era un desastre; jamás nadie le comprendería, le querría, como su madre. De esta guisa, sumido entre lamentaciónes y cavilaciones tormentosas, Kiki comenzó a sentirse deprimido y angustiado, y supo que, como en ocasiones anteriores, la solución la tenía en el bolsillo y en la barra. Tomó varios pelotazos más y se metió en el magín cinco pastillas de aquellas, de las buenas, de colores diversos, a la espera de que el cóctel le levantase el ánimo. Poco a poco se fue sintiendo más relajado, mejor, incluso sumido en un estado de euforia creciente que agradeció como el agua el sediento.
Siguió tomando másy más, y cada vez experimentaba sensaciones más relajantes, euforizantes e incluso desconocidas... Sintió como un zumbido de insectos en el interior de su cabeza, justo antes de verla: una figura divinal nimbada en luz, una luminosidad suave y azúl. Se quedó petrificado, embelesado ante la visión de aquella joven etérea, celestial, tan blanca, tan esbelta, tan desnuda. Entonces pensó que el momento salvífico había llegado; se le nubló la vista, experimentó un fuerte mareo y, ante sus ojos, el mundo cesó. Nadie se fijo en él, en aquella figura patética, que babeaba entre espasmos en el suelo mohoso del recinto, a la cual más de uno pateó y que solamente un rato después alguien arrastraría hasta apoyarlo en la barra, donde cabeceaban varios peleles de su laya, abatidos por la química jodida y la noche marchosa; pero la que menos reparó en él fue aquella preciosa gogó morena, que bailaba lascivamente a pocos metros, en lo alto de una columna, al ritmo de la peor cacofonía y envuelta, de vez en vez, por una luz azul, la luz que un foco giratorio prodigaba.
Kiki, quien en realidad se llamaba Pakito –con K, como se escribe ahora, igual que Karlos, Karina, kokakola o kojón-, a sus veinte añitos, había perdido el oremus. Dos años atrás era un muchacho jovial, buenorro y serio –aunque, la verdad sea dicha, poco inteligente y tontorrón-, pero la muerte de su madre le derrumbó, arrojándolo a la mala vida, adhiriéndole a la noche crápula y a la química dura. Con su padre siempre tuvo un trato superficial y distante, porque el hombre iba a la suya; se dedicaba en la perra vida a trabajar y poco más. En cambio, a su madre profesó un amor absoluto, por lo que su muerte se le llevó la más importante razón para vivir. El nunca fue capaz de hablar abiertamente de sus sentimientos y andaba taciturno, sumido en un silencio letal, mientras su progenitor seguía sin hablarle, vivía su vida, no se ocupaba de él, como tenía por costumbre. Nunca supo, como debe hacerlo un padre, de su hijo y el muchacho dejó de preocuparse por el viejo. Inmerso en este abismo de soledad y desafecto, Kiki comenzó a hollar el camino torcido donde se perderían muchos de su generación. Tomaba de todo, farlopa, éxtasis, caballo y, en el presente, para mantener su dependencia, traficaba, es decir era un camello.
Sus juergas comenzaban los jueves y terminaban los martes, dilapidando el tiempo, el dinero y la vida entre pubs y bares, distotecas, lugares de amanecida y aftherhours, siempre colocado, tratando de obtener una gratificación para su vida huera y adolorida. Había llegado a un punto en el que solamente buscaba colocarse, drogarse hasta la coronilla, para reírse un poco y pasar el tiempo y, aún así, se sentía infeliz y abandonado, ignorado por todos, especialmente por las chatis; incluso las más guarras, las que por una raya se lo hacían con casi cualquiera, pasaban de él. Le obviaban porque era feillo, bajito y gordinflón, con una calva incipiente que al año entrante le vencería de seguro la guerra a la rala pelambrera de su testa. Tampoco era simpático, ni tenía gracia.
Además, toda su nueva vida la vivía con un tono amargo y culpable porque él, junto a su madre, había sido un joven de fe, un católico practicante, más papista que el Papa, que iba a misa regularmente, catequista, masturbador angustiado, lamentoso y funesto, pero, en definitiva, un tipo serio y recatado, devoto y bueno. Pero ese dios del cual, a estas amarguras, no podía desprenderse completamente, le había abandonado, como su madre, cuya muerte no lograba superar. La verdad estribaba en que Kiki medía la fuerza de la fe por el grado de comodidad y ahora, que todo le iba mal, estaba convencido de que Dios le había olvidado y, peor aún, que tal vez no existiera.
Devoto de la Virgen de los Desamparados, impretaba a lo alto una ayuda que nunca recibía, y todavía rezaba en alguna ocasión, sintiéndose, cada vez menos, cobijado y protegido, por una fuerza inextricable y superior, de la cual su buena madre era un reflejo sublime y claro, en el presente, profundísimamente triste. Había aprendido, -y creía en ello con plena convicción- que la primera madre era Ella, la Altísima, cuya bondad y magnificencia se reflejaba en el amor desinteresado y puro de una buena madre y la suya, la terrenal, era tan buena como la mejor y tan pura como el agua clara; era su madre, su vida, todo. Aquello de Madre Amantísima, Torre eEúrnea de los Mayos preteridos aún ahora, cada vez menos la verdad sea dicha, le calaba hondo y amargo.
Ahora, sin embargo, Dios, la Virgen, su madre y su padre, todos, le habían abandonado: solamente le quedaba la noche, la marcha, el dolor y el caos, aunque, en el fondo, mantenía la esperanza de que se hiciese el milagro, que sucediese algo que le cambiase la vida.
Como cada viernes había ido a Blood, una discoteca de moda que estaba en las afueras de la ciudad, entre arrozales, como una gran cagada en un territorio yermo y triste. Pero, como los demás, durante las primeras horas, él pensaba que era la leche estar allí, bailando con aquella música estridente y loca, tomando copas y rayas, viviendo la movida, hablando con los colegas, tratando de comerse algo bueno que nunca caía, poniéndose de pastillas y coca hasta el culo. Antes había estado en El Cubata, un pub de la capital y se había fumado más de cinco petas, a los cuales había agregado unas cuantas cervezas y unas rayitas. Un amigo de francachelas, el Periko, le había traído con su coche, pero el tipo había desaparecido con una chica potente, cuya amiga al verle se perdió rauda entre la muchedumbre. Estaba claro, nunca ligaba, era un desastre; jamás nadie le comprendería, le querría, como su madre. De esta guisa, sumido entre lamentaciónes y cavilaciones tormentosas, Kiki comenzó a sentirse deprimido y angustiado, y supo que, como en ocasiones anteriores, la solución la tenía en el bolsillo y en la barra. Tomó varios pelotazos más y se metió en el magín cinco pastillas de aquellas, de las buenas, de colores diversos, a la espera de que el cóctel le levantase el ánimo. Poco a poco se fue sintiendo más relajado, mejor, incluso sumido en un estado de euforia creciente que agradeció como el agua el sediento.
Siguió tomando másy más, y cada vez experimentaba sensaciones más relajantes, euforizantes e incluso desconocidas... Sintió como un zumbido de insectos en el interior de su cabeza, justo antes de verla: una figura divinal nimbada en luz, una luminosidad suave y azúl. Se quedó petrificado, embelesado ante la visión de aquella joven etérea, celestial, tan blanca, tan esbelta, tan desnuda. Entonces pensó que el momento salvífico había llegado; se le nubló la vista, experimentó un fuerte mareo y, ante sus ojos, el mundo cesó. Nadie se fijo en él, en aquella figura patética, que babeaba entre espasmos en el suelo mohoso del recinto, a la cual más de uno pateó y que solamente un rato después alguien arrastraría hasta apoyarlo en la barra, donde cabeceaban varios peleles de su laya, abatidos por la química jodida y la noche marchosa; pero la que menos reparó en él fue aquella preciosa gogó morena, que bailaba lascivamente a pocos metros, en lo alto de una columna, al ritmo de la peor cacofonía y envuelta, de vez en vez, por una luz azul, la luz que un foco giratorio prodigaba.
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Salvador Alario Bataller
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E-mail:
alario7@msn.com
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jejeje...
Un saludo!
Un beso y un abrazo para el mejor caballero templario de la corte del CANGURO ARTURO.
Nunca te detengas.
Insuperable.
Dark kisses
(ME DA ALGO DE MIEDO ) ESTA GENIAL !!CUIDATE NOS VEMOS!
Espero no me pase lo que a Kiki por darme un "pasón de letras".
Saludos.
stultorum: no, tranquilo, con las letras no suere pasar eso, alguna cosita diferente, pero por experiencia te digo que no son malas, malas, frustrantes algo. Un saludo.