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EL RELATO DEL BANDOLERO
A decir verdad, ninguna promesa había sido hecha por parte del conde Delius a Dominsky, pues tuvo que guardar silencio so pena de descubrirse la verdadera razón de su viaje a Transilvania. He aquí, pues, la luz que nos hacía falta para explicar los inasibles acontecimientos que hemos vivido en el pliego precedente.
Dominsky fue capturado en pleno bosque y conducido maniatado a la comisaría de Vye. Inmediatamente Lönek hizo llamar al conde y a sus acompañantes. Desde este momento hasta la muerte del bandido pasaron solamente escasos minutos, pero en tan breve tiempo ocurrieron multiplicidad de acontecimientos sorprendentes.
Estaba el forajido asomado a la ventana, respirando el aire fresco de la noche, pensando probablemente en su aciago futuro. Se encontraba enojado consigo mismo por haberse dejado capturar tan fácilmente y no hacía otra cosa que maldecir su mala fortuna. Pero poco a poco se fue resignando a su futuro. Su vida había sido dura e intensa y el porvenir, hacía años, que no le ofrecía ya el atractivo suficiente; el presente, pues, era negro.
Entonces fue cuando oyó el ruido de las ruedas de un coche y después se desvaneció. El aire fresco procedente de las nevadas cumbres silbaba entre los barrotes de la celda, azotándole la cara. Una campana, en la ciudad, sonaba a lo lejos. Pese a la noche helada, Dominsky se dio cuenta que sudaba copiosamente. Sentía, a la par, una atenazante opresión en el pecho. Había algo pesado en el ambiente, casi ominoso, que le traspasaba y hacía sentir su influjo en él. Sin motivo aparente se vio embargado por una angustia interior a la cual no podía encontrar justificación ninguna. Respiró hondo, tratando de sobreponerse a aquella desazón. En esto vio acercarse a un hombre. Había muy poca luz, pero reconoció enseguida quien era. En una calleja próxima, al socaire de la densa niebla que se estaba formando, se oía el piafar de los caballos.
-No has tenido suerte, amigo -dijo el hombre.
Permaneció en la penumbra, junto al seto, a unos pocos metros del ventanuco. Dominsky no le veía bien, pero sentía que el hombre le miraba intensamente. Como en la primera entrevista que sostuvieron, lejos de allí, en el claro del bosque, el bandolero se sintió extrañamente turbado ante su presencia. No obstante, tomó valor y bromeó incluso sobre su situación.
-Lo que tiene que suceder está escrito -dijo-. Los caminos del hombre siguen su curso y tienen un principio y un final.
Dominsky tuvo la impresión de que el individuo sonreía. Este se acercó un paso y, señalándole con su bastón, dijo:
-El futuro, como la vida, puede modificarse.
-¿Cómo? -preguntó el bandolero.
-Déjame pasar y te lo demostraré.
Aquello era absurdo. Domisnky estaba perplejo y, en el fondo, demasiado abrumado para soportar palabrerías y juegos imposibles. Iba a decirle "piérdase en la noche con su sinrazón" cuando su interlocutor insistió:
-Solamente tienes que albergar el deseo de que entre y, entonces, podrás salvarte.
Dominsky no conocía los motivos, pero en aquel momento sintió que algo le doblegaba, produciéndole una gran enervación. Las piernas le flaqueaban, sintió un leve mareo y después todo fue paz. No existía para él nada en este mundo más allá de aquella voz, que se mecía susurrante en el espacio, que le domeñaba. Su voluntad no era la suya. Una fuerza oscura e inapelable le sojuzgaba cuando rogó:
-Entrad, Señor, donde yo esté bien podéis hollar vos.
Y entonces, como si fuera la cosa más natural del mundo, vio al caballero parado junto a él, mirándole arrogantemente, con su inquietante sonrisa.
En este breve ínterin, la celda se había llenado de niebla y Dominsky sintió mucho frío. Fue entonces cuando notó un vacío extraño en el estómago, como quien recuerda de súbito un grave error, de consecuencias irreparables. Porque comprendió y el otro debió advertirlo, pues soltó una carcajada, a la que siguieron muchas más. Después la expresión se su cara se truncó y Dominsky supo que el fin estaba cerca.
Había prestado sus servicios en el camino prohibido e iba a pagar por ello. Todo se fue volviendo oscuro, cada vez más oscuro, a la par que sentía como una fuerza inmensa le atenazaba. No podía moverse, apenas respirar; algo esencial se le escapaba de su ser, como fluye el perfume de un pétalo quebrado. En esos momentos tuvo la breve visión de unos dientes blancos y de unos ojos obsesionados. La muerte era un alivio, no podía soportar que le mirase de nuevo.
El resto ya nos es conocido. Nuestros amigos llegaron en el momento último, cuando aquel desdichado expiraba. Dominsky le dijo al conde Delius que fuera a cierto lugar de las montañas, donde se ocultaba su partida. Una vez allí, Balcestru, su segundo, le pondría sobre la pista del asesino. Le entregó un diente de lobo labrado, amuleto que reconocerían sus hombres, a quienes tendría, a partir de ese instante, a su disposición.
***
A decir verdad, ninguna promesa había sido hecha por parte del conde Delius a Dominsky, pues tuvo que guardar silencio so pena de descubrirse la verdadera razón de su viaje a Transilvania. He aquí, pues, la luz que nos hacía falta para explicar los inasibles acontecimientos que hemos vivido en el pliego precedente.
Dominsky fue capturado en pleno bosque y conducido maniatado a la comisaría de Vye. Inmediatamente Lönek hizo llamar al conde y a sus acompañantes. Desde este momento hasta la muerte del bandido pasaron solamente escasos minutos, pero en tan breve tiempo ocurrieron multiplicidad de acontecimientos sorprendentes.
Estaba el forajido asomado a la ventana, respirando el aire fresco de la noche, pensando probablemente en su aciago futuro. Se encontraba enojado consigo mismo por haberse dejado capturar tan fácilmente y no hacía otra cosa que maldecir su mala fortuna. Pero poco a poco se fue resignando a su futuro. Su vida había sido dura e intensa y el porvenir, hacía años, que no le ofrecía ya el atractivo suficiente; el presente, pues, era negro.
Entonces fue cuando oyó el ruido de las ruedas de un coche y después se desvaneció. El aire fresco procedente de las nevadas cumbres silbaba entre los barrotes de la celda, azotándole la cara. Una campana, en la ciudad, sonaba a lo lejos. Pese a la noche helada, Dominsky se dio cuenta que sudaba copiosamente. Sentía, a la par, una atenazante opresión en el pecho. Había algo pesado en el ambiente, casi ominoso, que le traspasaba y hacía sentir su influjo en él. Sin motivo aparente se vio embargado por una angustia interior a la cual no podía encontrar justificación ninguna. Respiró hondo, tratando de sobreponerse a aquella desazón. En esto vio acercarse a un hombre. Había muy poca luz, pero reconoció enseguida quien era. En una calleja próxima, al socaire de la densa niebla que se estaba formando, se oía el piafar de los caballos.
-No has tenido suerte, amigo -dijo el hombre.
Permaneció en la penumbra, junto al seto, a unos pocos metros del ventanuco. Dominsky no le veía bien, pero sentía que el hombre le miraba intensamente. Como en la primera entrevista que sostuvieron, lejos de allí, en el claro del bosque, el bandolero se sintió extrañamente turbado ante su presencia. No obstante, tomó valor y bromeó incluso sobre su situación.
-Lo que tiene que suceder está escrito -dijo-. Los caminos del hombre siguen su curso y tienen un principio y un final.
Dominsky tuvo la impresión de que el individuo sonreía. Este se acercó un paso y, señalándole con su bastón, dijo:
-El futuro, como la vida, puede modificarse.
-¿Cómo? -preguntó el bandolero.
-Déjame pasar y te lo demostraré.
Aquello era absurdo. Domisnky estaba perplejo y, en el fondo, demasiado abrumado para soportar palabrerías y juegos imposibles. Iba a decirle "piérdase en la noche con su sinrazón" cuando su interlocutor insistió:
-Solamente tienes que albergar el deseo de que entre y, entonces, podrás salvarte.
Dominsky no conocía los motivos, pero en aquel momento sintió que algo le doblegaba, produciéndole una gran enervación. Las piernas le flaqueaban, sintió un leve mareo y después todo fue paz. No existía para él nada en este mundo más allá de aquella voz, que se mecía susurrante en el espacio, que le domeñaba. Su voluntad no era la suya. Una fuerza oscura e inapelable le sojuzgaba cuando rogó:
-Entrad, Señor, donde yo esté bien podéis hollar vos.
Y entonces, como si fuera la cosa más natural del mundo, vio al caballero parado junto a él, mirándole arrogantemente, con su inquietante sonrisa.
En este breve ínterin, la celda se había llenado de niebla y Dominsky sintió mucho frío. Fue entonces cuando notó un vacío extraño en el estómago, como quien recuerda de súbito un grave error, de consecuencias irreparables. Porque comprendió y el otro debió advertirlo, pues soltó una carcajada, a la que siguieron muchas más. Después la expresión se su cara se truncó y Dominsky supo que el fin estaba cerca.
Había prestado sus servicios en el camino prohibido e iba a pagar por ello. Todo se fue volviendo oscuro, cada vez más oscuro, a la par que sentía como una fuerza inmensa le atenazaba. No podía moverse, apenas respirar; algo esencial se le escapaba de su ser, como fluye el perfume de un pétalo quebrado. En esos momentos tuvo la breve visión de unos dientes blancos y de unos ojos obsesionados. La muerte era un alivio, no podía soportar que le mirase de nuevo.
El resto ya nos es conocido. Nuestros amigos llegaron en el momento último, cuando aquel desdichado expiraba. Dominsky le dijo al conde Delius que fuera a cierto lugar de las montañas, donde se ocultaba su partida. Una vez allí, Balcestru, su segundo, le pondría sobre la pista del asesino. Le entregó un diente de lobo labrado, amuleto que reconocerían sus hombres, a quienes tendría, a partir de ese instante, a su disposición.
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3 Comments:
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- stultorum said...
8:44 a. m.Vamos por ellos!!!.- Dra. Kleine said...
9:47 a. m.Dioses!,,,lo mordioooooo y no pude hacer yo nada! Dioses, Dioses! dolerá?- Unknown said...
2:11 p. m.Un saludo los dos: Sí, todo lo bueno tiene un lado doloroso. Slds.
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