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LA CONFESION DE BALCESTRU
-Llegaron de noche y todos quedamos sorprendidos por su arrogancia, pues ninguna persona juiciosa entra en la guarida de unos bandoleros temidos -dijo Balcestru.
Se mesó la barba y añadió:
-Como pueden imaginar, lo primero que hicimos fue tomar las armas y rodear el carruaje. Dominsky se adelantó encañonando a conductor y, entonces, bajó un hombre y fue a su encuentro. Las fogatas del campamento y la luna apenas alumbraban el lugar pero, por lo que podía verse, se trataba de alguien singular. Su aspecto mostraba gran donaire, un alma decidida y altiva. No tenía aire provinciano, sino extranjero. Y era de noble alcurnia, pues en la puerta del coche lucía un escudo condal. Dijo algo en dialecto a sus criados y luego le habló en ruso al jefe, pues la familia de éste fueron judíos de Kiev. Estrechamos más el círculo, pero Dominsky dio la orden de que no avanzásemos. Había bajado el arma y hablaba distendidamente con el desconocido. Como estábamos más cerca de ellos, pudimos verles mejor. Los criados llevaban peluca empolvada y vestían negras libreas, con ricas abotonaduras de oro. En cuanto al conde, porque este debía ser su título según todas las apariencias, su persona irradiaba una exquisita elegancia, pero que se mezclaba con algo instintivo, incluso misterioso. He de confesar que, desde un principio, aquel personaje no me gustó. Un buen observador habría encontrado en torno suyo solamente soledad y orgullo, y un no sé qué que no vaticinaba nada bueno. ¿Quién era y de dónde venía?: Tal vez un melancólico castellano del norte, ya que en su espléndida apariencia se delataban los rasgos del aventurero y del cazador, y, sin embargo, yo apreciaba en él notables y extraordinarias contradicciones. Entre la costumbre del silencio del bosque, del viento bravío de los picos escarpados y de las graves horas crepusculares, se vislumbraba un aire meditabundo, taciturno en cierto modo, del hombre excesivamente equilibrado y juicioso. Entre los trazos de la más refinada erudición, se adivinaba un sesgo elemental y extraño. Todos comprendimos que aquel hombre pertenecía a la raza de los que mandan y no a la raza de los que obedecen, junto a los cuales los de la grey humana no son más que una imitación casi simiesca. No obstante, albergaba un fondo de maldad suficiente para hacer palidecer a cualquiera. Oh sí, ciertamente, ¡había tanta protervia e impureza en sus ojos!. El tiempo hace que el hombre juicioso aprenda a estudiar el aspecto de muchas emociones y en aquel caballero solamente podía ver un alma impía y cruel. Todos pertenecemos al rango que el destino nos otorga, pero hay muchas zonas oscuras en la vida.
-Los rumanos y los húngaros comenzaron al murmurar -continuó diciendo el bandolero- y extendieron hacia Dominsky los dedos índice y corazón en forma de V, para protegerle del mal de ojo. El extranjero advirtió este gesto y respondió con una sonrisa displicente. Estábamos desde el primero al último terriblemente asustados y quien permanecía impávido era precisamente nuestro cabecilla el que, tal vez sin darse cuenta, comenzaba a caminar por una senda sombría. Como una marca cárdena en su frente, vi el signo inconfundible de aquellos cuya vida, dominada y oscurecida por las pasiones, se centra en el deleite de las emociones mundanas, aíslan los ideales de sus principios, se sumergen en las voluptuosidades más impuras y refinadas y para quienes la vida humana no vale más que una moneda de cobre. Cuanto más le mirábamos, más aterrorizados nos sentíamos. ¡Que enigmático océano de maldad, de suficiencia y de corrupción reflejaba sus facciones!. Dominsky, estaba convencido, iba a pagar su relación con el extraño a un precio inestimable.
Balcestru removió las brasas de la fogata con la punta de su sable turco. Meditó unos momentos, añadiendo:
-Demasiadas cosas extraordinarias para no levantar sospechas... Y más aquí, que se cree en todo. Tenemos, en principio, que unos hombres se atreven a entrar en la misma guarida de Dominsky y su gente. Aparecen por el camino que da a las ruinas de este monasterio y, sin embargo, no son vistos por nuestros centinelas. En tercer lugar, el caballero maneja a un hombre tan hosco como el jefe como el pastor conduce al cordero. ¿Qué pensar de todo eso?. Ah, hay nombres que no es prudente pronunciar.
-Continúe, por favor -insistió Delius vivamente interesado, a la par que sus acompañantes y los bandoleros se estrechaban en torno a la hoguera.
-Antes de verme mezclado en el bandidaje, yo era un estudiante brillante en Bucarest. Pero un asunto de venganza acabó definitivamente con todos mis planes -añadió Balcestru-. En esa época, tuve oportunidad de leer libros antiguos y misteriosos, donde hombres sabios se afanaban en estudiar aquellos horrores centenarios que llegaron a nosotros por boca de nuestros abuelos. No se puede entender si no se conoce el terreno que se pisa. Mis sospechas eran mayores por momentos. Esa música inefable escondida en la voz del caballero, ese murmullo con inflexiones inauditas, era como la voz de la Indeseada que llama a la puerta. Dominsky asintió con la cabeza y recibió del desconocido dos sacas. Después, el tipo aquél subió al coche. Un momento después, habían desaparecido. Domisnky nos mostró las monedas de oro que contenían las bolsas y nos dijo que tenía que matar a unos extranjeros al día siguiente y que ese era el precio por el trabajo. Todos sabíamos que era un esfuerzo vano intentar disuadirle, pero yo deseaba saber más sobre aquél asunto. Mi puesto de segundo en la partida me ofrecía esa prerrogativa. Mi vida en el bosque, al aire libre, me ha dado la oportunidad de conocer a gente sorprendente y ha hecho mi espíritu sensible a las vibraciones de las cosas extraordinarias. No reparé en mis compañeros ni en Dominsky que se encontraba ensimismado junto a la fogata y subí a mi caballo, disponiéndome a seguir al carruaje, cuyo traqueteo se oía no muy lejos en la noche. Cabalgué a galope tendido y el bosque se fue desvaneciendo a mi paso velozmente, como en un sueño. Y, sin embargo, no divisaba el coche. El postillón apremiaba de lo lindo a su tiro. Cuando detuve mi cabalgadura en la esquina de una oscura calleja de Koztul, creí que les había perdido la pista. Pero, para mi sorpresa, no fue así. Al otro lado de la calle, junto a la entrada de una casa principal, vi el carruaje estacionado. Los extraños domésticos empolvados, vestidos con sus libreas negras, aguardaban de pie junto al tiro. Más, ¿su amo dónde estaba?. Entonces, mi respiración quedó en suspenso y me sentí palidecer. En lo alto de la escalinata, que llevaba a la gran puerta, un poco a la derecha, junto a una ventana, vi al individuo. Hablaba con una dama de gran belleza a la que, al parecer, poco importaba su buena fama. Pensé que se trataba de un romance mundano, a los que están acostumbrados los caballeros de alta alcurnia. No había duda, era él. Las líneas finas y nobles de su perfil se apreciaban claramente desde donde yo estaba. Parecía susurrarle fascinadoramente a la joven dulces mensajes seductores, apoyada en el antepecho de la ventana la blanca mano aristocrática. Nuevamente me estremecí. Tuve la impresión de que el cuerpo del hombre oscilaba y se empequeñecía después. !Era un hecho!. Había desaparecido ante mis ojos y del lugar en que estuvo parada la figura, comenzó a elevarse una densa columna de niebla, que se filtró en la alcoba a través de la ventana abierta. El viento de otoño trajó el perfume fétido y pesado de las callejas vecinas y el sonoro rumor de un coche sobre el empedrado se oyó no muy lejos. De pronto, en lo alto de la escalera solitaria, él apareció, esbelto y elegante, apoyando su mano enguantada en la rampa de mármol. Descendió serenamente. Cuando se acercó a los criados, les dirigió unas palabras. Los domésticos se inclinaron y dos subieron al pescante y los otros dos en la parte posterior del carruaje. El señor miró a la calle solitaria mientras se llevaba el pañuelo a los labios, que tenía manchados de un líquido oscuro. Se limpió la boca lentamente, tan lentamente que pude distinguir casi cada uno de sus dientes puntiagudos. Así fue como adiviné la naturaleza del elixir que había bebido en casa de la dama. El extranjero entró finalmente en el coche, que se alejó calle abajo.
Regresé lo más rápidamente que pude a estas ruinas, más cuando entré había amanecido ya y Dominsky se había marchado a cumplir la misión que le había encargado el Diablo. No pude avisarle de que sus días estaban contados, pues solamente grandes infortunios suceden a quienes, por un oscuro sino, se cruzan en el camino del impuro cadáver.
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