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12 de Agosto de 1.8...
Hoy gozamos de un tiempo maravilloso. El sol brilla radiante y el viento es apacible. La temperatura ha aumentado considerablemente. Pese a lo magnífico del día, mi ánimo no acompañaba, pues me encontraba débil y, tendida en el sofá, acabé por dormirme. No sé cuanto tiempo pasé durmiendo, pero cuando abrí los ojos comprobé que el día decaía tras los cristales de la ventana. Había alguien más junto a mí, sentado en la butaca junto a la chimenea. Era mi marido que, de manera cariñosa y bromeando, me daba las buenas tardes. No pude contener un estallido de alegría y me arrojé a su cuello como una colegiala. El, notablemente sorprendido y divertido, me examinó atentamente y la expresión de su rostro cambió enseguida pues, sin duda, notó algo que no le gustó, porque me dijo:
-Te veo muy pálida, mi querida Hellen. ¿Te encuentras bien?.
Al oír sus palabras, las lágrimas arrasaron mis ojos, como si se actualizase de súbito el sufrimiento de los últimos días. Había también otro motivo para que me embargara una profunda tristeza: tenía que estar enferma para que reparase en mí. Sin embargo, también consideré que podía ser injusta y no percibir objetivamente las cosas; así que me contuve y resolví poner buena cara. Le dije que me encontraba un poco cansada, que con un poco de descanso me encontraría perfectamente e hice acopio de todas mis energías para aparentar normalidad en lo que quedaba del día. ¡Y que terriblemente mal me sentía!. Se me nublaba la vista, tenía dificultad para respirar e incluso me era penoso pensar. El se deshizo en consejos y dio un sinfín de órdenes a la pobre Tania para que “a la señora nada le faltase” cuando, en realidad, no tenía lo que más necesitaba. También era consciente de que encontrar una solución al problema era casi imposible, pues muchas personas experimentan un verdadero conflicto entre áreas diversas de sus vidas, como el matrimonio y su profesión. Y, en esta época, las necesidades masculinas son imperativas. Nosotras contamos para muy poco, aunque las formas corteses traten de ponernos un velo sobre los ojos. Nada podía hacer yo frente a todo esto, más que resignarme o esperar un cambio poco probable.
Durante la cena Shepherd dio muestras de gran jovialidad y hasta se atrevió con algunos chistes de sabio, que nunca resultan demasiado divertidos. Después del postre, me hizo señas para que le siguiese a su estudio. Una vez allí, Tania trajo el café y, cuando ésta salió, me dijo:
-Mi querida Hellen, eres una mujer encantadora y me has prestado un excelente servicio con tu inmensa paciencia. Esto es algo que nunca podré olvidar, ni recompensártelo suficientemente. Eres la compañera perfecta y tú lo sabes, aunque esta sea la primera vez que te lo diga. Te mereces una parte de la gloria que voy a conquistar, puesto que sin tu colaboración nada de esto hubiera sido posible.
Ante estas afirmaciones me quedé perpleja, sin saber qué contestar.
-Te diré, por ahora, que vamos por buen camino -añadió con satisfacción-. Te recomiendo el silencio más absoluto, aunque solamente sea en esto. ¿Me entiendes?. Hay muchos sabios envidiosos que quisieran arremeter con esta empresa. En su momento, ya te daré más detalles. Pese a que no había entendido una palabra -dudo que algún otro humano sacase mayor entendimiento que yo del asunto-, me hizo jurar que guardaría el “secreto”. En honor a la verdad, he de patentizar que esta era su forma de actuar cuando se encontraba metido en algún asunto científico importante, el cual siempre me participaba cuando sus afirmaciones podía ser respaldadas por la evidencia y, ciertamente, se trataba de asuntos importantes y enriquecedores para mí. Mi actitud negativa, presente internamente de manera casi constante ante su labor científica, nada tenía que ver con él, sino con mi frustración personal de no poder llevar a cabo lo que él realizaba. De haber sido yo un varón y no una chica, ahora me encontraría sumergido en una realidad mucho más rica de la que tengo. Pero también debo ser sincera y sentirme afortunada, pues muchos profesores que conozco relegan a un segundo plano a sus mujeres y en ningún momento hablan con ellas de sus asuntos académicos. Este, a decir verdad, no es, ni de lejos, mi caso. En muchas ocasiones me he sentido culpable por no sentirme más agradecida hacia mi marido y por no valorar apropiadamente la vida que llevo.
Leyó la carta del doctor Ashaer que le entregué. Dijo que su amigo nos invitaba a pasar unos días en la ciudad. Por mi parte, hubiera deseado rehusar la invitación, porque últimamente me encontraba más débil y cansada de lo normal. Y así se lo dije a mi esposo, quien repuso que tampoco deseaba ir a Ovërbeck, porque cierto asunto, que no podía ni eludir ni retardar, le daba vueltas por la cabeza. Y, además, tenía que enviar un detallado informe a sir Archibald. Lo más conveniente sería escribir a nuestros amigos para que dispensasen el que declinásemos su amable invitación y “ponernos manos a la obra”. Y mientras me decía todo esto, asentí maquinalmente y salí de la habitación.
Shepherd estuvo trabajando hasta muy tarde, pues no me di cuenta cuando se acostó. No sé realmente si lo hizo porque, cuando me desperté, oí sus pasos frenéticos en el laboratorio.
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Salvador Alario Bataller
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