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EL RELATO DEL CORONEL ZAMENHOFF
He nacido en la alta Sajonia y en dicha provincia he pasado prácticamente toda mi vida. Bien merece el hombre sensible hacer un largo viaje a las regiones septentrionales, con el fin de conocer las soberbias cascadas que tanto abundan en aquellas latitudes y gozar desde la cumbre de los montes más altos del espectáculo de los inmensos bosques.
Vivía yo en este país encantador y habitaba el castillo familiar. Por este tiempo, era capitán de dragones y me hallaba en mi hacienda disfrutando de un corto permiso. Era invierno y un vasto manto de nieve cubría el paisaje. Desde tiempos inmemoriales, han ido pasando de generación en generación historias maravillosas y fantásticas. No encontrarán ustedes un rumano que no crea a pies juntillas que bajo la clara superficie de la razón y del orden aparente de los acontecimientos diarios, yace el misterio. Se ha hablado siempre de hombres muertos hace tiempo que resucitan y caminan entre los vivos, haciendo fechorías y causando males. A estos espectros se les llama de manera distinta según la comarca, pero constituyen en todas partes un peligro mortal para los vivos. Durante ese tiempo al que me estoy refiriendo, se murmuraba que un vampiro infestaba la región. En las pequeñas villas campesinas, la gente estaba aterrada. Aseguraba que yacía en las ruinas de un monasterio, a unas doce millas de mi heredad. Era uno de esos lugares de leyenda donde nadie se acercaba y que estaba habitado solamente por las lechuzas y los murciélagos. Antes de que cerrara la noche, habíamos vuelto de una cacería y cuando mis huéspedes se acostaron, y se hubo retirado la servidumbre, me recogí en la biblioteca, donde tenía la costumbre de fumar un cigarro antes de dormir. La alta chimenea gótica desprendía un vivo resplandor, en el cual ondulaban fantásticamente las vetas azuladas del humo de mi cigarro. Disfrutaba del profundo silencio de la casa, cuando oí mi nombre que era pronunciado desde el exterior. Me acerqué a la ventana y miré al jardín, donde descubrí una figura en el césped. Desde entonces creo que los presentimientos pueden cumplirse, pues supe desde el principio que aquel era el upiro que estaba atemorizando a las gentes de las aldeas. No era otra cosa que cadáver, envuelto en jirones de su sudario. Tenía blanca y fungosa la tez y sus ojos, hundidos en las cuencas, producían una extraña fascinación sobre mí. Era una criatura horrenda y, no obstante, sentía una emoción extraordinaria y primitiva que se sobreponía a la aprensión y que me vinculaba, de algún modo, con él. Supe que se estaba adueñando de mi voluntad y reaccioné rápidamente.
-¿Qué quieres de mí, maligno espíritu? -dije a voces..
-No soy quien piensas -respondió una voz terrible-. Abre, amigo, que soy un peregrino que busca posada para esta noche.
Con el cuerpo bañado en sudor ardiente me negué a su deseo.
-¿Cómo no me das amparo, castellano? -me dijo-. ¿No te han dicho que no es de buen cristiano negar el hospedaje de tu casa?.
Muchos que ignoraran la naturaleza de tales espíritus, no advirtiendo el peligro que corrían, hubieran abierto las puertas de su casa, albergando entonces a un demonio que no esperaría a la mañana para saciar su apetito. Así que volví a mi butaca y me sumí en la oración. La luz del día me dio aviso de que ya podía estará salvo de la maldita presencia de aquel espectro.
***
He nacido en la alta Sajonia y en dicha provincia he pasado prácticamente toda mi vida. Bien merece el hombre sensible hacer un largo viaje a las regiones septentrionales, con el fin de conocer las soberbias cascadas que tanto abundan en aquellas latitudes y gozar desde la cumbre de los montes más altos del espectáculo de los inmensos bosques.
Vivía yo en este país encantador y habitaba el castillo familiar. Por este tiempo, era capitán de dragones y me hallaba en mi hacienda disfrutando de un corto permiso. Era invierno y un vasto manto de nieve cubría el paisaje. Desde tiempos inmemoriales, han ido pasando de generación en generación historias maravillosas y fantásticas. No encontrarán ustedes un rumano que no crea a pies juntillas que bajo la clara superficie de la razón y del orden aparente de los acontecimientos diarios, yace el misterio. Se ha hablado siempre de hombres muertos hace tiempo que resucitan y caminan entre los vivos, haciendo fechorías y causando males. A estos espectros se les llama de manera distinta según la comarca, pero constituyen en todas partes un peligro mortal para los vivos. Durante ese tiempo al que me estoy refiriendo, se murmuraba que un vampiro infestaba la región. En las pequeñas villas campesinas, la gente estaba aterrada. Aseguraba que yacía en las ruinas de un monasterio, a unas doce millas de mi heredad. Era uno de esos lugares de leyenda donde nadie se acercaba y que estaba habitado solamente por las lechuzas y los murciélagos. Antes de que cerrara la noche, habíamos vuelto de una cacería y cuando mis huéspedes se acostaron, y se hubo retirado la servidumbre, me recogí en la biblioteca, donde tenía la costumbre de fumar un cigarro antes de dormir. La alta chimenea gótica desprendía un vivo resplandor, en el cual ondulaban fantásticamente las vetas azuladas del humo de mi cigarro. Disfrutaba del profundo silencio de la casa, cuando oí mi nombre que era pronunciado desde el exterior. Me acerqué a la ventana y miré al jardín, donde descubrí una figura en el césped. Desde entonces creo que los presentimientos pueden cumplirse, pues supe desde el principio que aquel era el upiro que estaba atemorizando a las gentes de las aldeas. No era otra cosa que cadáver, envuelto en jirones de su sudario. Tenía blanca y fungosa la tez y sus ojos, hundidos en las cuencas, producían una extraña fascinación sobre mí. Era una criatura horrenda y, no obstante, sentía una emoción extraordinaria y primitiva que se sobreponía a la aprensión y que me vinculaba, de algún modo, con él. Supe que se estaba adueñando de mi voluntad y reaccioné rápidamente.
-¿Qué quieres de mí, maligno espíritu? -dije a voces..
-No soy quien piensas -respondió una voz terrible-. Abre, amigo, que soy un peregrino que busca posada para esta noche.
Con el cuerpo bañado en sudor ardiente me negué a su deseo.
-¿Cómo no me das amparo, castellano? -me dijo-. ¿No te han dicho que no es de buen cristiano negar el hospedaje de tu casa?.
Muchos que ignoraran la naturaleza de tales espíritus, no advirtiendo el peligro que corrían, hubieran abierto las puertas de su casa, albergando entonces a un demonio que no esperaría a la mañana para saciar su apetito. Así que volví a mi butaca y me sumí en la oración. La luz del día me dio aviso de que ya podía estará salvo de la maldita presencia de aquel espectro.
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1 Comment:
-
- stultorum said...
9:44 a. m.Fuerte voluntad del Coronel.
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