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EL DIA ULTIMO (1)
En la Transilvania o Siebenburger, como la llaman los sajones, existe un territorio más salvaje que los demás y casi inexplorado. Toda la región es cuna de fenómenos extraños y hechos maravillosos. Dicen que allí ocurren cosas por su género sorprendentes, ante las cuales palidecen incluso los sueños más miríficos. La zona no figura en los mapas oficiales, pero los lugareños la denominan, desde siglos, Scardamalia. Es un condado boscoso y de hermosos valles, casi siempre nevados, pues el clima es riguroso. Cuando Delius y sus amigos llegaron al lugar, la noche se cernía densamente sobre ellos y con ella un presagio de alas negras se abatía sobre el sueño inseguro de los habitantes de las aldeas. Delius veíase como el adalid del sacrificio del hombre por el hombre, dado que el anciano doctor de Maguncia ya no podía competir con él por este título honorífico.
Los relámpagos atravesaban el cielo de vez en cuando, revelando en la distancia, sobre una suave loma alba, una abrupta silueta. Palincsar, el castillo, tenía altos muros y torreones coronados por afiladas cúpulas oscuras, casi siempre cubiertas de hielo. Y tenía también siniestras galerías, amplios salones, con viejos muebles cetrinos y carísimas telas y tapices de Oriente. Y guardaba entre sus muros una bien nutrida biblioteca, donde el tiempo se fue estancando lenta y atemperadamente. Y también había mazmorras, desolados pasadizos y criptas de espanto. El castelul tenía asimismo un cementerio, en el cual descansaban los muertos de la saga de los Ugary, en medio de un silencio inmenso e inquietante. Grotescas esculturas prodigiosas se destacaban pesadamente en la oscuridad.
Al alba, cuando nuestros héroes entraron en el interior del recinto amurallado, comprobaron que el castillo en su totalidad, pese a su buen estado de conservación y magnífica arquitectura, era un símbolo de todas las entidades tenebrosas del abismo profundo. En el ala este, las tétricas avenidas del parque conducían al interior, grandes cámaras poco iluminadas y sobrecogedoras. En todas las estancias, aunque suntuosas, moraban sombras perpetuas, envolviendo un ambiente de tristeza y maldad. A poca distancia del macizo portón principal, se alzaba un tosco puente de piedra, bajo el cual corría un riachuelo que el rigor del clima había convertido en una turbia lengua helada. La cripta, donde encontraron un portentoso sarcófago vacío, era un antro lóbrego y nauseabundo. Durante el atardecer y la noche, en el valle donde se levantaba el castillo, la niebla era tan densa que los viajeros solitarios parecía que marchaban rodeados de fantasmas.
El día transcurrió triste y largamente y, al atardecer, la luz se fue desvaneciendo raudamente y, ya de noche, un solemne y profundo silencio reinaba dentro y fuera de la fortaleza. Delius trazó en el suelo del salón un círculo mágico, al que fortaleció con pequeños trozos de la Sagrada Forma, agua bendita y unos antiguos exhorcismos.
-Entrad en él, amigos míos -dijo-. Aquí estaremos salvos de las entidades maléficas que, sin duda, nos acosarán esta noche.
Era el día de los difuntos. Cuando dieron las doce campanadas, una voz sorda y muy lejana pareció lamentarse a través del silencio. Había como un latido ahogado y doliente en el gran corazón de la noche. Delius trató de tranquilizarse y de dar ánimos, a su vez, a quienes le acompañaban, pero su corazón latía cada vez con mayor violencia.
-¡Presiento que el momento se avecina! -balbució-. Tenemos a Dios de nuestro lado y unas formas santas y exorcismos que nos protegerán sin lugar a dudas.
Miró en derredor. Tenía la frente perlada de sudor y su voz no poseía la seguridad acostumbrada.
-Cierren los ojos, caballeros -añadió-. Es preferible que no vean lo que se abalanzará sobre nosotros cuando Belcebú abra las puertas del Infierno.
-No, desde luego -le respondió Lödenbruk enérgicamente-. Usted no es Ulises ni esta es la roca de las sirenas. Lo que se haga, lo será por todos.
Así esperaron nuestros héroes, como el cazador aguarda quedo y paciente la pieza codiciada. Se escuchó un ruido en el silencio e inmediatamente después, se oyeron pasos en el corredor. Al apercibirlos, nuestros amigos se quedaron pálidos de horror y su pavor fue in crescendo a medida que aquéllos se acercaban a la puerta. Lentamente, una vibración palpable pareció empujar el aire, como si la atmósfera se hinchase y estremeciese, y entró una alta figura, no abriendo la puerta, sino a su través. Era un hombre alto, engalanado a la manera de los caballeros de la época, vestido de negro por entero, y su rostro, aunque hermoso, se encontraba viciado y retorcido por la perversidad. Tenía una expresión arrogante de total seguridad y diabólica exaltación. Era el mismo individuo que habían visto en Koztul de noche, cuando salía de dejar su trágica tarjeta de visita en una rica mansión. El negro abismo de sus ojos les miró desde una faz de cadáver. Tenían ante sí al señor del castillo, el fantasma que poblaba la noche y hacía caer la vida a su alrededor como fruta madura. Había en su figura algo que justificaba plenamente la aversión y el temor que causaba en los mortales la noche y sus insinuaciones. Se hubiese dicho que todo ser humano guardaba muy oculto en su inconsciente el presentimiento de aquel encuentro. Era algo que se temía por instinto, como si se reconociese al propio antagonismo natural por su mera presencia, incluso antes de haberlo visto, sólo con sentir sus pisadas.
En la Transilvania o Siebenburger, como la llaman los sajones, existe un territorio más salvaje que los demás y casi inexplorado. Toda la región es cuna de fenómenos extraños y hechos maravillosos. Dicen que allí ocurren cosas por su género sorprendentes, ante las cuales palidecen incluso los sueños más miríficos. La zona no figura en los mapas oficiales, pero los lugareños la denominan, desde siglos, Scardamalia. Es un condado boscoso y de hermosos valles, casi siempre nevados, pues el clima es riguroso. Cuando Delius y sus amigos llegaron al lugar, la noche se cernía densamente sobre ellos y con ella un presagio de alas negras se abatía sobre el sueño inseguro de los habitantes de las aldeas. Delius veíase como el adalid del sacrificio del hombre por el hombre, dado que el anciano doctor de Maguncia ya no podía competir con él por este título honorífico.
Los relámpagos atravesaban el cielo de vez en cuando, revelando en la distancia, sobre una suave loma alba, una abrupta silueta. Palincsar, el castillo, tenía altos muros y torreones coronados por afiladas cúpulas oscuras, casi siempre cubiertas de hielo. Y tenía también siniestras galerías, amplios salones, con viejos muebles cetrinos y carísimas telas y tapices de Oriente. Y guardaba entre sus muros una bien nutrida biblioteca, donde el tiempo se fue estancando lenta y atemperadamente. Y también había mazmorras, desolados pasadizos y criptas de espanto. El castelul tenía asimismo un cementerio, en el cual descansaban los muertos de la saga de los Ugary, en medio de un silencio inmenso e inquietante. Grotescas esculturas prodigiosas se destacaban pesadamente en la oscuridad.
Al alba, cuando nuestros héroes entraron en el interior del recinto amurallado, comprobaron que el castillo en su totalidad, pese a su buen estado de conservación y magnífica arquitectura, era un símbolo de todas las entidades tenebrosas del abismo profundo. En el ala este, las tétricas avenidas del parque conducían al interior, grandes cámaras poco iluminadas y sobrecogedoras. En todas las estancias, aunque suntuosas, moraban sombras perpetuas, envolviendo un ambiente de tristeza y maldad. A poca distancia del macizo portón principal, se alzaba un tosco puente de piedra, bajo el cual corría un riachuelo que el rigor del clima había convertido en una turbia lengua helada. La cripta, donde encontraron un portentoso sarcófago vacío, era un antro lóbrego y nauseabundo. Durante el atardecer y la noche, en el valle donde se levantaba el castillo, la niebla era tan densa que los viajeros solitarios parecía que marchaban rodeados de fantasmas.
El día transcurrió triste y largamente y, al atardecer, la luz se fue desvaneciendo raudamente y, ya de noche, un solemne y profundo silencio reinaba dentro y fuera de la fortaleza. Delius trazó en el suelo del salón un círculo mágico, al que fortaleció con pequeños trozos de la Sagrada Forma, agua bendita y unos antiguos exhorcismos.
-Entrad en él, amigos míos -dijo-. Aquí estaremos salvos de las entidades maléficas que, sin duda, nos acosarán esta noche.
Era el día de los difuntos. Cuando dieron las doce campanadas, una voz sorda y muy lejana pareció lamentarse a través del silencio. Había como un latido ahogado y doliente en el gran corazón de la noche. Delius trató de tranquilizarse y de dar ánimos, a su vez, a quienes le acompañaban, pero su corazón latía cada vez con mayor violencia.
-¡Presiento que el momento se avecina! -balbució-. Tenemos a Dios de nuestro lado y unas formas santas y exorcismos que nos protegerán sin lugar a dudas.
Miró en derredor. Tenía la frente perlada de sudor y su voz no poseía la seguridad acostumbrada.
-Cierren los ojos, caballeros -añadió-. Es preferible que no vean lo que se abalanzará sobre nosotros cuando Belcebú abra las puertas del Infierno.
-No, desde luego -le respondió Lödenbruk enérgicamente-. Usted no es Ulises ni esta es la roca de las sirenas. Lo que se haga, lo será por todos.
Así esperaron nuestros héroes, como el cazador aguarda quedo y paciente la pieza codiciada. Se escuchó un ruido en el silencio e inmediatamente después, se oyeron pasos en el corredor. Al apercibirlos, nuestros amigos se quedaron pálidos de horror y su pavor fue in crescendo a medida que aquéllos se acercaban a la puerta. Lentamente, una vibración palpable pareció empujar el aire, como si la atmósfera se hinchase y estremeciese, y entró una alta figura, no abriendo la puerta, sino a su través. Era un hombre alto, engalanado a la manera de los caballeros de la época, vestido de negro por entero, y su rostro, aunque hermoso, se encontraba viciado y retorcido por la perversidad. Tenía una expresión arrogante de total seguridad y diabólica exaltación. Era el mismo individuo que habían visto en Koztul de noche, cuando salía de dejar su trágica tarjeta de visita en una rica mansión. El negro abismo de sus ojos les miró desde una faz de cadáver. Tenían ante sí al señor del castillo, el fantasma que poblaba la noche y hacía caer la vida a su alrededor como fruta madura. Había en su figura algo que justificaba plenamente la aversión y el temor que causaba en los mortales la noche y sus insinuaciones. Se hubiese dicho que todo ser humano guardaba muy oculto en su inconsciente el presentimiento de aquel encuentro. Era algo que se temía por instinto, como si se reconociese al propio antagonismo natural por su mera presencia, incluso antes de haberlo visto, sólo con sentir sus pisadas.
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