Découvrez la Radio Jazz vocal
EL DIA ÚLTIMO (3)
Delius suspiró y abrió el libro de oraciones.
-Oremos -empezó.
Y sus palabras surgieron melodiosamente de su garganta y, junto a él, sus compañeros inclinaron la cabeza.
-Señor Dios, por tu misericordia los que han vivido en la fe encuentran la paz eterna. Bendice estas tumbas y envía a tu ángel a vigilarlas. Recibe en Tu presencia los cuerpos de éstos nuestros hermanos que fueron sepultados y despertados después por poderes perversos y deja que con tus santos se regocijen en Ti para siempre. Te lo pedimos por Cristo Nuestro Señor. Amén.
-Amén -murmuró la pequeña congregación.
Y una oleada de estremecimiento sacudió aquellos despojos. Hubo una especie de lamento sordo.
Delius vio que Diphyllus estaba en el mismo borde del círculo, con el rostro aterradoramente contraído por el odio. Bajó la mirada y pasó la hoja del libro de oraciones. Diphyllus puso los pies casi encima del círculo, pero se vio que no tenía fuerza suficientes para atravesarlo. Entonces, se tornó muy lívido. Los dientes le castañeteaban. Los ojos se le abrieron más, de modo que parecían dos globos ensangrentados y flamígeros. Delius tuvo la impresión de que debajo de la pestaña del ojo izquierdo se desprendía una lágrima pero, al detenerse en la mejilla, distinguió con claridad que se trataba de una gota de sangre.
-Con fe en Jesucristo, traemos reverentemente los cuerpos de estos hermanos para enterrarlos en su humana imperfección y así se reintegren al polvo del cual todos venimos.
La voz rebotó en las paredes de piedra del viejo salón, sonando extrañas a los oídos del propio orador. Miró de soslayo a la horrenda concurrencia y volvió nuevamente los ojos al misal.
-Oremos confiados en Dios, que da vida a todas las cosas, para que El eleve estos cuerpos mortales a la perfección y a la compañía de sus santos.
Una mujer, al menos este sexo aparentaba aquel cadáver inmundo que estaba al borde del círculo, empezó a sollozar sonoramente y después se precipitó en el suelo. El señor de los muertos no se había movido, seguía envarado en su sitio, tratando vanamente de alcanzar a nuestros héroes. Volvió la mirada con furor, al que acompañaba el temblor del rostro. Delius pudo ver que dos hilillos de sangre bañaban sus mejillas desde el nacimiento de los ojos, lo cual le daba un aspecto todavía más espeluznante. El señor de Castelul Palincsar por fin desistió. Lanzó una maldición con el puño y se colocó detrás de los muertos. Estos avanzaban constantemente, pero tampoco podían atravesar el círculo que Delius había trazado. Una fuerza misteriosa les obligaba a retroceder tenazmente. Y así, una y otra vez.
Delius volvió la página del libro.
-Oremos a Nuestro Señor Jesucristo por nuestros hermanos -prosiguió-. El nos dijo : “Yo soy la resurrección y la vida ; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente”. Señor, Tú que lloraste a la muerte de Lázaro, tu amigo, consuélanos en nuestro dolor. En nuestra fe te lo pedimos.
-Señor, escucha nuestra súplica -respondió el coro de voces.
Algunos de aquellos seres se balancearon sobre sus plantas y cuando cayeron, quedaron reducidos a polvo. En un rincón, oculto en densas tinieblas, Diphyllus gruñía sordamente y pronunciaba palabras terribles que parecían rebotar de los muros de la estancia, ora aumentando, ora disminuyendo en intensidad, fluctuando de manera enloquecedora. Pronunció unas imprecaciones en una lengua incomprensible y a Delius no le cupo la menor duda de que su adversario estaba realizando un maleficio. A las palabras del vampiro, se levantó un fuerte viento por todo el recinto del salón y se oyó un rumor infernal, de naturaleza terrorífica e indefinible. Algo golpeaba los cristales de las ventanas, como si intentara penetrar en el interior. El brujo no-muerto, el mago póstumo, el eyalik, estaba pronunciando un hechizo. Los cristales se rompieron con gran estrépito volando a vertiginosa velocidad sobre nuestros amigos, aunque ninguno de ellos resultó herido.
-Tú que devolviste al muerto a la vida, da a nuestros hermanos la vida eterna. En nuestra fe te lo pedimos.
-Señor, escucha nuestra súplica.
Algunos cadáveres habían comenzado a mecerse hacia atrás y hacia adelante, gimiendo.
-Nuestros hermanos fueron lavados por las aguas del bautismo; dales la compañía de todos tus santos. En nuestra fe te lo pedimos.
-Señor, escucha nuestra súplica -respondieron las voces.
De pronto, el conde salió de la oscuridad, donde había estado hasta entonces. Su aspecto era aún más espantoso que la primera vez. En el fondo de las densas tinieblas, su rostro parecía una máscara contraída trágicamente por una gran mueca. Asustado, Delius bajó la mirada y buscó nerviosamente en el misal el párrafo con que proseguir. Los dientes de Diphyllus le castañeteaban de un modo terrible y los labios se le retorcían convulsamente mientras prorrumpía en salvajes maldiciones. Delius sentía sobre sí su aliento fétido y temió derrumbarse. En el salón se levantó un torbellino, los cuadros cayeron estrepitosamente al suelo y se rasgaron los tapices en los muros. Saltaron los goznes de las puertas y por las ventanas penetró una inenarrable legión de seres macabros y espantosos. Eran los malos espíritus que volaban por el aire, tratando de atrapar inútilmente a los Escépticos.
-Se nutrieron de Tu cuerpo y de Tu sangre ; dales un lugar en la mesa de Tu reino celestial. En nuestra fe te lo pedimos.
-Señor, escucha nuestra súplica.
Todas aquellas criaturas del abismo, trataban de alcanzar a nuestros héroes pero no conseguían lastimarles, pues el círculo mágico les mantenía salvos.
-Consuélanos en nuestro dolor por la muerte de nuestros hermanos, que fueron arrancados del sueño eterno por medición del Malo. Que nuestra fe sea nuestro consuelo y la vida eterna nuestra esperanza. En nuestra fe te lo pedimos.
-Señor, escucha nuestra súplica.
Los muertos estaban mudos y quietos, como burdas figuras de una feria de horrores. De repente, el silencio había renacido en el salón. Se escuchó el lejano aullar de los lobos.
-Oremos como nos enseñó Nuestro Señor -dijo Delius con vehemencia-. Padre Nuestro, que estás en los Cielos...
-¡No! -vociferó Diphyllus y se precipitó hacia adelante con las manos contraídas como garras.
El conde vampiro se tambaleó al borde del círculo sacro y una fuerza indescriptible pareció empujarle hacia atrás, arrasando en su caída a algunos cadáveres que se desintegraron por el choque, desmoronándose con un ruido sordo; mientras, sus ojos brillantes y ávidos recogieron la escena de la derrota. Al levantar la cabeza, Delius pudo ver como la última figura se estaba desintegrando, derrumbándose lentamente como un castillo de arena. La oración tocaba a su fin.
- ...Y no nos dejes caer en la tentación, más líbranos del mal. Amén.
Con el rabillo del ojo, Delius vio que el conde retrocedía torpemente, tropezando a cada paso con restos inmundos, mientras maldecía con voz cavernosa.
Los muertos habían sido reducidos a polvo y cenizas y la multitud de duendes y diablos habían desaparecido, empujados al averno de donde procedían. Pero, ¡era tan terrible todo aquello!. El velo del más allá tenía un agujero y Delius podía ver al rey de los muertos, con sus ojos grandes y rojos, aterradoramente brillantes entre dos anillos de sangre coagulada.
Suspiró y abrió nuevamente el libro.
-En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo y de la Virgen María -añadió con honda emoción-. Bendigo este lugar.
Y las palabras acudieron a sus labios con gran autoridad. Era la fe la que daba aquel temple soberano al timbre se su voz.
-El Señor es mi pastor, nada me ha de faltar.
La voz de todos se unió a la recitación.
-El me lleva a pacer en las verdes praderas. El me guía más allá de las aguas inmóviles. El reconforta mi alma.
Todavía no era de día, pero ya clareaba el alba en los torreones que enfilaban hacia oriente. El conde permanecía de pie, con la mirada asombrada sobre el montón de polvo y huesos carcomidos que era cuanto quedaba de su macabra cohorte. Y luego estalló en mil imprecaciones, mirando a sus adversarios con ojos de hiena. Sus ojos no habían visto la franja rosácea que, de un modo casi imperceptible iba levantándose por detrás de los picos nevados. La esperanza y el triunfo fue mayor que nunca y los Escépticos respiraron como si acabaran de pasar a nado una impetuosa corriente. Un odio diabólico había llevado aquel ser de pesadilla a bajar la guardia, sin reparar en las seguras, graves y definitivas consecuencias.
-La fuerza de Su nombre me guía por la senda del bien y aunque marche por el valle de las sombras de la muerte, no temeré el mal porque Tú estarás conmigo.
Se hizo evidente que a Diphyllus se le hacía difícil respirar. Todo su cuerpo temblaba y los rasgos de su cara se contrajeron y desencajaron. Estaba comenzando su ocaso. La sonrisa sardónica desapareció de su cara cuando vio que el sol estaba ya alto en el firmamento.
-Tu báculo y Tu cayado me consuelan. Tú preparas la mesa para mí en presencia de mis enemigos. Tu unges con aceite mi cabeza y haces desbordar mi copa. Sin duda, la bondad y la misericordia podrán acompañarme hasta el término de mis días. Y en la casa del Señor moraré por largos días.
La respuesta del señor de Scardamalia fue un gruñido y Delius vio que el fondo de esos ojos vacíos estaba apagado. Dentro de esas cavernas estremecedoras había existido momentos antes una mirada fulgente, tenebrosos mundos de sangre y sufrimiento. El sol estaba entrando a raudales en la vieja cámara. Von Diphyllus dejó de forcejear, nada en él se movía y, de súbito, su boca se abrió al máximo, culminando en un grito extraño que fue muriendo gradualmente, como si el ser maldito que lo había proferido se retirase hacia el fin del abismo de donde había venido. Los que le miraban sintieron frío dentro de los tuétanos. El ser que aborrecemos desde que nacemos, el demonio de nuestra vida, estaba entrando en un proceso de consunción. Pero ninguno sintió piedad, había en sus corazones una necesidad imperiosa de matar al enemigo innato de la felicidad, a ese inmundo espíritu que representaba el horror primigenio del hombre. Segundos después, pareció que el cuerpo se alargara y se volviera traslúcido y, al instante, el fulgor blanco del sol iluminó la pared desnuda.
Era completamente de día y toda la Transilvania estaba iluminada por el sol y en Palincsar sus rayos caían blandamente sobre la nieve, las murallas, las cúpulas, los contrafuertes y sobre el osario y las vetustas losas del cementerio.
Cuando nuestros amigos llegaron a Koztul, era casi mediodía. Estaban literalmente agotados, por lo cual recibieron de mala gana el que Fegosy se les acercase. Tenía el rostro exultante, la sonrisa dilatada.
-Aunque nuestros puntos de vista sobre el problema sean diferentes, hemos de felicitarnos, puesto que la "epidemia" del doctor Hunyadi parece haber terminado -dijo.
Y después añadió con gran satisfacción:
-No he de negarles que me sorprende la coincidencia de la exhumación de cadáveres y el final de la pesadilla. Sea como fuera, mediara en el asunto Vlouslak o el mal de ojo, me siento satisfecho. ¿Qué dirá ahora nuestro ilustre doctor?. ¿Saben que llegó a calificarme públicamente de demente? -agregó enojado-. El me difamó impunemente; ese carcamal presumido, con sus teorías simplistas, sus palabras rebuscadas y su ridículo chalequín rojo, se atrevió a llamar loco al gran Wujek Fegosi. Dicen que ahora va con el rabo entre las piernas, que apenas se le vé y que prácticamente no sale de casa. Hay efectivamente en el mundo un poco de justicia, porque al final la razón es de quien se la merece.
Fegosy hablaba y hablaba, rodeándose de laureles y criticando a la ciencia oficial del doctor Hunyadi. Sin embargo, sus palabras no eran escuchadas por nadie, perdiéndose en el vacío, pues la mente de los Escépticos vagaba por otros lugares, en el país natal, anhelando la paz y el descanso. Delius soñaba con volver a su castillo y allí, parado en el vestíbulo del hotel, se lo imaginaba vívidamente, de una manera tan real que parecía tenerlo delante, que podía tocarlo con sólo alargar la mano.
***
-Oremos -empezó.
Y sus palabras surgieron melodiosamente de su garganta y, junto a él, sus compañeros inclinaron la cabeza.
-Señor Dios, por tu misericordia los que han vivido en la fe encuentran la paz eterna. Bendice estas tumbas y envía a tu ángel a vigilarlas. Recibe en Tu presencia los cuerpos de éstos nuestros hermanos que fueron sepultados y despertados después por poderes perversos y deja que con tus santos se regocijen en Ti para siempre. Te lo pedimos por Cristo Nuestro Señor. Amén.
-Amén -murmuró la pequeña congregación.
Y una oleada de estremecimiento sacudió aquellos despojos. Hubo una especie de lamento sordo.
Delius vio que Diphyllus estaba en el mismo borde del círculo, con el rostro aterradoramente contraído por el odio. Bajó la mirada y pasó la hoja del libro de oraciones. Diphyllus puso los pies casi encima del círculo, pero se vio que no tenía fuerza suficientes para atravesarlo. Entonces, se tornó muy lívido. Los dientes le castañeteaban. Los ojos se le abrieron más, de modo que parecían dos globos ensangrentados y flamígeros. Delius tuvo la impresión de que debajo de la pestaña del ojo izquierdo se desprendía una lágrima pero, al detenerse en la mejilla, distinguió con claridad que se trataba de una gota de sangre.
-Con fe en Jesucristo, traemos reverentemente los cuerpos de estos hermanos para enterrarlos en su humana imperfección y así se reintegren al polvo del cual todos venimos.
La voz rebotó en las paredes de piedra del viejo salón, sonando extrañas a los oídos del propio orador. Miró de soslayo a la horrenda concurrencia y volvió nuevamente los ojos al misal.
-Oremos confiados en Dios, que da vida a todas las cosas, para que El eleve estos cuerpos mortales a la perfección y a la compañía de sus santos.
Una mujer, al menos este sexo aparentaba aquel cadáver inmundo que estaba al borde del círculo, empezó a sollozar sonoramente y después se precipitó en el suelo. El señor de los muertos no se había movido, seguía envarado en su sitio, tratando vanamente de alcanzar a nuestros héroes. Volvió la mirada con furor, al que acompañaba el temblor del rostro. Delius pudo ver que dos hilillos de sangre bañaban sus mejillas desde el nacimiento de los ojos, lo cual le daba un aspecto todavía más espeluznante. El señor de Castelul Palincsar por fin desistió. Lanzó una maldición con el puño y se colocó detrás de los muertos. Estos avanzaban constantemente, pero tampoco podían atravesar el círculo que Delius había trazado. Una fuerza misteriosa les obligaba a retroceder tenazmente. Y así, una y otra vez.
Delius volvió la página del libro.
-Oremos a Nuestro Señor Jesucristo por nuestros hermanos -prosiguió-. El nos dijo : “Yo soy la resurrección y la vida ; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente”. Señor, Tú que lloraste a la muerte de Lázaro, tu amigo, consuélanos en nuestro dolor. En nuestra fe te lo pedimos.
-Señor, escucha nuestra súplica -respondió el coro de voces.
Algunos de aquellos seres se balancearon sobre sus plantas y cuando cayeron, quedaron reducidos a polvo. En un rincón, oculto en densas tinieblas, Diphyllus gruñía sordamente y pronunciaba palabras terribles que parecían rebotar de los muros de la estancia, ora aumentando, ora disminuyendo en intensidad, fluctuando de manera enloquecedora. Pronunció unas imprecaciones en una lengua incomprensible y a Delius no le cupo la menor duda de que su adversario estaba realizando un maleficio. A las palabras del vampiro, se levantó un fuerte viento por todo el recinto del salón y se oyó un rumor infernal, de naturaleza terrorífica e indefinible. Algo golpeaba los cristales de las ventanas, como si intentara penetrar en el interior. El brujo no-muerto, el mago póstumo, el eyalik, estaba pronunciando un hechizo. Los cristales se rompieron con gran estrépito volando a vertiginosa velocidad sobre nuestros amigos, aunque ninguno de ellos resultó herido.
-Tú que devolviste al muerto a la vida, da a nuestros hermanos la vida eterna. En nuestra fe te lo pedimos.
-Señor, escucha nuestra súplica.
Algunos cadáveres habían comenzado a mecerse hacia atrás y hacia adelante, gimiendo.
-Nuestros hermanos fueron lavados por las aguas del bautismo; dales la compañía de todos tus santos. En nuestra fe te lo pedimos.
-Señor, escucha nuestra súplica -respondieron las voces.
De pronto, el conde salió de la oscuridad, donde había estado hasta entonces. Su aspecto era aún más espantoso que la primera vez. En el fondo de las densas tinieblas, su rostro parecía una máscara contraída trágicamente por una gran mueca. Asustado, Delius bajó la mirada y buscó nerviosamente en el misal el párrafo con que proseguir. Los dientes de Diphyllus le castañeteaban de un modo terrible y los labios se le retorcían convulsamente mientras prorrumpía en salvajes maldiciones. Delius sentía sobre sí su aliento fétido y temió derrumbarse. En el salón se levantó un torbellino, los cuadros cayeron estrepitosamente al suelo y se rasgaron los tapices en los muros. Saltaron los goznes de las puertas y por las ventanas penetró una inenarrable legión de seres macabros y espantosos. Eran los malos espíritus que volaban por el aire, tratando de atrapar inútilmente a los Escépticos.
-Se nutrieron de Tu cuerpo y de Tu sangre ; dales un lugar en la mesa de Tu reino celestial. En nuestra fe te lo pedimos.
-Señor, escucha nuestra súplica.
Todas aquellas criaturas del abismo, trataban de alcanzar a nuestros héroes pero no conseguían lastimarles, pues el círculo mágico les mantenía salvos.
-Consuélanos en nuestro dolor por la muerte de nuestros hermanos, que fueron arrancados del sueño eterno por medición del Malo. Que nuestra fe sea nuestro consuelo y la vida eterna nuestra esperanza. En nuestra fe te lo pedimos.
-Señor, escucha nuestra súplica.
Los muertos estaban mudos y quietos, como burdas figuras de una feria de horrores. De repente, el silencio había renacido en el salón. Se escuchó el lejano aullar de los lobos.
-Oremos como nos enseñó Nuestro Señor -dijo Delius con vehemencia-. Padre Nuestro, que estás en los Cielos...
-¡No! -vociferó Diphyllus y se precipitó hacia adelante con las manos contraídas como garras.
El conde vampiro se tambaleó al borde del círculo sacro y una fuerza indescriptible pareció empujarle hacia atrás, arrasando en su caída a algunos cadáveres que se desintegraron por el choque, desmoronándose con un ruido sordo; mientras, sus ojos brillantes y ávidos recogieron la escena de la derrota. Al levantar la cabeza, Delius pudo ver como la última figura se estaba desintegrando, derrumbándose lentamente como un castillo de arena. La oración tocaba a su fin.
- ...Y no nos dejes caer en la tentación, más líbranos del mal. Amén.
Con el rabillo del ojo, Delius vio que el conde retrocedía torpemente, tropezando a cada paso con restos inmundos, mientras maldecía con voz cavernosa.
Los muertos habían sido reducidos a polvo y cenizas y la multitud de duendes y diablos habían desaparecido, empujados al averno de donde procedían. Pero, ¡era tan terrible todo aquello!. El velo del más allá tenía un agujero y Delius podía ver al rey de los muertos, con sus ojos grandes y rojos, aterradoramente brillantes entre dos anillos de sangre coagulada.
Suspiró y abrió nuevamente el libro.
-En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo y de la Virgen María -añadió con honda emoción-. Bendigo este lugar.
Y las palabras acudieron a sus labios con gran autoridad. Era la fe la que daba aquel temple soberano al timbre se su voz.
-El Señor es mi pastor, nada me ha de faltar.
La voz de todos se unió a la recitación.
-El me lleva a pacer en las verdes praderas. El me guía más allá de las aguas inmóviles. El reconforta mi alma.
Todavía no era de día, pero ya clareaba el alba en los torreones que enfilaban hacia oriente. El conde permanecía de pie, con la mirada asombrada sobre el montón de polvo y huesos carcomidos que era cuanto quedaba de su macabra cohorte. Y luego estalló en mil imprecaciones, mirando a sus adversarios con ojos de hiena. Sus ojos no habían visto la franja rosácea que, de un modo casi imperceptible iba levantándose por detrás de los picos nevados. La esperanza y el triunfo fue mayor que nunca y los Escépticos respiraron como si acabaran de pasar a nado una impetuosa corriente. Un odio diabólico había llevado aquel ser de pesadilla a bajar la guardia, sin reparar en las seguras, graves y definitivas consecuencias.
-La fuerza de Su nombre me guía por la senda del bien y aunque marche por el valle de las sombras de la muerte, no temeré el mal porque Tú estarás conmigo.
Se hizo evidente que a Diphyllus se le hacía difícil respirar. Todo su cuerpo temblaba y los rasgos de su cara se contrajeron y desencajaron. Estaba comenzando su ocaso. La sonrisa sardónica desapareció de su cara cuando vio que el sol estaba ya alto en el firmamento.
-Tu báculo y Tu cayado me consuelan. Tú preparas la mesa para mí en presencia de mis enemigos. Tu unges con aceite mi cabeza y haces desbordar mi copa. Sin duda, la bondad y la misericordia podrán acompañarme hasta el término de mis días. Y en la casa del Señor moraré por largos días.
La respuesta del señor de Scardamalia fue un gruñido y Delius vio que el fondo de esos ojos vacíos estaba apagado. Dentro de esas cavernas estremecedoras había existido momentos antes una mirada fulgente, tenebrosos mundos de sangre y sufrimiento. El sol estaba entrando a raudales en la vieja cámara. Von Diphyllus dejó de forcejear, nada en él se movía y, de súbito, su boca se abrió al máximo, culminando en un grito extraño que fue muriendo gradualmente, como si el ser maldito que lo había proferido se retirase hacia el fin del abismo de donde había venido. Los que le miraban sintieron frío dentro de los tuétanos. El ser que aborrecemos desde que nacemos, el demonio de nuestra vida, estaba entrando en un proceso de consunción. Pero ninguno sintió piedad, había en sus corazones una necesidad imperiosa de matar al enemigo innato de la felicidad, a ese inmundo espíritu que representaba el horror primigenio del hombre. Segundos después, pareció que el cuerpo se alargara y se volviera traslúcido y, al instante, el fulgor blanco del sol iluminó la pared desnuda.
Era completamente de día y toda la Transilvania estaba iluminada por el sol y en Palincsar sus rayos caían blandamente sobre la nieve, las murallas, las cúpulas, los contrafuertes y sobre el osario y las vetustas losas del cementerio.
Cuando nuestros amigos llegaron a Koztul, era casi mediodía. Estaban literalmente agotados, por lo cual recibieron de mala gana el que Fegosy se les acercase. Tenía el rostro exultante, la sonrisa dilatada.
-Aunque nuestros puntos de vista sobre el problema sean diferentes, hemos de felicitarnos, puesto que la "epidemia" del doctor Hunyadi parece haber terminado -dijo.
Y después añadió con gran satisfacción:
-No he de negarles que me sorprende la coincidencia de la exhumación de cadáveres y el final de la pesadilla. Sea como fuera, mediara en el asunto Vlouslak o el mal de ojo, me siento satisfecho. ¿Qué dirá ahora nuestro ilustre doctor?. ¿Saben que llegó a calificarme públicamente de demente? -agregó enojado-. El me difamó impunemente; ese carcamal presumido, con sus teorías simplistas, sus palabras rebuscadas y su ridículo chalequín rojo, se atrevió a llamar loco al gran Wujek Fegosi. Dicen que ahora va con el rabo entre las piernas, que apenas se le vé y que prácticamente no sale de casa. Hay efectivamente en el mundo un poco de justicia, porque al final la razón es de quien se la merece.
Fegosy hablaba y hablaba, rodeándose de laureles y criticando a la ciencia oficial del doctor Hunyadi. Sin embargo, sus palabras no eran escuchadas por nadie, perdiéndose en el vacío, pues la mente de los Escépticos vagaba por otros lugares, en el país natal, anhelando la paz y el descanso. Delius soñaba con volver a su castillo y allí, parado en el vestíbulo del hotel, se lo imaginaba vívidamente, de una manera tan real que parecía tenerlo delante, que podía tocarlo con sólo alargar la mano.
***
1 Comment:
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
Salvador Alario Bataller
Lugar:
Avda, Blasco Ibáñez, nº.126, 6º, 28ª
Valencia
46022
Spain
Teléfono:
963724197
E-mail:
alario7@msn.com
Enviar un mensaje a este usuario.
SAludos