Découvrez la Radio Jazz vocal
DIARIO DE HELLEN BROADHURST
30 de Junio de 1.8...
Hay experiencias en nuestras vidas que dejan un impacto tumultuoso sobre nuestra personalidad sin que podamos comprender las razones de su efecto. Ni tan siquiera estamos seguros de su veracidad. Los antiguos terrores, quizás los que arrastramos desde el nacimiento, vuelan sobre nosotros como palomas negras y, alguna vez, se nos posan en el hombro, a modo de un signo inequívoco de fatalidad. ¿Soy acaso la misma?. Algo que no puedo adivinar, de una manera sutil y terrible, llega a perturbar mi identidad y lleva la intranquilidad a mi conciencia... Vuelven, una vez más, las angustias de la infancia, aunque con distinta apariencia. Pero las pesadillas están ahí y el miedo. En ocasiones he invocado un nombre, que no recuerdo. Sé que desde niña alguien estaba siempre donde yo me hallaba y temía sus inclinaciones. Ya entonces el pánico cayó sobre mí como un signo fatal, una aprensión que no me ha abandonado, que he llevado siempre en mis adentros. Ahora he vuelto a sentir ese pavor. Soy consiente de que no es lógico que la mera expectativa de ese viaje despierte en mí tanta confusión, excitando en mi pecho la idea de alguna calamidad, de presentimiento de alguna catástrofe. Tengo la certidumbre de que en algún momento indefinido de mi existencia, mucho ha, alguien mi visitó. Le recuerdo como en sueños, una forma vaga e insinuante. Dormida, no obstante, sentía sus manos frías sobre mis hombros. Abundaba en su contacto lo extraño, lo licencioso, lo prohibido, lo hermoso, pero también lo maligno y lo repelente. Por un tiempo todo quedó inmóvil. Yo sabía que se había marchado. ¿Quién?. ¿Adónde?. Recuerdo también que en su lugar quedó una vaga aprehensión y, he de confesarlo, un gran vacío. ¿Qué era aquello que temía?. ¿Qué parte substancial de mí misma había perdido con su partida?. Me faltan, aún ahora, las respuestas. Después,... veinte años de tranquilidad, de silencio, de una paz ganada con no poco sufrimiento... Y anoche oí de nuevo su voz, ese tañido que se levanta sobre nubes oscuras y ominosas.
También soñé. ¡Qué pesadilla tan desazonante!. Me hallaba en un bosque desconocido. La oscuridad me envolvía. Recuerdo que me encontraba transida por el cansancio, tenía el cuerpo empapado de sudor y necesitaba, sobre todo y apremiantemente, un poco de descanso. Pero una fuerza superior a mi voluntad me empujaba a seguir adelante a cada momento. Oí, entonces, un ruido sobre mi cabeza. Escuche atentamente, pero ya no lo percibía . De nuevo, a los breves instantes, volví a oír aquel extraño rumor, como el aleteo de un pájaro. En aquel momento, surgiendo de las tinieblas, a pasos lentos, como un fantasma, una efigie arrancada de un remoto pasado, un hombre casi, un demonio tal vez, se me acercó. En ese momento me di cuenta que la niebla me envolvía y que el extraño parecía deslizarse sobre ella, lentamente, como un barco sobre las olas de un mar tranquilo. Se quedó inmóvil, mirándome y sus ojos produjeron en mí una deliciosa sensación de plenitud y gozo, como si todos mis deseos hubiesen sido colmados en el acto. Ya no tuve miedo a partir de entonces, ni el menor deseo de escapar, ni un adarme de zozobra; únicamente experimentaba el anhelo vehemente de permanecer allí para siempre, porque entendía que aquél sitio era al que me llevaría el destino en el camino de mi vida. Recorrieron mi mente extrañas imágenes. La noche me envolvía ahora más densa que nunca, más susurrante, más placentera, a despecho de que la oscuridad devino mucho más cerrada que el fondo del abismo. Oí, asimismo, una música salvaje, extraordinaria, como nacida de antiguas épocas olvidadas. Vi al hombre muy cerca de mí, su cara de halcón y, pese a tener en sus facciones un sesgo de depravación indescriptible, me resultó deseable. Vi también una procesión de seres horrendos que me llamaban pronunciando mi nombre como en un susurro. Me resultaron familiares y algunos de ellos me llamaron "hermana". Y vi también el castillo, el hogar, una fortaleza tan grande y siniestra como ningún otro humano viera en vida.
Oh,... ¡como era traída y llevada por turbios senderos a lo largo de horas de alas sombrías!; ninguna luz iluminaba el melancólico lugar, funesto y maloliente, con viejas paredes llenas de moho y de humedad. Había muchos ataúdes, todos en sus nichos correspondientes. A pesar de la lobreguez que me circundaba, era aquel el mejor de los sitios. La luna, a través de una abertura del techo abovedado, enviaba su luz tenue sobre el fúnebre escenario. Sus rayos se reflejaban en las placas de los féretros, muchos adornados con los escudos de esas familias que llevan honores hasta las puertas de la muerte. Nombres extranjeros, que no puedo evocar. A mi lado, bañada por el rayo de luna, vi una joven bellísima. Yacía en su féretro abierto, en su muerte aparente, aguardando el momento. Algo dentro de mí me decía que la vida no se había consumido en ella completamente y que un misterioso hilo la unía todavía al destino de los hombres. Nunca deseó volver, pero era más consciente que nunca que no estaba en las manos de los vivos el poder de decidir. De súbito, oí que alguien se acercaba. Los pasos que resonaban en la cámara vecina tenían un propósito definido y conocían muy bien el suelo que pisaban. Un momento después, una alta figura quedó enmarcada en el arco gótico. Era él, por fin, un ser de rostro enérgico de grandes bigotes y ojos coléricos, que fulguraban con la expresión de quien está acostumbrado a ser obedecido. De la oscuridad del pasado emergen los seres que se quieren olvidar, aquellos innombrables que envenenan el aire con la ponzoña de sus almas. El no era igual a ellos, no pertenecía a sus filas, porque ostentaba el don de la primacía. Era su rey.
Me dirigió unas palabras y recuerdo haber pronunciado, junto a mi asentimiento más absoluto, la palabra Maestro. Afuera un gran carruaje negro me aguardaba. Estaba en el patio del castillo, esa formidable fortaleza que había visto por primera vez momentos antes, aunque tenía la impresión de haber estado allí en ocasiones anteriores. Me era tan familiar y grata como la casa en que nací. Quizás fuera esta la realidad, tal vez no había otro hogar más que éste para mí.
Subí al coche y volví sobre un camino, que se me antojó ser la senda del pasado, a cuyo fin me aguardaba algo familiar. Mortales emociones me hendían el corazón como el bisturí del cirujano. Odiaba, odiaba profundamente y ese odio cerval estaba destinado a los seres amados. Antaño había luchado, me decía, había sufrido, había soportado hasta el final mi degradación. Ahora el recuerdo no podía hacerme sufrir. Un rencor salvaje y primitivo me impelía. El viento torrencial, casi huracanado, aullaba al pasar entre la densa arboleda del jardín, tan ominosamente que excitó mi ánimo todavía más. Las luces, en el pequeño laboratorio, estaban encendidas. Sabía que le encontraría allí, tiempo de sobra tuve en el pasado para aprender sus costumbres. Supe, también, que me hallaba en Inglaterra y en la proximidad de un hombre al que amé. Por eso, en mi pecho sin corazón hubo un vago sentimiento de ternura. Nada podría detenerme, sin embargo.
Shepherd se había quedado dormido sobre el escritorio, rendido de sueño y de cansancio. Tenía que vengar mi vida. La respiración del hombre llegó hasta mí como un reto, regular y fuerte. Bastaba con apretar un poco su cuello y quebrantarlo. Entonces supe que había despertado, que había retornado al reino de la conciencia, antes de que sus ojos se abrieran. Miró confuso alrededor, porque se había apercibido de mi presencia, aunque yo permanecía oculta en la oscuridad. Preguntó quién estaba allí y ya no me oculté ante él. Encendió la luz y me vio. El nunca había previsto encontrarme de nuevo. Su rostro perdió el color; santiguóse y se quedó inmóvil, como una figura de cera. Algo, en su pecho, se había roto.
Salí al exterior y subí a la carroza. Inundaba mi pecho un exhultante sentimiento de liberación y de dicha. Había terminado una parte de mi historia y ahora comenzaba otra cuyo final desconocía.
Cuando desperté estaba confundida, con el cuerpo bañado en sudor, el corazón en un pálpito y víctima de una angustiosa sensación de irrealidad. ¿Qué me había sucedido?. ¿Qué especie de locura se había arrastrado en mi sueño?. La mía es una historia singular, de cuyas confidencias nadie jamás ha participado; nadie sabe de mis penalidades ni de mis dudas. Aunque mi juicio se vuelve cada vez más débil y confuso, me siento reacia a remover las cenizas de semejantes recuerdos. A Shepherd no quisiera rehusarle nada, pues le amo. Y, sin embargo, esta noche acabo de desear su muerte; Dios me perdone. Debo arrancar de mi mente esa ilusión diabólica.
***
Hay experiencias en nuestras vidas que dejan un impacto tumultuoso sobre nuestra personalidad sin que podamos comprender las razones de su efecto. Ni tan siquiera estamos seguros de su veracidad. Los antiguos terrores, quizás los que arrastramos desde el nacimiento, vuelan sobre nosotros como palomas negras y, alguna vez, se nos posan en el hombro, a modo de un signo inequívoco de fatalidad. ¿Soy acaso la misma?. Algo que no puedo adivinar, de una manera sutil y terrible, llega a perturbar mi identidad y lleva la intranquilidad a mi conciencia... Vuelven, una vez más, las angustias de la infancia, aunque con distinta apariencia. Pero las pesadillas están ahí y el miedo. En ocasiones he invocado un nombre, que no recuerdo. Sé que desde niña alguien estaba siempre donde yo me hallaba y temía sus inclinaciones. Ya entonces el pánico cayó sobre mí como un signo fatal, una aprensión que no me ha abandonado, que he llevado siempre en mis adentros. Ahora he vuelto a sentir ese pavor. Soy consiente de que no es lógico que la mera expectativa de ese viaje despierte en mí tanta confusión, excitando en mi pecho la idea de alguna calamidad, de presentimiento de alguna catástrofe. Tengo la certidumbre de que en algún momento indefinido de mi existencia, mucho ha, alguien mi visitó. Le recuerdo como en sueños, una forma vaga e insinuante. Dormida, no obstante, sentía sus manos frías sobre mis hombros. Abundaba en su contacto lo extraño, lo licencioso, lo prohibido, lo hermoso, pero también lo maligno y lo repelente. Por un tiempo todo quedó inmóvil. Yo sabía que se había marchado. ¿Quién?. ¿Adónde?. Recuerdo también que en su lugar quedó una vaga aprehensión y, he de confesarlo, un gran vacío. ¿Qué era aquello que temía?. ¿Qué parte substancial de mí misma había perdido con su partida?. Me faltan, aún ahora, las respuestas. Después,... veinte años de tranquilidad, de silencio, de una paz ganada con no poco sufrimiento... Y anoche oí de nuevo su voz, ese tañido que se levanta sobre nubes oscuras y ominosas.
También soñé. ¡Qué pesadilla tan desazonante!. Me hallaba en un bosque desconocido. La oscuridad me envolvía. Recuerdo que me encontraba transida por el cansancio, tenía el cuerpo empapado de sudor y necesitaba, sobre todo y apremiantemente, un poco de descanso. Pero una fuerza superior a mi voluntad me empujaba a seguir adelante a cada momento. Oí, entonces, un ruido sobre mi cabeza. Escuche atentamente, pero ya no lo percibía . De nuevo, a los breves instantes, volví a oír aquel extraño rumor, como el aleteo de un pájaro. En aquel momento, surgiendo de las tinieblas, a pasos lentos, como un fantasma, una efigie arrancada de un remoto pasado, un hombre casi, un demonio tal vez, se me acercó. En ese momento me di cuenta que la niebla me envolvía y que el extraño parecía deslizarse sobre ella, lentamente, como un barco sobre las olas de un mar tranquilo. Se quedó inmóvil, mirándome y sus ojos produjeron en mí una deliciosa sensación de plenitud y gozo, como si todos mis deseos hubiesen sido colmados en el acto. Ya no tuve miedo a partir de entonces, ni el menor deseo de escapar, ni un adarme de zozobra; únicamente experimentaba el anhelo vehemente de permanecer allí para siempre, porque entendía que aquél sitio era al que me llevaría el destino en el camino de mi vida. Recorrieron mi mente extrañas imágenes. La noche me envolvía ahora más densa que nunca, más susurrante, más placentera, a despecho de que la oscuridad devino mucho más cerrada que el fondo del abismo. Oí, asimismo, una música salvaje, extraordinaria, como nacida de antiguas épocas olvidadas. Vi al hombre muy cerca de mí, su cara de halcón y, pese a tener en sus facciones un sesgo de depravación indescriptible, me resultó deseable. Vi también una procesión de seres horrendos que me llamaban pronunciando mi nombre como en un susurro. Me resultaron familiares y algunos de ellos me llamaron "hermana". Y vi también el castillo, el hogar, una fortaleza tan grande y siniestra como ningún otro humano viera en vida.
Oh,... ¡como era traída y llevada por turbios senderos a lo largo de horas de alas sombrías!; ninguna luz iluminaba el melancólico lugar, funesto y maloliente, con viejas paredes llenas de moho y de humedad. Había muchos ataúdes, todos en sus nichos correspondientes. A pesar de la lobreguez que me circundaba, era aquel el mejor de los sitios. La luna, a través de una abertura del techo abovedado, enviaba su luz tenue sobre el fúnebre escenario. Sus rayos se reflejaban en las placas de los féretros, muchos adornados con los escudos de esas familias que llevan honores hasta las puertas de la muerte. Nombres extranjeros, que no puedo evocar. A mi lado, bañada por el rayo de luna, vi una joven bellísima. Yacía en su féretro abierto, en su muerte aparente, aguardando el momento. Algo dentro de mí me decía que la vida no se había consumido en ella completamente y que un misterioso hilo la unía todavía al destino de los hombres. Nunca deseó volver, pero era más consciente que nunca que no estaba en las manos de los vivos el poder de decidir. De súbito, oí que alguien se acercaba. Los pasos que resonaban en la cámara vecina tenían un propósito definido y conocían muy bien el suelo que pisaban. Un momento después, una alta figura quedó enmarcada en el arco gótico. Era él, por fin, un ser de rostro enérgico de grandes bigotes y ojos coléricos, que fulguraban con la expresión de quien está acostumbrado a ser obedecido. De la oscuridad del pasado emergen los seres que se quieren olvidar, aquellos innombrables que envenenan el aire con la ponzoña de sus almas. El no era igual a ellos, no pertenecía a sus filas, porque ostentaba el don de la primacía. Era su rey.
Me dirigió unas palabras y recuerdo haber pronunciado, junto a mi asentimiento más absoluto, la palabra Maestro. Afuera un gran carruaje negro me aguardaba. Estaba en el patio del castillo, esa formidable fortaleza que había visto por primera vez momentos antes, aunque tenía la impresión de haber estado allí en ocasiones anteriores. Me era tan familiar y grata como la casa en que nací. Quizás fuera esta la realidad, tal vez no había otro hogar más que éste para mí.
Subí al coche y volví sobre un camino, que se me antojó ser la senda del pasado, a cuyo fin me aguardaba algo familiar. Mortales emociones me hendían el corazón como el bisturí del cirujano. Odiaba, odiaba profundamente y ese odio cerval estaba destinado a los seres amados. Antaño había luchado, me decía, había sufrido, había soportado hasta el final mi degradación. Ahora el recuerdo no podía hacerme sufrir. Un rencor salvaje y primitivo me impelía. El viento torrencial, casi huracanado, aullaba al pasar entre la densa arboleda del jardín, tan ominosamente que excitó mi ánimo todavía más. Las luces, en el pequeño laboratorio, estaban encendidas. Sabía que le encontraría allí, tiempo de sobra tuve en el pasado para aprender sus costumbres. Supe, también, que me hallaba en Inglaterra y en la proximidad de un hombre al que amé. Por eso, en mi pecho sin corazón hubo un vago sentimiento de ternura. Nada podría detenerme, sin embargo.
Shepherd se había quedado dormido sobre el escritorio, rendido de sueño y de cansancio. Tenía que vengar mi vida. La respiración del hombre llegó hasta mí como un reto, regular y fuerte. Bastaba con apretar un poco su cuello y quebrantarlo. Entonces supe que había despertado, que había retornado al reino de la conciencia, antes de que sus ojos se abrieran. Miró confuso alrededor, porque se había apercibido de mi presencia, aunque yo permanecía oculta en la oscuridad. Preguntó quién estaba allí y ya no me oculté ante él. Encendió la luz y me vio. El nunca había previsto encontrarme de nuevo. Su rostro perdió el color; santiguóse y se quedó inmóvil, como una figura de cera. Algo, en su pecho, se había roto.
Salí al exterior y subí a la carroza. Inundaba mi pecho un exhultante sentimiento de liberación y de dicha. Había terminado una parte de mi historia y ahora comenzaba otra cuyo final desconocía.
Cuando desperté estaba confundida, con el cuerpo bañado en sudor, el corazón en un pálpito y víctima de una angustiosa sensación de irrealidad. ¿Qué me había sucedido?. ¿Qué especie de locura se había arrastrado en mi sueño?. La mía es una historia singular, de cuyas confidencias nadie jamás ha participado; nadie sabe de mis penalidades ni de mis dudas. Aunque mi juicio se vuelve cada vez más débil y confuso, me siento reacia a remover las cenizas de semejantes recuerdos. A Shepherd no quisiera rehusarle nada, pues le amo. Y, sin embargo, esta noche acabo de desear su muerte; Dios me perdone. Debo arrancar de mi mente esa ilusión diabólica.
***
5 Comments:
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
Salvador Alario Bataller
Lugar:
Avda, Blasco Ibáñez, nº.126, 6º, 28ª
Valencia
46022
Spain
Teléfono:
963724197
E-mail:
alario7@msn.com
Enviar un mensaje a este usuario.
Dark kisses
iVán: Sí, un cigarrito con puntas... Tómalo de mi boquita dijo la vampiresa. Slds a los dos. E.
Angela