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23 de Julio de 1.8...
Hacia las diez de la mañana, llegamos a la orilla del río Bistritza. El conductor detuvo el carruaje y depositó en el suelo el equipaje. Segundos después se oyó una detonación, a la que siguieron otras tantas. Se trataba de disparos. Supe que estábamos ante gente salvaje, con la que habría que andar con cuidado. Entonces, saliendo del bosque, se acercó un joven a la cabeza de cinco hombres a caballo. El jefe era un hombre de apenas treinta años y manejaba, como los otros, un largo fusil húngaro. En la cintura portaba dos pistolas y un sable turco. Su tez era pálida y su aire sereno, y sus largos cabellos oscuros ensortijados le caían sobre los hombros. Lucía un rico caftán bordado en oro, ancho cinturón claveteado y altas polainas. A una orden suya, dos hombres cargaron nuestro equipaje en los caballos que habían preparado para nosotros y con ademanes nos indicaron que montásemos. El joven dirigió unas palabras al cochero y después espoleó su montura. Todos le seguimos inmediatamente.
Contra todas las apariencias, los szequelys resultaron ser gente bastante comunicativa y algunos de ellos hablaban alemán con relativa corrección. Por ello, me fue fácil entablar conversación y enterarme de algunos detalles de su vida libre y errabunda. Eran expertos en el arte de la guerra y de la caballería. Manejaban diestramente el corvo sable y disparaban rauda y certeramente las armas de fuego. Esta última habilidad proporcionó a nuestra mesa abundante carne de las muchas variedades cinegéticas de aquellas montañas. Me disgustó saber que, por lo común, se dedicaban al bandidaje, pero me reservé de expresar mi opinión. Fue el único momento en que temí por nuestras vidas, pero el trato amable y deferente que nos dispensaron hizo que recobrase la confianza rápidamente.
No era habitual en este pueblo valeroso el que se dedicaran al latrocinio, sino que desde tiempos históricos habían formado parte de la servidumbre y de las tropas de los poderosos señores de estas tierras. Por esta razón, el grupo con el cual nos encontrábamos podría considerarse justamente como un sector renegado del pueblo szeklero. Un día asaltaban la caravana de un rico mercader y al día siguiente tendían una emboscada a una patrulla de dragones del Imperio. Tal vez, al próximo día, se enfrentaban con los sajones o con los slovacos en su propio terreno. El peligro y la muerte eran para ellos algo tan cotidiano como el brillo de sus aceros, el galope de sus caballos o el estampido de sus carabinas.
Sin embargo, me llamó la atención el que estos aguerridos montañeses evitasen cierto lugar más allá de Borgo-Punk. Decían que era una región turbulenta y misteriosa. Hablaban de un enorme castillo perdido en las alturas, donde vivía un gran señor, que ninguno de ellos había visto nunca y que de ello, ay, les librase el Cielo. Muchos decían haber visto, de vez en cuando, pasar por la noche un carruaje conducido también por szeganys. Murmuraban por lo bajo unas palabras extrañas, en un dialecto totalmente desconocido y, entonces, sus rostros palidecían, sus cuerpos parecían temblar y hacían la señal de la cruz.
-Que el buen Cristo nos libre de su mirada -murmuraba Sandor, el cabecilla-. Ay, apártanos del piélago de la muerte, pues hasta el lobo se aleja de su impura sombra.
Gente extraña, gente primitiva.
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