Découvrez la Radio Jazz vocal
25 de Julio de 1.8...
Durante los dos días siguientes recorrimos un largo camino por territorios agrestes sin encontrarnos con ningún ser humano. Caía el crepúsculo cuando divisamos las nevadas cimas de los Cárpatos. Noté, además, que los szequelys comenzaban a intranquilizarse. Intenté averiguar el motivo de tal inquietud, pero rehusaron contestarme, incluso con hostilidad. Cabalgamos por una garganta y, según el mapa, comprobé que nos habíamos adentrado en la Transilvania. Pese a la oscuridad que comenzaba a circundarnos, nunca vi paisaje tan soberbio, región tan salvaje. Las tempestuosas cumbres se confundían en el firmamento, cubiertas de nieves perpetuas. Los inmensos bosques de abetos se perdían en lontananza. No había, de ello estaba seguro, en ninguna parte del mundo, naturaleza tan altiva, ni montañas tan infractuosas, ni foresta tan espesa, surcada por innúmeros arroyos cristalinos. De vez en cuando dejábamos atrás una pequeña aldea o nos cruzábamos con alguna caravana solitaria. Al peligro de los lobos y los osos, había que añadir las hordas de bandidos moldavos y slovacos.
Nuestros acompañantes estaban cada vez más inquietos. Parecía que algo malo fuera a suceder, aunque yo no veía ningún motivo para su desasosiego. Ante mi asombro, el cabecilla repartió para todos dientes de ajo y rosas silvestres que sacó de sus alforjas y ordenó, de manera contundente, que nos las pusiésemos sobre las ropas; habíamos también de masticar el ajo. Hecho esto, operación que Sandor vigiló con el mayor cuidado, espoleó su caballo, que partió como una flecha. Nunca antes el bosque que atravesaba me pareció tan sombrío y gélido. Sin que lo pudiese evitar, un escalofrío de terror me corrió por la piel y espoleé mi montura. Tenía una sensación extraña en el abdomen, como mariposas. Era puro miedo. A cada paso, la carrera cobraba redoblada furia. Al fin, ese torbellino cesó y, desde un saliente rocoso, pude ver que a mi derecha, en el borde mismo de un precipicio, se lavantaba una impresionante mole negra. Los szekelys se santiguaron. Sin duda, temían aquel sitio, pero teníamos que pasar por allí para seguir nuestro camino.
-Ströheim Scholoss-murmuró Sandor, santiguándose.
-¡Pokol!... ¡Pokol!- vociferaron a coro sus hombres.
Y comenzó de nuevo aquella cabalgata alocada. El paso de nuestras cabalgaduras resonó estrepitosamente sobre el suelo empedrado. Los inmensos torreones, aguzándose en un cielo dantesco, pereciéronme horribles fantasmas del averno.
En el castillo de Ströheim reinaba un gran silencio. Ninguna luz brillaba tras las ventanas. Sin duda, hacía mucho que nadie vivía en él. Sus sombras eran densas y ominosas, y el viajante tenía la impresión de que, en cualquier momento, iba a surgir de la oscuridad un ser de pesadilla. Con el corazón palpitándome, he de confesarlo abiertamente, dejamos atrás el castillo y a medida que nos alejábamos de su recinto, poco a poco la aprensión que sentía fue disminuyendo y comprobé que los montañases recobraban el ánimo y disminuían la marcha de sus monturas. Hellen seguía sobre su caballo. No había reparado en ella durante estos momentos excepcionales.
Por fin, al despuntar el alba, llegamos a las tierras del coronel Crossovo. La luz del amanecer iluminaba la cordillera y las almenas de su castillo. Pensé, una vez más, que ante mí se levantaba un futuro incierto, pero ponderaba que, en cualquier caso, era preferible a la vida rutinaria que llevábamos en Londres. Me alegré, pues, de estar allí y un suspiro se escapó de mi pecho. Adelante, entonces.
Durante los dos días siguientes recorrimos un largo camino por territorios agrestes sin encontrarnos con ningún ser humano. Caía el crepúsculo cuando divisamos las nevadas cimas de los Cárpatos. Noté, además, que los szequelys comenzaban a intranquilizarse. Intenté averiguar el motivo de tal inquietud, pero rehusaron contestarme, incluso con hostilidad. Cabalgamos por una garganta y, según el mapa, comprobé que nos habíamos adentrado en la Transilvania. Pese a la oscuridad que comenzaba a circundarnos, nunca vi paisaje tan soberbio, región tan salvaje. Las tempestuosas cumbres se confundían en el firmamento, cubiertas de nieves perpetuas. Los inmensos bosques de abetos se perdían en lontananza. No había, de ello estaba seguro, en ninguna parte del mundo, naturaleza tan altiva, ni montañas tan infractuosas, ni foresta tan espesa, surcada por innúmeros arroyos cristalinos. De vez en cuando dejábamos atrás una pequeña aldea o nos cruzábamos con alguna caravana solitaria. Al peligro de los lobos y los osos, había que añadir las hordas de bandidos moldavos y slovacos.
Nuestros acompañantes estaban cada vez más inquietos. Parecía que algo malo fuera a suceder, aunque yo no veía ningún motivo para su desasosiego. Ante mi asombro, el cabecilla repartió para todos dientes de ajo y rosas silvestres que sacó de sus alforjas y ordenó, de manera contundente, que nos las pusiésemos sobre las ropas; habíamos también de masticar el ajo. Hecho esto, operación que Sandor vigiló con el mayor cuidado, espoleó su caballo, que partió como una flecha. Nunca antes el bosque que atravesaba me pareció tan sombrío y gélido. Sin que lo pudiese evitar, un escalofrío de terror me corrió por la piel y espoleé mi montura. Tenía una sensación extraña en el abdomen, como mariposas. Era puro miedo. A cada paso, la carrera cobraba redoblada furia. Al fin, ese torbellino cesó y, desde un saliente rocoso, pude ver que a mi derecha, en el borde mismo de un precipicio, se lavantaba una impresionante mole negra. Los szekelys se santiguaron. Sin duda, temían aquel sitio, pero teníamos que pasar por allí para seguir nuestro camino.
-Ströheim Scholoss-murmuró Sandor, santiguándose.
-¡Pokol!... ¡Pokol!- vociferaron a coro sus hombres.
Y comenzó de nuevo aquella cabalgata alocada. El paso de nuestras cabalgaduras resonó estrepitosamente sobre el suelo empedrado. Los inmensos torreones, aguzándose en un cielo dantesco, pereciéronme horribles fantasmas del averno.
En el castillo de Ströheim reinaba un gran silencio. Ninguna luz brillaba tras las ventanas. Sin duda, hacía mucho que nadie vivía en él. Sus sombras eran densas y ominosas, y el viajante tenía la impresión de que, en cualquier momento, iba a surgir de la oscuridad un ser de pesadilla. Con el corazón palpitándome, he de confesarlo abiertamente, dejamos atrás el castillo y a medida que nos alejábamos de su recinto, poco a poco la aprensión que sentía fue disminuyendo y comprobé que los montañases recobraban el ánimo y disminuían la marcha de sus monturas. Hellen seguía sobre su caballo. No había reparado en ella durante estos momentos excepcionales.
Por fin, al despuntar el alba, llegamos a las tierras del coronel Crossovo. La luz del amanecer iluminaba la cordillera y las almenas de su castillo. Pensé, una vez más, que ante mí se levantaba un futuro incierto, pero ponderaba que, en cualquier caso, era preferible a la vida rutinaria que llevábamos en Londres. Me alegré, pues, de estar allí y un suspiro se escapó de mi pecho. Adelante, entonces.
2 Comments:
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
Salvador Alario Bataller
Lugar:
Avda, Blasco Ibáñez, nº.126, 6º, 28ª
Valencia
46022
Spain
Teléfono:
963724197
E-mail:
alario7@msn.com
Enviar un mensaje a este usuario.
Ángela