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Van Vooren me habló después de la gente vernácula, de sus tradiciones, de sus supersticiones y del Thurul, una especie de diablillo nacional. Y no pude, sino muy divertido, escuchar algunas partes de su relato. Era verdaderamente curioso y extraño que no hubiese ningún mapa detallado de aquella zona. De todos modos supe que Iskra, nuestro destino, era un lugar famoso, una ciudad antigua y bastante grande, donde me encontraría con mi amigo de juventud el doctor Viktor von Ashaer, pues vivían allí muchos alemanes a los que los oriundos, por un error histórico, llamaban sajones.
País de todos y de nadie, sufrió en la antigüedad innúmeras invasiones y sus pobladores padecieron grandes calamidades. Aunque hoy es territorio húngaro, se encuentra tan cerca de Rumanía que étnicamente es un conglomerado de razas distintas: Szekleros o szekelys, valacos, sajones, magiares, dacios, moldavos, checos y slovacos, además de los szeganys, la población gitana, que es allí muy numerosa. Tendría que aprender a vivir con esa gente primitiva, fuertemente arraigada en el pasado que, entre otras cosas, cree que cuando suenan las doce campanadas, todos los maleficios que existen reinan sobre la Tierra y que, en la oscuridad de la noche, los muertos abandonan sus sepulturas y a ellas vuelven al despuntar el día tras haber cometido multitud de fechorías. Este hecho insólito, esta creencia en muertos resucitados que se alimentan de sangre para prolongar su existencia, explicaba que, para la población nativa, la muerte era el momento supremo de la existencia, del cual procedía la auténtica vida. Incluso almas creyentes caían, de modo impío, en el secreto regocijo de esta posibilidad.
También se creía en el Thurul, al cual ya nos hemos referido anteriormente (seguramente el quebrantahuesos) que, mandado por el diablo, baja a la tierra para causar todo tipo de males y sembrar la desdicha entre los hombres. Hay que señalar que la leyenda del Thurul variaba según las provincias y que, precisamente en la zona oriental húngara, se le identificaba con un murciélago que causaba grandes bajas en el ganado y al que se le atribuían algunas muertes humanas. La ignorancia de la gente imputaba, pues, poderes maléficos a un pobre animal que, para disfrute de los científicos, había sobrevivido desde tiempos inmemoriales. No hará falta decir que las interpretaciones que voy refiriendo son las del profesor van Vooren, pues yo no he tomado, por el momento, cartas en el asunto, ni mucho menos cuando de lo que se trata es de asuntos del folklore regional.
Volviendo a cosas más interesantes, al final resultó que yo era el único componente de la expedición científica, si bien me era permitido que mi esposa me acompañase. El verdadero motivo de mi viaje a Hungría, según confidenció aquel galés ladino, se desconocía en los altos estamentos universitarios. Quienes, en suma, iban a financiar la experiencia, ignoraban la auténtica naturaleza de la misma.
-A fines oficiales -dijo sir Archibald no sin cierta sorna-, usted, querido amigo, estará ocupado en una investigación taxonómica de la fauna quiróptera centroeuropea. Bien sabe que los sistemas al uso, como el de Kanfer y Edmons y el de Roland y Pluvier dejan mucho que desear. Ha sido bastante fácil convencer a nuestros apreciados profesores, dando por descontado la gran afición de todo inglés por las clasificaciones biológicas, así como la posibilidad de que se vendieran, por lo menos, trece mil ejemplares del nuevo sistema taxonómico, con el prestigio añadido a nuestra Muy Ilustre Universidad.
Aquello era todo, por el momento, y ahora no tenía que hacer otra cosa más que aguardar el momento de la partida. Sir Archibald reiteró que el asunto era completamente confidencial y que, por ello, bajo ningún pretexto, debían conocerse nuestros propósitos. Unicamente cuando estuviésemos en posesión de pruebas irrefutables, podríamos revelar nuestro secreto.
-Estoy seguro de que ante la magnitud del descubrimiento -añadió el profesor divertido-, esos buenos señores sabrán dispensar nuestra, llamémosla, pequeña travesura bienintencionada.
Me informó que me haría entrega, en el momento oportuno, de unas cartas de recomendación para ciertas personalidades locales que me serían de gran ayuda.
Así termino aquella memorable velada. Tenía que volver a casa y esperar el momento definitivo. Salí de la mansión del profesor Woodger como aturdido y me pareció que no había bastante aire en las calles de Londres para reponerme. Ciertamente habían sido muchas emociones en tan poco tiempo, de suerte que me costaba irlas asimilando. Me dirigí a la orilla del Támesis y decidí ir caminando hasta casa. Pero, ¿cómo acogería Hellen la noticia?. Hasta el presente había demostrado ser una persona paciente y tolerante, aceptando mis excentricidades y acatando siempre mi voluntad. ¿Cómo reaccionaría ante una partida inmediata, un viaje a un país lejano y desconocido, una ruptura total con nuestro actual modo de vida?... ¡Oh, ese murciélago!. ¿Hasta dónde llegaba la verdad y dónde comenzaba la falacia?. Momentos antes aquellos dos vejestorios me habían convencido, pero ahora mi entusiasmo comenzaba a decaer. Hubiera deseado partir en aquel mismo momento y no tener tiempo para reflexionar.
Entretanto, me había separado del río y, después de pasar por Emory Place, llegué a Bacon Street.
Me encontré a mi querida Hellen en la biblioteca. Al mirarme, se dio cuenta enseguida de mi inquietud.
-¿Qué tienes? -me preguntó, cogiéndome la mano.
En pocos minutos la puse al corriente sobre la situación. Durante algunos instantes guardó silencio.
-Shepherd -dijo al fin.
-Si.
-Será un viaje maravilloso.
Sus palabras me reconfortaron infinitamente.
Van Vooren me habló después de la gente vernácula, de sus tradiciones, de sus supersticiones y del Thurul, una especie de diablillo nacional. Y no pude, sino muy divertido, escuchar algunas partes de su relato. Era verdaderamente curioso y extraño que no hubiese ningún mapa detallado de aquella zona. De todos modos supe que Iskra, nuestro destino, era un lugar famoso, una ciudad antigua y bastante grande, donde me encontraría con mi amigo de juventud el doctor Viktor von Ashaer, pues vivían allí muchos alemanes a los que los oriundos, por un error histórico, llamaban sajones.
País de todos y de nadie, sufrió en la antigüedad innúmeras invasiones y sus pobladores padecieron grandes calamidades. Aunque hoy es territorio húngaro, se encuentra tan cerca de Rumanía que étnicamente es un conglomerado de razas distintas: Szekleros o szekelys, valacos, sajones, magiares, dacios, moldavos, checos y slovacos, además de los szeganys, la población gitana, que es allí muy numerosa. Tendría que aprender a vivir con esa gente primitiva, fuertemente arraigada en el pasado que, entre otras cosas, cree que cuando suenan las doce campanadas, todos los maleficios que existen reinan sobre la Tierra y que, en la oscuridad de la noche, los muertos abandonan sus sepulturas y a ellas vuelven al despuntar el día tras haber cometido multitud de fechorías. Este hecho insólito, esta creencia en muertos resucitados que se alimentan de sangre para prolongar su existencia, explicaba que, para la población nativa, la muerte era el momento supremo de la existencia, del cual procedía la auténtica vida. Incluso almas creyentes caían, de modo impío, en el secreto regocijo de esta posibilidad.
También se creía en el Thurul, al cual ya nos hemos referido anteriormente (seguramente el quebrantahuesos) que, mandado por el diablo, baja a la tierra para causar todo tipo de males y sembrar la desdicha entre los hombres. Hay que señalar que la leyenda del Thurul variaba según las provincias y que, precisamente en la zona oriental húngara, se le identificaba con un murciélago que causaba grandes bajas en el ganado y al que se le atribuían algunas muertes humanas. La ignorancia de la gente imputaba, pues, poderes maléficos a un pobre animal que, para disfrute de los científicos, había sobrevivido desde tiempos inmemoriales. No hará falta decir que las interpretaciones que voy refiriendo son las del profesor van Vooren, pues yo no he tomado, por el momento, cartas en el asunto, ni mucho menos cuando de lo que se trata es de asuntos del folklore regional.
Volviendo a cosas más interesantes, al final resultó que yo era el único componente de la expedición científica, si bien me era permitido que mi esposa me acompañase. El verdadero motivo de mi viaje a Hungría, según confidenció aquel galés ladino, se desconocía en los altos estamentos universitarios. Quienes, en suma, iban a financiar la experiencia, ignoraban la auténtica naturaleza de la misma.
-A fines oficiales -dijo sir Archibald no sin cierta sorna-, usted, querido amigo, estará ocupado en una investigación taxonómica de la fauna quiróptera centroeuropea. Bien sabe que los sistemas al uso, como el de Kanfer y Edmons y el de Roland y Pluvier dejan mucho que desear. Ha sido bastante fácil convencer a nuestros apreciados profesores, dando por descontado la gran afición de todo inglés por las clasificaciones biológicas, así como la posibilidad de que se vendieran, por lo menos, trece mil ejemplares del nuevo sistema taxonómico, con el prestigio añadido a nuestra Muy Ilustre Universidad.
Aquello era todo, por el momento, y ahora no tenía que hacer otra cosa más que aguardar el momento de la partida. Sir Archibald reiteró que el asunto era completamente confidencial y que, por ello, bajo ningún pretexto, debían conocerse nuestros propósitos. Unicamente cuando estuviésemos en posesión de pruebas irrefutables, podríamos revelar nuestro secreto.
-Estoy seguro de que ante la magnitud del descubrimiento -añadió el profesor divertido-, esos buenos señores sabrán dispensar nuestra, llamémosla, pequeña travesura bienintencionada.
Me informó que me haría entrega, en el momento oportuno, de unas cartas de recomendación para ciertas personalidades locales que me serían de gran ayuda.
Así termino aquella memorable velada. Tenía que volver a casa y esperar el momento definitivo. Salí de la mansión del profesor Woodger como aturdido y me pareció que no había bastante aire en las calles de Londres para reponerme. Ciertamente habían sido muchas emociones en tan poco tiempo, de suerte que me costaba irlas asimilando. Me dirigí a la orilla del Támesis y decidí ir caminando hasta casa. Pero, ¿cómo acogería Hellen la noticia?. Hasta el presente había demostrado ser una persona paciente y tolerante, aceptando mis excentricidades y acatando siempre mi voluntad. ¿Cómo reaccionaría ante una partida inmediata, un viaje a un país lejano y desconocido, una ruptura total con nuestro actual modo de vida?... ¡Oh, ese murciélago!. ¿Hasta dónde llegaba la verdad y dónde comenzaba la falacia?. Momentos antes aquellos dos vejestorios me habían convencido, pero ahora mi entusiasmo comenzaba a decaer. Hubiera deseado partir en aquel mismo momento y no tener tiempo para reflexionar.
Entretanto, me había separado del río y, después de pasar por Emory Place, llegué a Bacon Street.
Me encontré a mi querida Hellen en la biblioteca. Al mirarme, se dio cuenta enseguida de mi inquietud.
-¿Qué tienes? -me preguntó, cogiéndome la mano.
En pocos minutos la puse al corriente sobre la situación. Durante algunos instantes guardó silencio.
-Shepherd -dijo al fin.
-Si.
-Será un viaje maravilloso.
Sus palabras me reconfortaron infinitamente.
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