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6 de Agosto de 1.8...
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Al fin, restablecido completamente de mi enfermedad, decidimos partir. El postillón del coronel cargó en el carruaje nuestra valija y provisiones para el camino y antes del mediodía emprendimos la marcha. Lamentamos no poder despedirnos de nuestro magnífico anfitrión, quien se encontraba todavía de servicio, pero le dejé a su ayuda de cámara una carta sellada agradeciéndole su hospitalidad.
La ruta fue tortuosa, como suelen serlo los caminos de las montañas. A nuestros pies se extendía el manto esmeralda de la inmensa arboleda y, en la lejanía, bajo un cielo plúmbeo y amenazador, veíanse los impresionantes picos nevados de los Cárpatos Húngaros. El camino serpenteaba pegado a ingentes muros graníticos, por donde, de vez en cuando, caían estrepitosamente cascadas de aguas cristalinas y espumosas. En los lejanos glaciares, allí donde solamente se aventuraban las grandes rapaces, la luz del sol era reflejada en espléndidos tonos rosáceos.
Durante nuestro trayecto, nos cruzamos en repetidas ocasiones con checos y slovacos y, más de una vez, dejamos atrás una caravana de szeganys, de quienes decían los lugareños que tenían trato con el diablo. Por doquier se descubrían intersecciones de caminos y, en algunas de ellas, se erigían rústicas cruces de madera tallada sobre desgastados pedestales. Mi curiosidad al respecto tuvo que resignarse, porque el postillón apenas hablaba el alemán, por lo que no llegué a esclarecer el significado de este hecho insólito.
Así mismo, en estas zonas rurales, repetidas veces nos tropezamos con carretas campesinas, largas y delgadas, con el propósito de circular expeditamente por aquellos caminos angostos e intrincados. La tarde se volvió muy fría y la niebla ocupó los valles, los bosques y las pequeñas aldeas. Al cabo de poco, comenzó a nevar. Por fin, después de un penoso trayecto, pudimos distinguir una ciudad amurallada a cinco millas al norte.
-¡Ovërbeck, mein herr! -vociferó el cochero.
Abajo, al lado del camino, amilanaba un precipicio de oscuras fauces y fondo inescrutable.
En menos de una hora llegamos a la ciudad. En la parada de la diligencia, se hacinó un grupo numeroso de hombres y mujeres, todos ellos vestidos con vistosos trajes típicos de la región. Seguramente no llegarían con frecuencia al lugar extranjeros como nosotros. De improviso, apareció un hombre de buena presencia, vestido con exquisita pulcritud. Era un magistrado, el hadnagi Molday Blasdesowak, Gobernador de la Hungría Oriental. Le hice entrega de la carta de recomendación que traía de Londres e inmediatamente entablamos una cortés conversación en alemán sobre las incidencias del viaje y asuntos de rigor en tales ocasiones. Para mi satisfacción, el hadnagi se puso enteramente a nuestra disposición. Recibimos también una amable acogida del doctor Besnien, jefe clínico del hospital municipal, persona de aspecto agradable y de gran cordialidad, quien había venido en la pequeña comitiva encabezada por el gobernador. Me ofreció disculpas de parte del doctor von Ashaer, pues le había sido imposible venir a recibirnos a causa de un paciente. Era un hombre sumamente cortés y educado, este modesto sabio que vino a ofrecernos sus servicios y la hospitalidad de su casa en perfecto inglés.
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Al fin, restablecido completamente de mi enfermedad, decidimos partir. El postillón del coronel cargó en el carruaje nuestra valija y provisiones para el camino y antes del mediodía emprendimos la marcha. Lamentamos no poder despedirnos de nuestro magnífico anfitrión, quien se encontraba todavía de servicio, pero le dejé a su ayuda de cámara una carta sellada agradeciéndole su hospitalidad.
La ruta fue tortuosa, como suelen serlo los caminos de las montañas. A nuestros pies se extendía el manto esmeralda de la inmensa arboleda y, en la lejanía, bajo un cielo plúmbeo y amenazador, veíanse los impresionantes picos nevados de los Cárpatos Húngaros. El camino serpenteaba pegado a ingentes muros graníticos, por donde, de vez en cuando, caían estrepitosamente cascadas de aguas cristalinas y espumosas. En los lejanos glaciares, allí donde solamente se aventuraban las grandes rapaces, la luz del sol era reflejada en espléndidos tonos rosáceos.
Durante nuestro trayecto, nos cruzamos en repetidas ocasiones con checos y slovacos y, más de una vez, dejamos atrás una caravana de szeganys, de quienes decían los lugareños que tenían trato con el diablo. Por doquier se descubrían intersecciones de caminos y, en algunas de ellas, se erigían rústicas cruces de madera tallada sobre desgastados pedestales. Mi curiosidad al respecto tuvo que resignarse, porque el postillón apenas hablaba el alemán, por lo que no llegué a esclarecer el significado de este hecho insólito.
Así mismo, en estas zonas rurales, repetidas veces nos tropezamos con carretas campesinas, largas y delgadas, con el propósito de circular expeditamente por aquellos caminos angostos e intrincados. La tarde se volvió muy fría y la niebla ocupó los valles, los bosques y las pequeñas aldeas. Al cabo de poco, comenzó a nevar. Por fin, después de un penoso trayecto, pudimos distinguir una ciudad amurallada a cinco millas al norte.
-¡Ovërbeck, mein herr! -vociferó el cochero.
Abajo, al lado del camino, amilanaba un precipicio de oscuras fauces y fondo inescrutable.
En menos de una hora llegamos a la ciudad. En la parada de la diligencia, se hacinó un grupo numeroso de hombres y mujeres, todos ellos vestidos con vistosos trajes típicos de la región. Seguramente no llegarían con frecuencia al lugar extranjeros como nosotros. De improviso, apareció un hombre de buena presencia, vestido con exquisita pulcritud. Era un magistrado, el hadnagi Molday Blasdesowak, Gobernador de la Hungría Oriental. Le hice entrega de la carta de recomendación que traía de Londres e inmediatamente entablamos una cortés conversación en alemán sobre las incidencias del viaje y asuntos de rigor en tales ocasiones. Para mi satisfacción, el hadnagi se puso enteramente a nuestra disposición. Recibimos también una amable acogida del doctor Besnien, jefe clínico del hospital municipal, persona de aspecto agradable y de gran cordialidad, quien había venido en la pequeña comitiva encabezada por el gobernador. Me ofreció disculpas de parte del doctor von Ashaer, pues le había sido imposible venir a recibirnos a causa de un paciente. Era un hombre sumamente cortés y educado, este modesto sabio que vino a ofrecernos sus servicios y la hospitalidad de su casa en perfecto inglés.
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