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8deAgostode 1.8...
El rústico, aunque noble aspecto de la casa -en realidad era una pequeña fortaleza casi completamente derrumbada, de la que solamente quedaban en pie las partes más modernas, producto de una reforma bastante reciente- con su casamata rehabilitada de dos pisos, las ventanas con contrafuertes y sus oscuras celosías, las hiedras que se encaramaban cubriendo los muros, hasta el tejado, inspiraba un sentimiento de recogimiento y paz profundos. Las ruinas del vecino castillo, cuya noble decrepitud tanto me impresionara la pasada noche, mostraban en sus muros las marcas de una inexorable decadencia. Había pertenecido a una antigua familia de la nobleza moldava, de rancísimo abolengo, ahora extinguida y ya no brillaba en él sino la luz de la luna que se deslizaba entre la decrepitud resignada de sus torreones y nada se oía allí, sino la quejumbre del viento al pasar entre las grietas de sus muros centenarios. La soledad del lugar se prolongaba en los lejanos bosques de abetos y en los picos nevados, sobre los que se levantaba el disco argentado de nuestro satélite. Pese a la exuberancia de la naturaleza, que podía oprimir el corazón de un pecho pusilánime, se me apaciguó el espíritu, en medio de aquellos aires calmos, en las desiertas altitudes.
Tania Olesowa, la gobernanta, anciana y diligente, se había afanado en mantener la casa en perfecto orden para nuestra llegada. Hellen y ella se entendieron perfectamente desde un principio y de su mano habríamos de conocer los manjares nacionales, como la Paprika Hendl y la Mamalinga, así como el espiritoso Tokay, con el cual no había que excederse.
El rústico, aunque noble aspecto de la casa -en realidad era una pequeña fortaleza casi completamente derrumbada, de la que solamente quedaban en pie las partes más modernas, producto de una reforma bastante reciente- con su casamata rehabilitada de dos pisos, las ventanas con contrafuertes y sus oscuras celosías, las hiedras que se encaramaban cubriendo los muros, hasta el tejado, inspiraba un sentimiento de recogimiento y paz profundos. Las ruinas del vecino castillo, cuya noble decrepitud tanto me impresionara la pasada noche, mostraban en sus muros las marcas de una inexorable decadencia. Había pertenecido a una antigua familia de la nobleza moldava, de rancísimo abolengo, ahora extinguida y ya no brillaba en él sino la luz de la luna que se deslizaba entre la decrepitud resignada de sus torreones y nada se oía allí, sino la quejumbre del viento al pasar entre las grietas de sus muros centenarios. La soledad del lugar se prolongaba en los lejanos bosques de abetos y en los picos nevados, sobre los que se levantaba el disco argentado de nuestro satélite. Pese a la exuberancia de la naturaleza, que podía oprimir el corazón de un pecho pusilánime, se me apaciguó el espíritu, en medio de aquellos aires calmos, en las desiertas altitudes.
Tania Olesowa, la gobernanta, anciana y diligente, se había afanado en mantener la casa en perfecto orden para nuestra llegada. Hellen y ella se entendieron perfectamente desde un principio y de su mano habríamos de conocer los manjares nacionales, como la Paprika Hendl y la Mamalinga, así como el espiritoso Tokay, con el cual no había que excederse.
Pequeñas aldeas se levantaban acá y acullá en los valles de las montañas: Tumis-Szelk, Kratsna, Virkosay, Stevnoska y muchas otras que nunca visité. Astcelk, la más cercana, no contaba más que unas diez o doce casas y sus habitantes, una treintena en total, vivían de la caza, del pastoreo y de una rudimentaria agricultura. El páramo era, en verdad, solitario y los únicos viajeros que se veían pasar eran los zíngaros, cuya vida trashumante les llevaba a viajar continuamente a Rumanía o a Checoslovaquia y desde allí nuevamente a tierras magiares. Era solitud, no obstante, lo que yo requería para llevar a cabo satisfactoriamente la labor científica que se me había encomendado. Dudaba si Hellen podría resistirlo con entereza. Ella estaba acostumbrada al bullicio de la gran ciudad y la nueva vida que tenía ante sí iba a representar, de todo punto, un reto importante, el cual esperaba yo que fuera capaz de afrontar. Detrás de Ascelk, casi oculto en la vegetación, cruzaba el sendero por el cual se llegaba a la ciudad de la que veníamos, OvërBeck, a unas treinta millas de distancia. A la derecha del camino se levantaba el cementerio y la pintoresca iglesia copta, que mostraba alegremente sus azuladas cúpulas.
El laboratorio, situado en la habitación más espaciosa de la casa, en la parte trasera de la primera planta, contenía todo el material que necesitaba. Mientras Hellen y la gobernanta se dedicaban a asuntos domésticos, yo pasé la mañana siguiente y prácticamente el resto de la tarde ordenando la biblioteca. A la hora de cenar, ya había terminado de montar el laboratorio y me sentí excitado ante la vida que se me ofrecía en aquellas tierras, ante los descubrimientos que la suerte, el método y la paciencia me llevarían a realizar. Todo iba a las mil maravillas y podría empezar las investigaciones sin la menor demora.
Después de cenar, escribí una carta a sir Archibald, que por la mañana nuestro sirviente húngaro llevaría a la estación de correos. Eran más de las doce cuando nos acostamos y, como el día anterior, nos quedamos profundamente dormidos al instante, muertos de cansancio como estábamos.
El laboratorio, situado en la habitación más espaciosa de la casa, en la parte trasera de la primera planta, contenía todo el material que necesitaba. Mientras Hellen y la gobernanta se dedicaban a asuntos domésticos, yo pasé la mañana siguiente y prácticamente el resto de la tarde ordenando la biblioteca. A la hora de cenar, ya había terminado de montar el laboratorio y me sentí excitado ante la vida que se me ofrecía en aquellas tierras, ante los descubrimientos que la suerte, el método y la paciencia me llevarían a realizar. Todo iba a las mil maravillas y podría empezar las investigaciones sin la menor demora.
Después de cenar, escribí una carta a sir Archibald, que por la mañana nuestro sirviente húngaro llevaría a la estación de correos. Eran más de las doce cuando nos acostamos y, como el día anterior, nos quedamos profundamente dormidos al instante, muertos de cansancio como estábamos.
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