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7 de Agosto de 1.8...
Nuestro húngaro era un hombre corpulento, que debía estar dotado de una fuerza poco común. Sus ojos negros como la noche, miraban desde una cara enérgica y curtida por la intemperie y me parecieron, desde un principio, vivos y soñadores. Sus cabellos, cayendo salvajemente sobre el cuello, se unían a una gran barba, negra como el carbón. No hablaba más de lo necesario y toda su persona revelaba un espíritu pacifico, pero no irresoluto. Más bien al contrario, daba la impresión de una gran autosuficiencia, de hombre acostumbrado a valérselas por sí mismo, una de esas personas que no pide nada a nadie y que no se entrometía en la vida de los demás. Paz y tranquilidad, podían ser perfectamente sus consignas. Con el buen vino y suculentas viandas acompañaba su vida y trabajaba, por lo demás, cuando le convenía o, mejor dicho, cuando no le quedaba otro remedio. Hombre de gustos sencillos y pocas complicaciones, su filosofía de la vida se basaba en la economía más estricta. Como me había dicho el viejo cirujano, este lugareño vivía principalmente de la caza del lobo y los beneficios se repartían en un doble frente: las pieles y el cobro de la eliminación de animales peligrosos. Es decir, cuando llegaba el invierno, esas fieras constituían una grave amenaza para el ganado e incluso para las familias que vivían en lugares apartados. Inclusive, en épocas de mayor escasez, se les había visto rondar en las mismas callejas de las aldeas. Solían bajar en manadas, desde las cumbres, buscando cualquier presa fácil. Era entonces cuando los aldeanos le contrataban y con lo que ganaba esa temporada, junto con los beneficios de la venta de las pieles, podía sobrevivir el resto del año. Este personaje flemático, silencioso y muy orgulloso en el fondo, como todos los montañeses si no me equivoco, se llamaba Gödel Lukiacevicz, al que apodaban el fuerte, por razones que saltaban a la vista.
Nuestro húngaro era un hombre corpulento, que debía estar dotado de una fuerza poco común. Sus ojos negros como la noche, miraban desde una cara enérgica y curtida por la intemperie y me parecieron, desde un principio, vivos y soñadores. Sus cabellos, cayendo salvajemente sobre el cuello, se unían a una gran barba, negra como el carbón. No hablaba más de lo necesario y toda su persona revelaba un espíritu pacifico, pero no irresoluto. Más bien al contrario, daba la impresión de una gran autosuficiencia, de hombre acostumbrado a valérselas por sí mismo, una de esas personas que no pide nada a nadie y que no se entrometía en la vida de los demás. Paz y tranquilidad, podían ser perfectamente sus consignas. Con el buen vino y suculentas viandas acompañaba su vida y trabajaba, por lo demás, cuando le convenía o, mejor dicho, cuando no le quedaba otro remedio. Hombre de gustos sencillos y pocas complicaciones, su filosofía de la vida se basaba en la economía más estricta. Como me había dicho el viejo cirujano, este lugareño vivía principalmente de la caza del lobo y los beneficios se repartían en un doble frente: las pieles y el cobro de la eliminación de animales peligrosos. Es decir, cuando llegaba el invierno, esas fieras constituían una grave amenaza para el ganado e incluso para las familias que vivían en lugares apartados. Inclusive, en épocas de mayor escasez, se les había visto rondar en las mismas callejas de las aldeas. Solían bajar en manadas, desde las cumbres, buscando cualquier presa fácil. Era entonces cuando los aldeanos le contrataban y con lo que ganaba esa temporada, junto con los beneficios de la venta de las pieles, podía sobrevivir el resto del año. Este personaje flemático, silencioso y muy orgulloso en el fondo, como todos los montañeses si no me equivoco, se llamaba Gödel Lukiacevicz, al que apodaban el fuerte, por razones que saltaban a la vista.
El cazador de lobos y yo nos entendimos a la perfección y estuvimos de acuerdo en sus honorarios desde el primer momento. De este acuerdo resultó que Gödel se comprometía a conducirnos hasta nuestra casa, comprar en la ciudad cuatro caballos y una calesa para nuestro uso particular y, a nuestra llegada, permanecería en el servicio doméstico durante cinco meses, cumpliendo las funciones de vigilante y guía fundamentalmente, hasta que llegaran las grandes nieves. En lo que a mi me interesaba, sería un guía inapreciable en las expediciones científicas y todo esto lo haría por quince marcos a la semana, además de tres comidas diarias y una cama blanda. Una vez concluido el trato, nuestro hombre se retiró, conviniendo en que se presentaría en el momento de la partida. Posiblemente iría a la taberna a celebrar su nuevo contrato con unas copas.
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se fue a la taberna y?????????
Me encanta como relatas...
Abrazo