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25 de Junio de 1.8...
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Desde mi entrevista con sir Archibald en The Naturalists' Club, no pude concentrarme en mi trabajo. El asunto de la carta del holandés no se apartaba de mi mente. Cuantas veces pensaba en ello, la cabeza acababa dándome vueltas y caía preso de una vaga inquietud. El miedo a lo desconocido está demasiado arraigado en el corazón del hombre para poder soslayarlo y yo, ciertamente, experimentaba una gran aprensión hacia aquella aventura a la que me veía impelido por fuerzas superiores a mi persona. Pero también sentía una fuerte atracción por la empresa científica, por lo cual me pasaba el día sumido en un conflicto desesperante.
A las doce de la mañana, el ama de llaves me entregó un billete. Me dejé caer en la butaca de terciopelo de Utrecht y lo abrí. Era de sir Archibald. Presentía la partida inminente y volví a experimentar aquella fuerte angustia. Aunque lo más razonable hubiera sido enviar inmediatamente una negativa tajante y quedarme en mi querida Inglaterra, terminando así con el asunto, si bien confieso que, en lo hondo, estaba emocionado ante la posibilidad de dirigir una expedición de tal magnitud y naturaleza. Aquella podía ser la oportunidad de mi vida y, muy posiblemente, no se presentaría otra igual. Siempre he sostenido que la suerte no es un asunto azaroso, sino que consiste en aprovechar en el momento justo las oportunidades que brinda la vida. Así que hice de tripas corazón y abrí el sobre.
La carta decía sencillamente:
BERKELEY SQUARE, W.
Querido amigo:
Todo listo. Venga inmediatamente a mi casa,
puesto que no hay tiempo que perder.
Suyo, afectísimo:
A.G. WOODGER
Un ligero temblor me sacudió de pies a cabeza. Encendí mi pipa de brezo real y traté de pensar, por enésima vez, en las consecuencias de un cambio tan drástico en mis planes para el futuro. Se me hacía difícil, incluso, el respirar. ¿Volvería triunfante o fracasado?. Y mientras me lo preguntaba, me puse el abrigo, atravesé el gabinete y precipitándome a Bacon Street, me dirigí hacia Berqueley Square, sin dejar de atormentarme. ¿Conseguiría develar el misterio o tendría que volver a Gran Bretaña tan ignaro como en el momento de la partida?. ¿Podría soportar, entonces, el fracaso, el ostracismo y el escarnio de mis colegas?.
Y mientras cavilaba de esta guisa, llegué a mi destino. Sir Archibald habitaba una verdadera mansión victoriana, una sólida y lujosa construcción de ladrillo rojo, que daba a los magníficos parques de uno de los barrios más distinguidos de Londres. El viejo profesor era un hombre notablemente rico. Compartía su morada con su fiel mayordomo, Paxton, tan anciano como él. Paxton era un viejo cadavérico, taciturno que, con el paso de los años, se había convertido en el ayudante del científico. Pese a ser hombre de pocas palabras, solía decir que este era el mayor honor de toda su vida.
Desde joven, el ahora renombrado hombre de ciencia, se había dedicado con entusiasmo a las ciencias naturales. Había sido maestro de Frege y Wiener, profesores excelentísimos en el presente de la Universidad de Könisberg. En cuanto al magisterio recibido, había estudiado en Edimburgo, para doctorarse más tarde en Oxford, bajo la dirección del muy honorable Lord Arthur Kent, de memoria inolvidable. Desde entonces, su vida estuvo jalonada por una serie interminable de éxitos y su obra era conocida en todos los países civilizados del orbe.
A las doce de la mañana, el ama de llaves me entregó un billete. Me dejé caer en la butaca de terciopelo de Utrecht y lo abrí. Era de sir Archibald. Presentía la partida inminente y volví a experimentar aquella fuerte angustia. Aunque lo más razonable hubiera sido enviar inmediatamente una negativa tajante y quedarme en mi querida Inglaterra, terminando así con el asunto, si bien confieso que, en lo hondo, estaba emocionado ante la posibilidad de dirigir una expedición de tal magnitud y naturaleza. Aquella podía ser la oportunidad de mi vida y, muy posiblemente, no se presentaría otra igual. Siempre he sostenido que la suerte no es un asunto azaroso, sino que consiste en aprovechar en el momento justo las oportunidades que brinda la vida. Así que hice de tripas corazón y abrí el sobre.
La carta decía sencillamente:
BERKELEY SQUARE, W.
Querido amigo:
Todo listo. Venga inmediatamente a mi casa,
puesto que no hay tiempo que perder.
Suyo, afectísimo:
A.G. WOODGER
Un ligero temblor me sacudió de pies a cabeza. Encendí mi pipa de brezo real y traté de pensar, por enésima vez, en las consecuencias de un cambio tan drástico en mis planes para el futuro. Se me hacía difícil, incluso, el respirar. ¿Volvería triunfante o fracasado?. Y mientras me lo preguntaba, me puse el abrigo, atravesé el gabinete y precipitándome a Bacon Street, me dirigí hacia Berqueley Square, sin dejar de atormentarme. ¿Conseguiría develar el misterio o tendría que volver a Gran Bretaña tan ignaro como en el momento de la partida?. ¿Podría soportar, entonces, el fracaso, el ostracismo y el escarnio de mis colegas?.
Y mientras cavilaba de esta guisa, llegué a mi destino. Sir Archibald habitaba una verdadera mansión victoriana, una sólida y lujosa construcción de ladrillo rojo, que daba a los magníficos parques de uno de los barrios más distinguidos de Londres. El viejo profesor era un hombre notablemente rico. Compartía su morada con su fiel mayordomo, Paxton, tan anciano como él. Paxton era un viejo cadavérico, taciturno que, con el paso de los años, se había convertido en el ayudante del científico. Pese a ser hombre de pocas palabras, solía decir que este era el mayor honor de toda su vida.
Desde joven, el ahora renombrado hombre de ciencia, se había dedicado con entusiasmo a las ciencias naturales. Había sido maestro de Frege y Wiener, profesores excelentísimos en el presente de la Universidad de Könisberg. En cuanto al magisterio recibido, había estudiado en Edimburgo, para doctorarse más tarde en Oxford, bajo la dirección del muy honorable Lord Arthur Kent, de memoria inolvidable. Desde entonces, su vida estuvo jalonada por una serie interminable de éxitos y su obra era conocida en todos los países civilizados del orbe.
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