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CAPITULO VII
4
Escalaron juntos los muros de la vieja iglesia del barrio gótico y desde allí pasaron a los edificios aledaños, saltando a través de las callejas estrechas, corriendo por los canalones y escalando a las humeantes chimeneas. El pensó que ella se asustaría en algún momento, casi hubiese deseado escucharla proferir un grito de miedo en alguno de aquellos saltos portentosos, pero no lo hizo y, en el fondo, él se alegró, pues ello indicaba que se estaba adaptando rápidamente y bien a su nueva existencia. Habían dejado atrás con la velocidad del viento la Gran Vía del Conde Ugary y, mucho antes, la amplia avenida del Amadeus Vorsack, donde tenían un apartamento, que se convertiría su cuartel general en las temporadas que pasarían en la ciudad. Sancoeur miró el cielo y comprobó que el tiempo había cambiado. Apenas se veían estrellas y amplios y plúmbeos nubarrones dejaban apenas pasar el pálido fulgor de la luna. Era una noche estupenda, una noche muy oscura, la noche propicia para el cazador.
Tocaron tierra en la Plaza de la Abadesa y caminaron semiescondidos en las sombras, pegados al muro, hasta la puerta de la catedral. Había pocos viandantes y algunos mendigos tirados en los rincones fríos, pero no era un sitio apropiado para cazar. Podían ser vistos con facilidad y había más luz de la deseada, por lo que decidieron adentrarse por unas calles estrechas de elevados edificios medievales. El barrio por el cual avanzaban ahora era perfecto; había siempre caminantes solitarios, presas fáciles y en esto andaba pensando él cuando volvió la cabeza en dirección norte, detrás de aquel pesado muro de la casa que hacía chaflán. Les había oído conversar y el sonido de sus respiraciones llegaba claramente hasta sus oídos a través del aire denso del callejón oscuro. Lo había captado mucho antes que ella, lo cual no era de extrañar, pues llevaba ya dos existencias como no-muerto y más días actuando en su segunda venida. La mujer hablaba descocadamente y el hombre insistía, un tanto irritado, en aquel tipo de comercio que era tan antiguo como la humanidad misma. Ella era casi una niña, arrojada a la calle por la necesidad o por el vicio, y él era ya mayor, muy pasados los cincuenta, un vividor que trataba de apurar los goces de la noche de francachela.
Subieron por el muro y, a bastante altura, siempre pegados a la losa fría y húmeda, dieron la vuelta y penetraron en un angosto callejón, precariamente iluminado por una farola. No había luz alguna en las ventanas de las casas de enfrente y ninguna presencia humana, fuera del hombre y de la mujer que dialogaban abajo. El se iba ahora, malhumorado, refunfuñando palabras fuertes. Sanscoeur miró a Barbara y rió satisfecho, con aquella sonrisa de tiburón que le daba un aire tremebundo, de diablo del averno.
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Escalaron juntos los muros de la vieja iglesia del barrio gótico y desde allí pasaron a los edificios aledaños, saltando a través de las callejas estrechas, corriendo por los canalones y escalando a las humeantes chimeneas. El pensó que ella se asustaría en algún momento, casi hubiese deseado escucharla proferir un grito de miedo en alguno de aquellos saltos portentosos, pero no lo hizo y, en el fondo, él se alegró, pues ello indicaba que se estaba adaptando rápidamente y bien a su nueva existencia. Habían dejado atrás con la velocidad del viento la Gran Vía del Conde Ugary y, mucho antes, la amplia avenida del Amadeus Vorsack, donde tenían un apartamento, que se convertiría su cuartel general en las temporadas que pasarían en la ciudad. Sancoeur miró el cielo y comprobó que el tiempo había cambiado. Apenas se veían estrellas y amplios y plúmbeos nubarrones dejaban apenas pasar el pálido fulgor de la luna. Era una noche estupenda, una noche muy oscura, la noche propicia para el cazador.
Tocaron tierra en la Plaza de la Abadesa y caminaron semiescondidos en las sombras, pegados al muro, hasta la puerta de la catedral. Había pocos viandantes y algunos mendigos tirados en los rincones fríos, pero no era un sitio apropiado para cazar. Podían ser vistos con facilidad y había más luz de la deseada, por lo que decidieron adentrarse por unas calles estrechas de elevados edificios medievales. El barrio por el cual avanzaban ahora era perfecto; había siempre caminantes solitarios, presas fáciles y en esto andaba pensando él cuando volvió la cabeza en dirección norte, detrás de aquel pesado muro de la casa que hacía chaflán. Les había oído conversar y el sonido de sus respiraciones llegaba claramente hasta sus oídos a través del aire denso del callejón oscuro. Lo había captado mucho antes que ella, lo cual no era de extrañar, pues llevaba ya dos existencias como no-muerto y más días actuando en su segunda venida. La mujer hablaba descocadamente y el hombre insistía, un tanto irritado, en aquel tipo de comercio que era tan antiguo como la humanidad misma. Ella era casi una niña, arrojada a la calle por la necesidad o por el vicio, y él era ya mayor, muy pasados los cincuenta, un vividor que trataba de apurar los goces de la noche de francachela.
Subieron por el muro y, a bastante altura, siempre pegados a la losa fría y húmeda, dieron la vuelta y penetraron en un angosto callejón, precariamente iluminado por una farola. No había luz alguna en las ventanas de las casas de enfrente y ninguna presencia humana, fuera del hombre y de la mujer que dialogaban abajo. El se iba ahora, malhumorado, refunfuñando palabras fuertes. Sanscoeur miró a Barbara y rió satisfecho, con aquella sonrisa de tiburón que le daba un aire tremebundo, de diablo del averno.
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